Tango 6

Ene 24 • destacamos, Ficciones, principales • 5087 Views • No hay comentarios en Tango 6

 

POR MARITZA M. BUENDÍA

 

Autora del libro En el jardín de los cautivos (Conaculta/Tierra Adentro, 2005)

 

La primera vez que el teléfono suena son las diez de la noche. Para entonces la esposa ya dio de cenar a la familia, limpió la mesa y guardó en la alacena las cajas de cereal. Minutos antes vació en tres platos grandes los tres cereales distintos (fibra, chocolate y fresa), agregó leche y una cuchara a cada uno. Luego, con una voz tan delgada como su figura, se hizo escuchar por encima de la televisión encendida y los gritos de los niños: “Ya está servida la cena”.

 

Al poco tiempo aparecen el esposo y los dos hijos: un niño de diez años y una niña de siete. Todos estiran una silla y se sientan alrededor de la mesa, ninguno se mira entre sí. “¿Cómo te fue hoy?” El esposo se acomoda los lentes, toma la caja del cereal y lee las etiquetas. Como cada noche, comprueba los beneficios de la fibra. “¿Terminaste la tarea?” Con sumo cuidado, el niño coloca su libro de biología a un lado del plato, lentes también, media sonrisa, cuadernos de la escuela forrados de plástico. “Los precios suben cada día”.

 

La niña, con ojos redondos y curiosos, cabello rizado y largo, sienta a su barbie en una de las sillas vacías y le da de probar de su plato cucharadas de una leche color de rosa. Casi en seguida la amonesta con una colección de sus mejores gestos, la barbie no quiere comer: la niña levanta una ceja, curva los labios, amenaza con el dedo índice. “El dinero no alcanza”. Al igual que su hermano, la niña deposita encima de la mesa un libro: Las muñecas más hermosas del mundo. Por las tardes es común descubrirla arriba de un sofá absorta en la lectura (zapatos en el suelo, rodillas dobladas, uniforme que resbala por los pequeños muslos). En esos momentos, sus ojos se saturan de una densa niebla, graves y alargados, ojos de adulta. “La maestra nos dejó jugar durante toda la clase”.

 

La esposa no come, se esfuerza por hablar. No encuentra qué decir. Recarga los codos en la mesa y descansa la barbilla encima de las manos. Observa a su esposo y a sus hijos con una mezcla de ternura y de cansancio. ¿Cuántos años hace ya? ¿Acaso lo hubiera imaginado? En las buenas y en las malas, el amor es cuestión de resistencia. Ante el espejo, antes de dormir, repite esas palabras como si fueran una oración mientras unos dedos, que ya no se asemejan para nada a los suyos, extienden en su rostro una crema blanca. “Hoy hizo frío desde la mañana”.

 

A las diez de la noche, puntual, como quien llega a una primera cita, el teléfono suena por primera vez. Nada ha cambiado aún: el esposo revisa las anotaciones que el niño hace en el libro de biología, la esposa dobla una servilleta. Acaso la niña levanta la mirada.

 

El hotel es un lugar tibio. En eso coinciden los cientos de hombres que han pasado por ahí, los que al calor del vino y de la escasa memoria confabulan una historia, inclinan la espalda y, con la boca seca y los ojos perdidos, abrazan a una barbie en el recuerdo. Y es que por más que intentan evocar su arribo, quién o qué los eligió, esos hombres solo balbucean unas cuantas palabras. Unos dicen que llegaron en la noche, que estaban dormidos cuando unas manos los movieron y de pronto los soltaron. Y que cayeron o volaron. Otros dicen que trabajaban en su oficina en medio de papeles y de computadoras. O en el taller, colocando la enésima llanta a un auto, cuando un golpe les nubló los ojos y el entendimiento y algo o alguien los depositó ahí, en medio de la cama.

 

Los hombres se alegran de no tener que llenar papeletas con nombres y direcciones falsas, no deben usar lentes oscuros o esconder el auto. A cambio, el recién llegado padece alucinaciones. Los hombres encuentran a barbies de todas las edades: niñas, adolescentes, maduras, ancianas. Pero incluso las más pequeñas lucen desgastadas, como si un sentir oculto las hubiera maltratado desde hace tiempo. Ninguna de ellas habla. Ningún hombre se atreve a interrogarlas.

 

Coro: Nos trajeron sus palabras. Ellos nos escribieron cartas interminables, balbucearon su deseo a nuestro oído. Al instante, nosotras nos vimos diferentes, como ellos nos imaginaron: otro cabello, otros ojos, otra nariz. Por encima de las palabras nos contemplamos desconocidas: una tú que se desdobla y que olvida su nombre, una tú que baila y que casi no come. A todo podemos resistirnos, pero ¿cómo ignorar sus palabras? Ellas nos envuelven de aromas tersos, nos hacen paladear una historia. Ahí donde las palabras se mueven y toman vida, donde las caricias –de tan fuertes, de tan ciertas– dejan de ser un trozo de papel manoseado.

 

Desde que estamos en este hotel dependemos de la tibieza de esas palabras. Y a su tibieza nos aferramos y a su tibieza rezamos.

 

A través de la ventanilla, al fondo del asiento, Alondra ve pasar los árboles, un pedazo de cielo, los postes de la luz. Intuye que salió de la ciudad porque ya no ve ninguna casa y porque los ruidos del tráfico casi desaparecieron.           Sin tratar de levantarse, gira la cabeza hacia la izquierda y encuentra de lado la figura del esposo observando la carretera. La mano derecha de él descansa encima de la pierna de Alondra, la otra mano sujeta el volante con fuerza. El rostro de ambos delata gravedad: viajan a un lugar que no admite los retornos, donde la entereza consiste en despojarse de la ropa y entregar un cuerpo limpio: sin cicatrices ni besos ni lunares.

 

Alondra se deja ahogar por sus sentimientos: paladea la evasión. Recuerda: ya no tiene padres ni hermanos. Contempla sus piernas y comprende que desde ahora ya no tiene amigas. Cuando por última vez repasó las cláusulas del contrato no pudo más que sorprenderse: ella escribió todo, ella dispuso y ordenó. Sola, se entrega. Pero esa entrega le sabe a otra cosa: a una visión lejana, arrullada en las noches de insomnio y en el horror de la cama vacía. En lo más hondo, reconoce que esa entrega es el resultado de un talento y a ese talento se abandona.

 

“Todos estamos aquí para cumplir algo”, hace memoria mientras los ojos se le llenan de guerras perdidas, “mi destino está marcado desde antes: nadie escuchará mis palabras, nadie creerá en mis visiones. De alguna manera tengo que iluminar mis sueños”. Ir escondida en el auto no es más que el paso para lo que vendrá después. Solo se deja guiar por un ensayo de varios años, de aventuras que algún día utilizará para espolear la imaginación del esposo y verlo consumirse de celos.

 

El primer timbre del teléfono se mimetiza con facilidad entre los demás sonidos de la casa, se confunde con el ruido del noticiero. El segundo timbre despierta el interés de la familia, como si apenas alguien –algún extraño, algún intruso– tocara la puerta y pidiera permiso para entrar. Al tercer timbre, el esposo se levanta y camina hacia la sala. Cuando descuelga, una fuerza de cristales que se rompen corre por su brazo: fracasa ante el olvido, los vellos se le erizan y recibe de frente el aliento de la mañana. Él. Su cuerpo aún lo siente tibio. Debe colgar, está a punto.

 

El esposo voltea hacia la cocina, la familia sigue ahí. Las venas bombean demasiada sangre a su cerebro y a su corazón. Las piernas le tiemblan. Un dolor antiguo y placentero recorre su columna. Las manos le sudan. Aunque nadie lo ve, el esposo cubre el auricular con su mano izquierda, da la espalda a la familia. Con una voz que no se oye, como el llanto quedo de un animal herido que patalea y gruñe entre su propia sangre, el esposo contesta. Sí, en quince minutos volverá con Alondra. La esposa, intranquila, guarda un par de servilletas en un cajón.

 

Ciertas mañanas, de tanto peso, el silencio en el hotel se adhiere a los oídos de los hombres como el sonido entrecortado de un jadeo. Algo está a punto de suceder. Entonces, todas las camas se desarreglan y se va la luz. Entonces, las barbies se besan. Una toma la mano de otra y en el tronar de unos dedos, en el cerrar de unos ojos, en el succionar y en el morder, se cumple un antiguo oráculo: el recuerdo de un hombre, el final de ese recuerdo. Y un hombre que se va y un hombre que se queda. Algunas rozan el cuello de su compañera, otras descansan las manos encima de los hombros o alrededor de la cintura.

 

A base de esfuerzo y de constancia, las barbies espesan el aire, leen el trayecto de los caracoles y rastrean el movimiento de las estrellas. A la vez, transforman su beso en un augurio y el augurio en un credo: y un hombre que se va y un hombre que se queda. La vaguedad que envuelve sus días les concede volar a lo largo de las habitaciones y de los muebles, siempre de paso. Su única tarea es aguardar la siguiente predicción: la bienvenida o el adiós de un hombre.

 

Para ellas, la existencia es una manera de estar ilimitada, donde lo único cierto es la muerte. Porque ahí, todas las barbies están muertas. O desfallecidas.

 

Coro: Algunas veces ellos también nos han besado. Con los labios cerrados, con los labios abiertos, hasta lo más hondo de la lengua o del corazón. Somos barbies que giran, que caen, que se azotan. Barbies con la boca rellena de trapos, de vientre plano y sonrisa ancha, con ombligo redondo que salta de puro gusto, de puro espanto, de pura emoción.

 

“Este lugar es sagrado”, gemimos, pero nadie nos escucha.

 

Perdida en el asiento, Alondra observa el último árbol, el último trozo de cielo.

 

El esposo detiene el auto en la entrada, habla a través de una ventana con cristales de espejo, parece que habla consigo mismo. Ciento cuatro, vuelta a la izquierda, ciento seis, vuelta a la derecha. Solo hasta que la cortina se cierra y los protege en su penumbra de acero, Alondra sale. Es ella quien tiene la llave, habitación ciento ocho, quien empuja la puerta y abre. Es ella quien deja correr el agua caliente en el jacuzzi, quien destapa el champú y hace burbujas, quien ordena por teléfono un rastrillo y un aceite de bebé. Es ella quien prende la tele, quien limpia con su mano los espejos empañados, quien imita las poses y los gestos de las barbies que salen en la tele. Es ella quien proyecta su imagen y la imagen de la tele en los espejos limpios.

 

Alondra multiplicada, loca. El teléfono encima del buró.

 

En seguida percibe las voces: cientos de barbies viven en los otros cuartos, en este mismo cuarto han estado cientos de ellas. Entre murmullos, todas cuentan una historia parecida: el llegar, el desnudarse, el nunca más salir. Cuchicheos, risas entrecortadas. Estos cuartos se sostienen por sus secretos, por lo que aquí no sucede, por lo que aquí nadie vio.

 

La esposa dejó de preguntar si la quería cuando obtuvo por respuesta las siguientes preguntas: “¿por qué lo preguntas tanto?, ¿acaso eres tú la que ya no me quiere?” Ahora, la tensión es una cobija que envuelve cada uno de sus pasos, que guarda las palabras y permite estirar los minutos en un combate que reconoce perdido desde hace siglos. “No soy yo, no eres tú”, por las noches, la esposa habla al cuerpo que duerme en la cama, “es este maldito levantarse y acostarse, son las sábanas y el desayuno, las sillas y los cuadros. Este pasar los meses, este pasar los años”.

 

Ya no tiene medida: el teléfono suena a cualquier hora. Timbres largos, timbres cortos. Timbres, timbres, timbres. Fuera de sí, desesperada, la esposa prohíbe a los niños acercarse al teléfono. Cuando el esposo no contesta, el timbre hace un eco insoportable en las paredes y en el techo de la casa. Por las noches, la esposa sueña que una luna llena la vigila y la amonesta a través de la ventana, que esa luna le advierte de un peligro que ella ignora cómo descifrar. Durante el día (agobiada, desvelada), es ella quien contesta el teléfono, pero solo obtiene un largo silencio como respuesta. Como defensa, maldice a sus padres, a su educación, a los libros, a las películas. Todos ellos le crearon una imagen falsa del amor. Desprecia a los amantes pasados y a los amantes futuros, desprecia la fortuna y el tropiezo de sus creencias. Se desprecia a sí misma por no colgar el teléfono, por sostener en sus manos lo absurdo del amor.

 

En el hotel, las barbies vuelan por encima de la cama. No usan las manos. A veces las usan. Los hombres esparcen su ropa en el piso, se sumergen en la cama mientras las barbies revolotean. Luego, los hombres no pueden recrear lo que sintieron: ellas tejen un hilo invisible a su alrededor, succionan su voz, debilitan su garganta.

 

Las barbies tallan su cuerpo en las paredes, rasgan su blusa. Rozan su espalda en el techo, alaban al cielo. Naufragan en el fondo de los sillones, se pierden. Duermen, aletean. Duermen, lamen muy despacio el cuello de su amante. Paladean su olor a desaliento y su sabor a entierro. Ellas tampoco escribieron nombres falsos en la recepción de un hotel, solo acomodaron su vestido encima de una silla y vieron a un hombre en la regadera. Ellas tampoco están enamoradas: se han consagrado, desde hace siglos, a una especie de trampa.

 

Coro: Ellos pensaron que quizá era demasiado. Que quizá, al final de cuentas, no estábamos preparadas. ¿Están seguras?, interrogaron. Como respuesta, nosotras firmamos cada una de las hojas del contrato y sellamos el pacto con un beso. Ellos se abrazaron a nosotras, nos apretaron, se dejaron arrastrar por el movimiento de nuestra falda. Mansamente, de nuestros labios nació un líquido tibio, una conmoción de alas. Cuando nos separamos, nos miramos a los ojos sin saber qué hacer. Queríamos gritar de felicidad, queríamos abrazarnos, queríamos correr.

 

En esos momentos, el placer es un golpe que nubla los ojos y el entendimiento. Con el rastrillo en una de sus manos, el esposo deposita besos cortos a lo largo del sexo depilado de Alondra. Pero el sexo llora gotitas de sangre. Las piernas de Alondra también.

 

–¿Quieres venir? Tenemos una habitación disponible, especialmente pensada para ti: dulces y pasteles todo el día, internet y un cómodo sillón donde puedes tumbarte a leer sin que nadie te moleste… ¿Te gustaría? ¿Quieres venir?

 

A través del teléfono, la niña escucha una cálida voz de mujer, piensa que si su barbie hablara sería como esa voz: tan suave, tan acaramelada. Atenta, se deja guiar por el silencio que se pierde en el reposo de la casa: sus padres duermen, su hermano duerme, nadie notará su ausencia hasta el día siguiente. Con un movimiento de la cabeza, la niña dice que sí y cuelga el teléfono. Se talla los ojos para terminar de despertar. En seguida recuesta en la cama a su barbie, le da un beso en su cabello rubio, la arropa igual que su madre hace con ella y se despide. Sigilosa, baja la escalera. No se deshace de la bata ni de las pantuflas. Así, tan pequeña, es una sombra de cabello rizado que deambula por la casa. Por simple precaución, toma una galleta cuando pasa por la cocina, la guarda en la bolsa de su bata. Camina hasta la entrada y abre la puerta. Luego es cosa de un instante. Una luna terriblemente blanca es la única testigo: la niña es devorada por cientos de muñecas.

 

*De 9 tangos para Barbie y Ken (libro inédito)

 

*Fotografía: “Las revoluciones funcionan un tiempo, mientras son revolución, y después suelen fracasar” / Leo Morales/EL UNIVERSAL.

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