Por la independencia y el Estado confesional
POR JORGE ISLAS
Profesor de derecho constitucional en la UNAM
“En el año quinto de la independencia mexicana”, el día 22 de octubre de 1814, se firmó y proclamó en la ciudad de Apatzingán, Michoacán, la primera Constitución política de la nación. El primer intento por establecer las bases de un nuevo Estado, que buscaba independizarse formal y materialmente de otro Estado que lo controló, gobernó y esclavizó despóticamente por 300 años. Un primer esfuerzo nacional para dignificar y hacer respetar por un lado la esencia del ciudadano mexicano, y por otro, para conjuntar ideales largamente esperados de libertad, igualdad, seguridad, soberanía e independencia, en un acuerdo de voluntades políticas y jurídicas.
Se podría decir, en lo general, que con la Constitución de Apatzingán nacen los valores de la república y también algunos de los principios con los que años más tarde se habría de conformar el ideal de nuestra democracia mexicana. Creo que fue, en lo particular, un primer precedente que buscó la redención del pueblo a través de aspiraciones más que por instituciones, y por actos de fe impuestos que son contrarios a una democracia liberal, la que protege, por medio del Estado laico y de las costumbres sociales incluyentes y tolerantes, la libertad de conciencia, la libertad de cultos religiosos, para ejercer el derecho a creer o no en una determinada religión.
Es claro que el espíritu de Apatzingán aun y con los precedentes constitucionales que ya se habían establecido en este tema en Inglaterra, Estados Unidos y Francia, no quiso o no pudo romper del todo con uno de los factores reales del poder conservador que sirvió por igual a realistas e insurgentes. Como haya sido, tuvo que pasar casi medio siglo para que el Estado finalmente lograra separar el poder celestial del poder terrenal.
Para la primera generación de nuestros padres constituyentes, la libertad debía tener un límite, el cual fue claramente legislado en su primer artículo, al reconocer a la religión católica, apostólica y romana, como la única referencia espiritual y dogmática que se podía profesar en el Estado. Al limitar un derecho fundamental, creaban al mismo tiempo un Estado confesional, de tal manera que la transición política de la colonia monárquica para construir una república nueva no tenía como fin romper con todos los lazos que sustentaron y legitimaron al viejo régimen. La Iglesia católica encontró un lugar y acomodo privilegiado en ambos sistemas de gobierno. Tal vez fue una transición pactada y no necesariamente de ruptura.
Como haya sido, al parecer la Iglesia representó un apoyo importante para los insurgentes que buscaron redimir al pueblo mexicano, por medio de la independencia y de una nueva base de principios y derechos que consignaron en la nueva constitución, como fue el reconocimiento a los derechos del debido proceso de ley, presunción de inocencia, derecho de petición, libertad de expresión, derecho de propiedad, a la igualdad jurídica de todo gobernado, en oposición a los privilegios que por razón de estirpe o casta, podían ejercer determinados grupos sociales, por encima de la dignidad y derechos naturales de todo gobernado.
El catalogo de derechos, así como los principios políticos en favor de la autodeterminación, son en mi parecer la parte y el legado más importantes de la Constitución de 1814. Forman parte de lo que se conoce como la parte dogmática de una ley fundamental, que no debería tener otro fin que el de organizar y limitar al poder público, para garantizar la libertad de las personas, por medio de leyes e instituciones.
En cuanto a la parte orgánica, el diseño institucional de Apatzingán no fue el mejor; de hecho, nos demuestra la falta de experiencia legislativa y pericia en el diseño institucional de nuestros constituyentes, resultado de no crear proyectos de ley en tres siglos, dado que nos presentaron un modelo de gobierno que hubiera privilegiado la anarquía y los vacíos de poder, en un momento en que se requería de orden y control democrático para pacificar y organizar el nacimiento de un Estado.
En dicho arreglo institucional no había equilibrio de poderes. Se privilegiaba desde toda perspectiva normativa al Congreso, por encima de los otros poderes del Supremo Gobierno y del Supremo Tribunal de Justicia. Para el caso del poder administrativo, lo que hoy sería el ejecutivo federal, se instauraba un triunvirato, cuyos integrantes se debían alternar por cuatrimestres en la presidencia de la república. Nunca se imaginaron que Iturbide, Santa Anna o Porfirio Díaz jamás habrían permitido la rotación aleatoria de cuatro meses. En realidad estaban creando incentivos para futuras dictaduras, en lugar de limitar el abuso del poder y promover la estabilidad política de la nueva república.
Por diversas razones, la Constitución de Apatzingán nunca tuvo vigencia, no fue ley positiva, por lo cual nunca fue observada y acatada por ninguna autoridad, en todo lo que fue la antigua geografía nacional. A 200 años de distancia, debemos reiterar que su legado más importante fue establecer una referencia mínima de derechos con una base de gobierno aparentemente funcional y representativa para que la transición política entre la colonia que servía a una monarquía y la construcción de una república que intentaba ser gobernada por sus propios ciudadanos fuese ordenada y lo menos caótica posible.
Con diversas constituciones de por medio, el espíritu de Apatzingán sigue vigente en un México que lamentablemente no ha logrado desde su independencia vivir en paz, en orden, con civilidad y progreso. Algo debemos estar haciendo mal desde hace dos siglos, tiempo suficiente para reflexionar si es el momento de transformar nuestra realidad y eventualmente nuestro futuro, por medio de un mejor arreglo constitucional.
* Fotografía: La Casa Museo de la Constitución en Apatzingán guarda memoria del Congreso de Anáhuac / Jorge Ríos /EL UNIVERSAL