Las garzas y el barro
POR DANIEL FERREIRA
Autor de la novela Viaje al interior de una gota de sangre (UV)
—Perdone, señor. Recibimos otro mensaje para usted.
Quizá doblaba la espalda y recogía los hombros para hundir los senos porque sentía que él estaba escarbándole el escote con la mirada. Pero él no miraba la protuberancia sobre la blusa; simplemente, la muchacha resultaba demasiado baja, y tenía el escote demasiado abierto.
—Es esto, señor, otro fax.
Y le temblaba la mano al dárselo, y la mano hacía que le temblara el brazo completo, y el brazo hacía que le vibraran los senos mórbidos demasiados abultados y demasiado bronceados como si su piel se hubiera oscurecido por años de humo y de sol.
No quiso perturbar a la muchacha. Por eso olvidó pronto el escote, parpadeó con un destello de amabilidad, cogió la hoja (el sexto mensaje que le enviaba aquella que había buscado la forma de averiguar su paradero y su hotel a mil kilómetros de distancia para pedir excusas de una manera arrebatada y poco original: “perdóname, flaco”) y cerró la puerta para que la muchacha no le viera hacer una bola con el mensaje y arrojarlo junto a los otros papeles rotos en la caneca.
Un momento después, volvía a golpear la puerta.
—Señor.
—¿Sí?
La miró esta vez directamente al escote para que desapareciera de su vista y lo dejara trabajar tranquilo.
—Esta noche hay comida en el hotel, señor. Por el fin de año —y trató de sonreír una mueca intermitente—: es para los huéspedes que no… que no… tienen a nadie con quien… usted sabe… festejar… se hace comida todos los años. Entonces yo quería saber si usted… nomás, pues eso…
Interrumpió los balbuceos de la muchacha con una frase cortante.
—Tengo trabajo atrasado, y no celebro la Navidad, ni Año Nuevo.
—Señor…
Y ahora ella le impidió cerrar la puerta interponiendo su mano.
—Es sólo vino de manzanas y bizcochuelo que mi papá… no sé si usted de veras, ¿sí?
—Soy diabético. Tengo prohibido el vino dulce y los pasteles. Gracias.
Cerró la puerta en la nariz de la muchacha y una vez solo esperó a que los pasos se alejaran por el pasillo.
Ni siquiera miró la bola de papel del fax que rebotó en la cesta y fue a parar al piso.
Volvió entonces al cuaderno de raya roja que había dejado a medias con la inscripción del día.
Botín de guerra
Soñé cien veces con un mueble cómodo
Con una poltrona para escribir tranquilo
Una noche regresábamos del teatro
Y entonces lo vimos
El trono abandonado en plena calle
De cuero negro y agujereado
¿No pensarás recoger esa basura?, dijo ella
Yo me senté cómodamente en plena calle
Me lo llevo, dije, y ahí escribiré
Una obra maestra para ti
Lo miró de mejor ángulo y sonrió
Al verme sentado en él
Luego lo tomó de un extremo
Yo del otro
Y lo llevamos a nuestra guarida
Suponiendo que era de los dos
Cuando todavía vivíamos juntos
Y no imaginábamos
El botín de guerra
De la separación
Cerró el cuaderno y decidió salir en busca de la única sala de internet del caserío, pero con sólo imaginar que su correo debía estar saturado de mil disculpas y mensajes de aquella que le acosaba vía móvil y fax, desistió.
Entonces decidió ir a la funeraria.
Puso el cuaderno de raya roja en su mochila con la intención de anotar toda la información que la gente le pudiera dar sobre la matanza, y caminó a la recepción donde a esa hora la muchacha del escote se limaba las uñas.
—Hola otra vez. ¿Me puede decir cómo llego a la funeraria?
La muchacha le miró con indiferencia, resentida por el incidente de la puerta. Él intentaba no mirar su escote y mirarla directamente a los ojos. Era lo único que podía hacer para no ofender.
—Por la diez, la calle, abajo del, usted me entiende, el parque. Pero te tenga cuidado, porque la gente está, muy… pues eso… ya sabe.
Él la miró sin acabar de comprender cómo estaba la gente. Ella se acercó como para compartirle un secreto en voz baja y el escote se pronunció más hondo.
—Por los matados. Ya los están trayendo.
—¿La calle diez, abajo del parque? Bien.
—Hay muchos mirones. Tenga cuidado. Unos van a descolgar la jeta y otros a verlas descolgar.
—Gracias.
La dejó en el mostrador y siguió hacia la calle.
Era una tarde abrigada de sol y atravesó el parque en diagonal. Se detuvo en una esquina y leyó el número diez que se oxidaba en una valla de aluminio roto. Siguió media cuadra más hasta la funeraria, y entró. Se sentó cerca de las mujeres.
En la funeraria la gente esperaba sentada en un silencio expectante. El centro de la sala de velación estaba vacío, con varias mesas dispuestas para soportar los ataúdes. Cuando extrajo la cámara para tomar las primeras fotos de la espera del cortejo, algunas mujeres miraron hacia otro lado para no quedar en la foto. Pero nadie lo amonestó, acaso por el carnet de prensa que llevaba colgado en el bolsillo del chaleco.
Los muertos se demoraban porque después de la autopsia estaban siendo embalsamados. Mientras tanto, la sala de velación recibía más gente que venía a preguntar por los ataúdes.
—Dijeron que ya los sacaron de Medicina Legal.
—Entonces no demoran.
—No demoran, pero faltan mesas. ¿Dónde nos van a poner a los que no quepan? ¿En el suelo?
—Sería un irrespeto con los matados ponerlos en el suelo.
Poco después fueron llegando los cofres en dos camionetas desvencijadas. Cuatro voluntarios uniformados con los overoles de la Defensa Civil eran los encargados de llevar los ataúdes a las mesas. Cuando se acabaron las mesas, pusieron los cinco cajones restantes en el suelo. Nadie protestó, pero algunas mujeres los rodearon de flores.
Eran cajones rústicos, sin talla ni color, recién salidos de la carpintería. Las mujeres vestían ropa anticuada, que parecía la moda de veinte años atrás. Solo quedaron dos hombres en la sala, cuando se marcharon los voluntarios de la defensa civil. Uno estaba vestido con sotana. Era el vicario, cuya familia vivía en el puerto. Aún no estaba ordenado sacerdote. Pero había venido como capellán a asistir al sacerdote en las ceremonias para entrenarse en el ministerio. El otro era el dueño de la funeraria. Estaba vestido también de blanco.
Se dio cuenta de ese detalle, que no hubiera hombres, al repasar las fotografías tomadas, y anotó en su libreta: “No hay hombres. No hay niños”.
Ni siquiera hablaban. Las mujeres mudas. Una asamblea de sombras compartiendo la velación de los cadáveres en el silencio.
Cuando los ocho ataúdes estuvieron dispuestos en el centro de la sala, la más anciana, de tez negra y pelo cenizo, empezó a rezar sus letanías, y todas murmuraron avemarías en coro.
Entonces tomó una última fotografía de la sala atestada, salió a la puerta para tomar aire.
Una mano le ofreció el cigarrillo que se sentó a fumar en el andén. Se lo dio el dueño de la funeraria que también miraba sin hablar.
—¿Qué edad tenían?
—El mayor tenía treinta. El más joven, doce.
—¿Y están todos?
—Hay cuerpos que no aparecieron.
Después fumaron en silencio. Adentro las plañideras entonaron un rumor lánguido, como un quejido. El dueño de la funeraria apagó el cigarrillo con la suela del zapato blanco y volvió a ingresar. Ya las beatas empezaban a rezar el rosario.
Entonces extrajo la libreta para anotar otra observación, pero de forma involuntaria el cuaderno en que anotaba los datos se abrió por una página separada por la foto de una mujer recién salida de la ducha que sonreía, divertida, pero al mismo tiempo trataba de ocultar su desnudez al fotógrafo reflejado en un espejo. Detrás se veía el relieve de objetos de baño.
Estuvo cuatro horas en el velorio, garabateando frases sueltas en su cuaderno, para después tacharlas y levantarse cuando no soportó más la vibración de las letanías.
Volvió al hotel con la cabeza llena de oscuridades y el comienzo de una jaqueca familiar que le había perseguido todo el viaje desde la salida del periódico hasta el sur del país. Tenía que escribir un reportaje sobre aquella masacre y enviarla en menos de veinticuatro horas para el cierre de la edición del domingo, y aún había muchas lagunas en la historia. ¿Por qué habían perpetrado la matanza en Navidad? ¿Por qué nadie quería hablar sobre los perpetradores en ese puerto? ¿Por qué no había más periodistas de medios nacionales cubriendo el hecho? No podía entender tampoco por qué los hombres habían desertado de la funeraria sin explicación. ¿No eran los “matados” sus primos y hermanos y amigos? No podía quitarse de los oídos el sonsonete de padrenuestros y avemarías que rezaban las mujeres negras. ¿Qué título le daría al reportaje? ¿Diciembre Negro?
Pasó muchas horas repasando en el visor las fotografías más apropiadas para ilustrar el reportaje y reflexionando en las razones que tenían los hombres para mantenerse alejados de aquel funeral. Entonces salió a la recepción del hotel en busca de la muchacha de los senos mórbidos, aquella que quiso averiguar su vida con preguntas a medias cuando tuvo que registrarlo en el libro de huéspedes dos días atrás.
Allí estaba, en el escritorio deshuesado, derritiéndose de calor con la mirada perdida en una pantalla donde lloraba una actriz de telenovela. Se quedó viendo sus ojos saltones, obviando el escote por el que alcanzaba a verse ya el pezón.
—¿Usted sabe adónde fueron los hombres del pueblo?
Ella frunció las cejas con la sencillez de quien lo sabe todo. Luego acercó el pecho al mostrador y susurró:
—¿No ha leído los panfletos? Vea lo que dicen —Y extrajo del escritorio desgonzado un volante que habían tirado por la puerta esa misma mañana— “Habitante: absténgase de asistir al funeral de los matados, porque en el velorio caerán las ratas que hicieron falta. Madre: si su hijo es sano, acuéstelo temprano, si es ladrón, cómprele un cajón…”
—Por eso ninguno se asoma a donde no lo han llamado.
Quiso tener una copia del panfleto, pero ella se negó a darla. Tomó el papel y volvió a guardarlo en el escritorio.
No necesitó más respuestas. Volvió a su cuarto y empezó a ordenar el rompecabezas de la historia. Empezaría con un contraste del paisaje y el ambiente de ese diciembre negro que se vivía a diez horas en bus desde la capital, al sur del país, una historia que hablaba de hombres mutilados y echados al río como alimento de los peces. Habló de lo que había visto por la carretera de tierra: niños armados como hombres, con fusiles y cuchillos, que hacían retenes en la vía, y de hombres adultos que le temían a esos niños. Habló de gentes que huían a pie por las carreteras con la ropa arrugada en los fondos de una caja de cartón. De mujeres silenciosas que rezaban ante cajones funerarios sin pintar. Habló del color y la textura del cieno del río, de la tierra oscura y mojada de la ribera y de las garzas posándose en el barro, ajenas a la tragedia de los hombres, y de los tonos del rojo que tiene la sangre cuando se mezcla con agua, y de los orificios de balas que vio incrustadas en un paredón, justo debajo de donde se juntaba un grafiti de amor y uno de guerra (lo había visto al caminar por el puerto esa mañana):
“Siempre serás mía, Judy Tatiana, att. El tigre”.
Y al lado:
“Judy Tetiana es la cantimplora del comandante Esteban, alias El Tigre”.
Luego volvió al cuaderno de rayas rojas para escribir las últimas líneas de un poema que se le quedó a medias.
Al final, para corregirlo, lo leyó en voz alta:
En el río Patía
Sobre flotadores bajan
Los cuerpos cargados
De jugos amargos
Las garzas y el barro
El ojo mudo del sol
Las moscas que enloquecen
Al búfalo
Tres mil cuerpos
De uno en uno
Para que no se note
La matanza
Luego volteó la página, buscó la fotografía de la mujer recién salida de la ducha y leyó el poema destacado en la hoja:
Pienso en los últimos días
Cuando ya no me mirabas
Para evitarme el desamor
Que te nacía
Como pelos
Pienso en esos días,
Una y otra vez
Y vuelvo a lavar
Mi ropa
Desnudo
Zapateándola
En un balde
Y tú entras
A maquillarte
En el espejo
Y me miras
De medio lado
Mientras te doy la espalda
Para evitar la
Vergüenza
De mi erección
Pienso en esos días
Como si ya no me pertenecieran
Como si no fuera
Yo el que vivía
En esa casa
Pienso en ti
Y en mí
Como los personajes
De otro libro
O los actores
De una película
Que pudo ser de porno
Y terminó
Siendo de amor
Decidió ponerle un título: “Al final sólo quedan fotografías”.
Luego quiso releer otras páginas, pero el sonido inconfundible de los pasos de la muchacha por el pasillo y los nudillos en la puerta de su habitación lo sacó de quicio. ¿Qué querría esta vez? Se dispuso a ser hosco, porque la tranquilidad no se logra con amabilidad. Enderezó su cuerpo. Se abotonó el chaleco de cazador de mariposas. Avanzó. Acercó el oído a rajatabla, pero no oyó nada. Abrió.
Eran dos hombres, casi niños, de quince a veinte, provistos de fusil AK y pistola en la pretina que pidieron el favor de que saliera con ellos del hotel. Enseguida los dos entraron, registraron el cuarto, tomaron la cámara, tomaron sus papeles sueltos, su cuaderno de anotaciones y el morral y lo condujeron a una camioneta de cuatro puertas que esperaba a la entrada del hotel.
Avanzaron despacio por las escaleras, pasaron junto a la muchacha de los senos mórbidos que cruzaba los brazos sobre su vientre y no se atrevió siquiera a levantar la mirada. Luego un corto trecho hacia el vehículo y después un largo rato hacia los últimos barrio del puerto.
Más tarde apareció el río, poco a poco, una culebra dorándose al sol, y a la orilla cinco, diez hombres más. Esperándolo. Todos con menos de veinte años. Todos vestidos de uniforme militar camuflado y dotados de armas largas y pistolas y cuchillos.
Hasta la camioneta se acercó con parsimonia un hombre viejo, de tez negra, con los párpados caídos. Parecía el jefe. Parecía el único mayor en ese grupo de adolescentes con armas. No saludó. Ni siquiera lo miró.
—¿Qué anda investigando el periodista, si se puede saber?
Pero no quiso contestar.
El otro tomó la cámara que le tendió uno de los escoltas.
—¿Cómo se prende este juguete?
Miradas evasivas. Manos nerviosas. Silencio roto por el fragor del río.
Otro escolta saltó del platón de la camioneta al piso y se acercó al jefe:
—Aquí, comandante, con este botón. Y con este otro pasa las fotos para adelante y para atrás.
Y enseñó para qué servían los botones de la cámara digital.
—Gracias, Tigre —dijo el jefe y fue pasando ahora las fotos en la pantalla diminuta, una a una: las manos de mujeres de piel negra que apretaban las cuentas del rosario, el grafiti de amor firmado con agujeros de bala, la desolación de una calle vacía que atraviesa un perro roñoso con parches de cuero sin pelo, la silueta de una garza con las patas hundidas en el barro del río con la luz del atardecer proyectando su sombra.
El jefe entendió cómo se pasaban las imágenes por la pantalla y las dejó fluir hasta detenerse en una que llamó su atención: una mujer se cubría los senos en el relieve de un baño doméstico y sonreía hacia el camarógrafo esbozado en el espejo.
El mercenario tomó el cuaderno de raya roja y lo abrió justo donde estaba la copia impresa de la fotografía con la misma mujer del baño. Observó el pudor feliz de aquella desnudez, los senos erectos y el pelo mojado, la sonrisa de recién salida de la ducha con el cuerpo perfumado.
La contempló un momento dentro de sus párpados pesados, y su rostro de mazapán se contrajo en una sonrisa.
—Huele rico, a talquito —dijo.
La alzó para ver mejor la foto impresa y entonces descubrió que había una leyenda escrita en la misma página de la libreta.
Era un poema.
Decidió leerlo en voz alta para sus acompañantes, con voz impostada:
El mundo se hace en la luz
De la retina
Y en la palabra
Del poema
Tal como ella es
Ahora
Desfigurada
Sin ropa
Por el homo lenguajeante
Los escoltas que alcanzaron a oír se miraron y sonrieron con timidez, como si no entendieran la última línea.
Luego el jefe arrojó la foto al suelo, después el cuaderno y al final la cámara digital que cayó con un golpe amortiguado en el barro de la ribera.
—Aquí no hay nada que contar, periodista.
—¿Dónde están los otros cuerpos?
—Si no hay cuerpo, no hay crimen. El río no los devuelve.
Lo bajaron de la camioneta y lo pusieron de rodillas en el barro. Uno de los escoltas que habían ido al hotel por él vació el morral con sus pertenencias, tiró al piso los documentos de identidad, el carnet que lo identificaba como corresponsal de prensa, mientras que otro acabó de vaciar sus bolsillos. Luego sintió en la frente el cañón duro y frío.
Pero no se asustó hasta que desaseguraron el fusil.
El cuaderno de raya roja que contenía los poemas de su diario y las anotaciones para el reportaje estaba abierto en medio del barro. El jefe pisoteó los papeles y destrozó con el tacón la cámara que crujió y quedó hundida a medias en el fangal.
—Aquí no pasó nada. No hay muertos, ni hay nada. ¿Me entiende? Cierre los ojos.
Hubo un largo murmullo y zapateos metálicos.
Después, oyó el ruido de la camioneta que se alejaba y esperó. Luego sintió cómo se aproximaba el silencio, y solo cuando supo que estaba solo abrió los párpados con precaución. Los vio retirarse, lejanos pero altivos, implacables, endurecidos; siempre mirándolo: hombres con caras de niño, por el camino del río, hasta desaparecer.
Después se levantó y miró a lo largo la inmensidad de la ribera. Se fue caminando a pasos timoratos, sin recoger sus cosas, bordeando el río, y notó que del otro lado del barro las garzas también lo miraban. Parecían tantas y tan blancas que hubiera querido fotografiar desde muchos ángulos la mancha lechosa en medio del terregal.
No volvió por su cuaderno, ni por la mochila, ni por la cámara.
No miró atrás. Por eso no pudo verlas volar.
* Ilustración: Leticia Barradas
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