Novela por entregas
POR ANDRÉS GALINDO
Que un hombre escriba un cuento y
compruebe que éste se desarrolla contra
sus intenciones; que los personajes no
obren como él quería; que ocurran hechos
no previstos por él y que se acerque a una
catástrofe, que él trate, en vano, de eludir.
Este cuento podría prefigurar su propio
destino y uno de los personajes sería él.
Nathaniel Hawthorne
Algo para contar
Que no se diga que este escritor no quiso salvar a la princesa. Lo tenía todo: un escudo y una espada; una capa mágica y un corcel alado; un sueño y una máquina. No le asustaban las fauces del dragón ni la página en blanco. Sabía dibujar hasta los rasgos más íntimos de su Dulcinea: desde el atrevido escote hasta el sugerente cruce de sus piernas. Podía penetrar, a través de sus ojos, hasta en lo más íntimo de sus deseos. Los dedos contra el teclado marcaban el ritmo de sus pasos en esta ciudad oscura de falsas esperanzas.
Lo que no tenía era memoria para salvar ciento diez palabras.
La princesa de las 110 palabras
No suelo ser una lectora pasiva. Las mujeres de mi familia nunca lo han sido. Por eso, cuando ese escritorzuelo de pacotilla me dedicó una novela entera quise ir a apostrofarlo. Tomé mi cartera de mano, mi gabardina roja y mis ganas de odiar al mundo.
Cerré la puerta, abordé el párrafo de las tres y quince; caminé por el borde de dos o tres líneas mal redactadas y cuando llegué a eso de “Los dedos contra el teclado marcaban el ritmo de sus pasos en esta ciudad oscura de falsas esperanzas” el tacón de mi zapatilla se rompió en un acento o en una vocal confundida. No sé si enojada o triste, me senté al borde de una palabra errada, con su mayúscula que dejaba mis pies en volandas.
Y ahí estaba yo, odiando al escritor y al mundo; hasta que llegó Tristán.
—¿Eres Isolda? —preguntó.
Nunca terceras partes fueron buenas
Claro, me hubiera gustado que fueras Tristán. Y a mí me hubiera gustado llamarme Isolda. Apenas éramos Ana y Tomás.
Estaba sentada, leyendo esa estúpida ficción que me había dedicado ese escritor venido a menos cuando llegaste y, como dicen Las noches árabes, nuestras miradas se juntaron fatídicamente. Como suele suceder, fundamos mitologías y caminamos dos o tres páginas tomados de la mano, deteniéndonos en cada coma, en cada punto y coma; nos amábamos como dos puntos: presagiando un beso o un te quiero.
Yo siempre me he preguntado: si un día conoces a alguien, te enamoras y escribes dos o tres versos, ¿en qué momento todo, y digo TODO, comienza a irse por la borda?
Cuando te llevé a casa y te presenté con la familia, la felicidad irradiaba por mi ventana. Mi madrastra era feliz, mis dos hermanas eran felices, y yo tenía una zapatilla de cristal.
El único que no estaba feliz era el Tótem, mi perro negro y callejero.
El Tótem
El Tótem, mi fiel escudero, ladraba con inusitada rabia cada vez que Tomás hacía sonar el timbre de la casa.
Un día Tomás le dijo al Tótem “ya cállate, pinche perro pendejo”. Inmediatamente reaccioné:
—Es la primera y última vez que ofendes al Tótem.
—Es la última vez que ese animal del demonio me ladra —sentenció.
Una semana después el Tótem amaneció muerto. Esa es la razón por la que escribí la historia de Ana y Tomás.
Esa fue la razón por la que, Tomás, un día amanecerás con un punto final sobre la frente.
*Ilustración: Leticia Barradas.