El peso siniestro de la historia
POR JOSÉ MARÍA BRINDISI /LA NACIÓN /GDA
“¿Cuándo, exactamente, se forma un pueblo?” La pregunta, de una actualidad abrumadora incluso hoy en buena parte del planeta, se la hace Thomas Heiselberg, protagonista de una de las dos historias de Las buenas personas, a su socio Georg Weller, durante una caminata despreocupada y de aires filosóficos por Varsovia. Weller es en verdad el jefe de Heiselberg, hasta hace poco, sin embargo, un oscuro funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán que salta a los primeros planos cuando su subordinado elabora un —luego— codiciadísimo informe sobre la esencia del carácter polaco. Es el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Alemania acaba de invadir Polonia y ese estudio, pese a que algunos advierten que no tiene sentido (o que por momentos lo tiene, pero a caballo de infinitas obviedades enunciadas con la suficiente astucia), se vuelve para muchos indispensable: la clave para que la colosal maquinaria genocida pueda llevar a cabo su trabajo con la mayor eficacia posible.
Heiselberg necesita reinventarse; ha quedado en la calle, poco antes, cuando la sucursal berlinesa de la empresa norteamericana para la que trabajaba cerró sus puertas, y entonces encuentra en las páginas de ese texto su plataforma de resurrección. El informe no es otra cosa que la reformulación de otro que ha escrito algunos años atrás para sus ex empleadores, una brillante pieza de marketing creada a la medida de los adoradores del guitarreo sociológico-publicitario, a quienes supo convencer de que para venderles sus productos a los alemanes o a los polacos antes debían esmerarse en conocerlos a fondo.
Al mismo tiempo, en Leningrado, una adolescente judía es testigo de una escena que parece arrancada del siglo XIX (o de la literatura rusa o francesa de aquel siglo): un grupo de intelectuales habla hasta el cansancio, con afecto pero también con animosidad, con preocupación pero asimismo con absoluta desidia, de alguien ausente, una poeta que forma parte del círculo y que ha sido apresada recientemente. El suceso tendría una gravedad relativa de no desarrollarse en la Rusia de entonces (en rigor: la Unión Soviética), es decir, en el clímax de las feroces purgas estalinistas. La adolescente en cuestión escucha y observa, a cierta distancia, la resignación de algunos, la culpa de otros, y piensa en el destino de sus padres, todavía no del todo consciente de su potencialidad trágica, y de sus hermanos menores, dos gemelos con los que conforma un trío perturbador. Aleksandra observa a los mayores que beben vodka y café, los escucha hablar sobre la amiga encarcelada pero como si estuvieran suspendidos en el tiempo, y aunque ellos siguen representando en alguna medida un espejo en el que desearía algún día mirarse, de pronto se le revelan sus dobleces, sus debilidades, sus límites. Esa percepción, poco después, cuando el mundo que conocía hasta entonces se transforma definitivamente, es la que le ofrece un salvataje: Aleksandra misma —o Sacha, de apenas 18 años— pasa al bando de los verdugos y es la encargada de arrancarle a cada uno de los miembros de aquel círculo la confesión en la que asumen su traición a la patria.
Sobre estos dos ejes argumentales, que son en verdad dos readaptaciones siniestras, avanza la novela del escritor israelí Nir Baram que, al momento de su publicación —en 2010—, tenía apenas 35 años. El dato es significativo, o más bien sorprendente, no sólo por la penetración psicológica que el autor obtiene respecto de sus personajes, construida a partir de innumerables pliegues y vaivenes, y alejada por tanto de cualquier sombra arquetípica, sino también por el conocimiento minucioso —y la naturalidad con que se despliega— de las estructuras de ambos Estados, de sus aparatos jerárquicos y entramados burocráticos. Con todo, lo que más llama la atención es el tono —incluso por la extensión, por el hecho de sostenerlo durante más de 500 páginas— con que se cuenta la historia, siempre cargado de un fino tamiz humorístico, que nunca llega a distanciarse de lo real y así lo revela en sus aristas más feroces, sin duda influido por el paradigma norteamericano pero también cercano a novelas como La maravillosa vida breve de Oscar Wao, del dominicano Junot Díaz.
Entre muchos otros, el logro —o el desafío— más evidente del texto de Baram es el de no soltarles nunca la mano a sus dos protagonistas, aun cuando uno, Sacha, tenga una justificación mucho más comprensible que Heiselberg. Quizá la pregunta del comienzo no pueda ser respondida, pero estos dos retratos nos aproximen con lucidez a las instancias clave en la formación de una conciencia.
Nir Baram, Las buenas personas, traducción de Ana María Bejarano, Alfaguara, Madrid, 2014, 543 pp.
* Fotografía: Con esta novela Nir Baram crea un nuevo discurso sobre la literatura del Holocausto / Especial