Ámsterdam
POR ANA GARCÍA BERGUA
Esa noche se había arreglado para ir a la exposición de Lucas, a quien no había visto en muchísimos años. Pensó que sería buena idea, ahora que se había quedado sola, sus hijos ya fuera de casa y Rubén embarcado en formar otra familia a los sesenta. Allá él, había terminado por pensar. Claro que al principio le dolió, no era para menos, pero con el tiempo fue dándose cuenta de que la nueva soledad tenía sus ventajas. Por ejemplo, arregló el departamento a su gusto, con adornos y figuritas que antes se le antojaban impensables, así como una lámpara como de cabaret de los años veinte, de seda de colores y con flecos. Y transformó su aspecto. Esa noche se puso un vestido largo, como los que usaba de joven, botas y un chal. Se quería ver bohemia. Dejó encendida la lámpara del rincón de la sala y antes de cerrar la puerta echó un último vistazo; de alguna manera se sentía otra persona, una que se había quedado interrumpida y ahora echaba a andar de nuevo hacia su destino pospuesto.
De verdad hacía siglos que no veía a Lucas. El Lucas que aparecía en el Facebook —el mismo que ahora la había incluido en una invitación masiva—, ese que mostraba sus fotos de viajes o paseando por el parque México con sus dos perros xoloscuintles, tenía poco que ver con el Lucas de su memoria y las reuniones en ese bar que se llamaba el Colegio Club de la calle de Ámsterdam con Lucas y otros amigos, Santos, Patricia, Rogelio, entre otros. Un grupo en el que se sentía hermanada de alguna manera, y que se fue disgregando conforme cada quien maduró y siguió su propio camino. Claro que no se habían dejado de ver del todo; los había encontrado de uno en uno, en distintas etapas de la vida; incluso trabajó con Patricia y se encontró a Santos afuera de la escuela de sus hijos durante unos buenos ocho años. Pero todo fue dentro del torbellino de sus otras vidas presentes y futuras, alejadas ya del encanto de la tribu jubilosa que alguna vez habían sido.
Recorrió Insurgentes en el metrobús, mirando la pantalla en la que se sucedían escenas de cámara escondida: la gente paseaba por un parque; alguien había dejado abandonada en una banca una botella de vino que parecía cerrada. Unos pasaban de largo junto a la botella, pero otros la levantaban, la estudiaban un poco y pensaban si llevársela o no; en cuanto daban dos pasos, un chorro de agua proveniente de la misma botella les salpicaba la cara. Los pasajeros del Metrobús estaban embobados con la escena, esperando a la siguiente víctima del chorro de agua. Ella veía las caras de la gente, las risas contenidas, el cansancio. Un hombre se echaba a correr con la botella y esta lo salpicaba en plena carrera, haciéndolo caer. Una joven de abrigo rojo se levantó y le cedió el asiento; ella le agradeció, pero no quería sentarse. Estaba demasiado excitada por el encuentro próximo con los amigos. Se lo dejó a otra señora que la miró como si estuviera loca, no supo si por su atuendo o por desperdiciar algo tan valioso como un asiento libre.
Estaba anocheciendo ya. Se bajó en la calle de Michoacán y enfiló por Ámsterdam hacia Sonora. La exposición era un poco más lejos, pero quería recrear sus paseos por la calle circular y regresar a la esquina donde antes se veía, como sellado en el cemento de la acera, el anuncio de El Colegio Club. Un pequeño bar al que escapaban los oficinistas del rumbo en aquellas épocas y por el que ella pasaba en sus vueltas eternas de adolescente, antes de que se convirtiera en el lugar de reunión de sus amigos. Sintió cierta desilusión al darse cuenta de que el letrero y el bar habían desaparecido; ocupaba su lugar un restaurant pretencioso, como muchos del rumbo: enormes copas de vino sobre los manteles blancos y pequeñas veladoras que los meseros iban encendiendo, afantasmando el ambiente de la calle, que se iba poblando de gente arreglada para divertirse. Gente de la Condesa tan distinta a la antigua gente de la Condesa, pensó, aunque en el fondo igual.
Llegó a la exposición cuando ya había comenzado. Una pequeña multitud llenaba la galería, muchos jóvenes atraídos por el glamour y los tragos que unos meseros iban ofreciendo en grandes charolas. Tomó una copa de vino tinto, un poco para envalentonarse, y se fue haciendo lugar entre los grupos que platicaban alegres y encendidos. Siempre había tenido la idea de que cierta familiaridad, cierta mirada no se iba jamás, permanecía a pesar de todos los años y las experiencias de la vida. ¿Encontraría esa mirada en Lucas, la misma de los veinte años?, ¿permanecería en los otros miembros del grupo? Quizá a partir de aquí podrían volver a reunirse como antes, en otro lugar, se decía, mientras observaba los cuadros de Lucas que, en el fondo de su corazón, no le acababan de gustar. Los veía a veces en el Facebook y no los entendía, no se parecían nada a sus dibujos de entonces, tan sensuales. Distinguió a Lucas en una esquina; vestía un traje de lino y lo estaban entrevistando. Esperó a que terminara para acercarse, mientras daba vueltas volviendo a mirar los cuadros y la gente. Había de todo, también gente de su edad, pero no reconocía a nadie. Se preguntó si alguien la reconocería a ella. Pasó el mesero y se tomó otra copa de vino. Se mareaba muy fácil y derramó un poquito en el vestido. Justo cuando lo estaba limpiando con un pañuelo desechable que sacó de la bolsa, se dio cuenta de que estaba junto a Santos y lo saludó. Ya no vas a la escuela, le dijo de broma; platicaron un poco de los hijos, de dónde estaban ahora, las carreras, las universidades, los nietos. Lucas terminó la entrevista y se acercó a saludarlos. Se había vuelto muy refinado; ella sabía que Lucas tenía casas en Barcelona y París. Traía el pelo al rape, como era la moda ahora. Bromearon un poco y ella estuvo a punto de preguntarles si sabían algo de Patricia, Rogelio, los del Colegio Club. En ese momento, una joven muy guapa se les unió; era la pareja de Lucas, una francesa bastante simpática con el pelo pintado de colores. Santos se alejó para saludar a otras personas y ella no vio el caso de mencionar el bar de la calle de Ámsterdam. Los buscaría en el Facebook, seguro allá estaban. Quizá podría volver a ver a Patricia, con las mujeres es más fácil coincidir, pensó.
Se regresó por Ámsterdam mirando las nuevas tiendas tan elegantes, los bares y los restaurantes. Recordó el restaurant húngaro y el japonés, la tienda de incienso, alguna boutique de ropa importada en la que se compró una vez un vestido muy similar al que traía ahora. La calle desde siempre había sido cosmopolita, pero lo de hoy le parecía una exageración. Tantos locales y tanta gente provocarán que se derrumbe como un piano cuando se lo comen las termitas, se dijo.
De regreso en el metrobús, la pantalla mostraba unos consejos para no enfermarse del cólera y los leyó con atención. Nunca está de más, pensó. Se sentía cansada, muy cansada, no sabía bien por qué; le lastimaban las botas, tendría que poner el vestido en remojo para quitar bien la mancha de vino. Luego ceno y me meto al Facebook, planeó, a ver qué pusieron ahora. En la pantalla, un perro salía volando hacia una alberca.
*Fotografía: Joyce (derecha) con sus amigos de la universidad George Clancy y J. F. Byrne./ ESPECIAL