La barca en el grabado

Feb 7 • Lecturas, Miradas • 3372 Views • No hay comentarios en La barca en el grabado

 

 

POR PABLO MOLINET

 

Me llamo Hokusai es un libro angustioso, aterrado –y a momentos aterrador–; un libro de indefensión, de hombres arrollados por potencias fuera de su control: el padre, la violencia criminal, el cáncer; comienza con la imagen de un ahogado, y lo pueblan catástrofes nucleares, la cara atroz de la sexualidad, ejecuciones, luto, espectros y “miedo organizado, genocida, ejército arrancacabezas, intocable, madrugadas de plomo, impuesto, Todopoderoso miedo de mierda.”

 

Es, también, un libro de encaramientos: “Escúchame, no vuelvo a repetírtelo:”, demanda el padre pavoroso e imprescindible del primer poema, “le temes a lo que no conoces. Míralo bien. Si te da miedo, dibújalo. Pinta una ola tan grande como lo que temes.” Y, más adelante, el hijo declara: “Me enamoran las palabras de mi padre; me falta su disciplina. Me aterran las majestuosas olas de Kanagawa […]. Me reconozco a través de mis miedos […] Quizá me llamo Hokusai.”

 

Me llamo Hokusai fue escrito desde y para una época violenta que –como la ola colosal del grabado del artista aludido–, nos arrebata el piso firme bajo los pies. Hace una propuesta formal ajustada a los problemas humanos que aborda, y ese rasgo lo vuelve un genuino y relevante libro de poesía: “la belleza también es disciplina”, repite el niño del primer poema.

 

En una radicalización de la línea de dos de sus libros previos –El síndrome de Tourette (2010) y Heracles, doce trabajos (2012)­–, Christian Peña (1985) propone un texto torrencial –continuo, orgánico–, que se desliza sin esfuerzo aparente por una gama extensa de tonos y registros, de lo lírico a lo secamente descriptivo, de la fabulación ensimismada al “idioma encriptado” de los médicos, de lo factual a lo delirante. Los títulos de los poemas dan cuenta de una muy consciente apuesta formal: “I. La gran ola de Kanagawa pudo ser la ola que arrastró el cadáver de un marinero a las costas de Hawái en 1982 o la misma que sacudió un buque carguero zarpado de Hong Kong dejando a la deriva un contenedor con patitos de plástico para jugar en la bañera o la misma que temía pudiera ahogarme durante mis clases de natación.” O bien: “V. Me llamo Hokusai pero también me llamo Katsushika porque así se llama el pueblo donde nací y me llamo Litsu que significa El Viejo Loco por el Dibujo y me llaman loco porque dibujo leones y además me llamo Edward Lorenz quien formuló la teoría del efecto mariposa.”

 

Si bien en los cuerpos de texto Peña –leal a la claridad gramatical y sintáctica que lo acompaña hasta en sus aventuras más perturbadas–, se vale de una puntuación ortodoxa, estos largos títulos sin puntuar corresponden a una voluntad de “desenrollar” el aliento hasta su máxima extensión, de llevarlo hasta su límite. (Voluntad que guarda relación con dos respiraciones –o dos asfixias potenciales–, las del nadador y el fumador, figuras significativas del texto en su conjunto). El primer poema, en el que leo proclamas que atañen a todo el libro, asienta: “Un verso, un impulso, una brazada sólo es libre si se desencadena, si sale de la garganta hasta la mano y rompe ciclos y enfrenta corrientes feroces como las del Pacífico.”

 

Peña compuso largas tiradas de prosa que de súbito y sin previo aviso se demoran en versos y estrofas para después recuperar su velocidad y amplitud dominantes; estas variaciones le confieren al conjunto una notable flexibilidad y riqueza de tonos y alcances. Es difícil imaginarse este libro compuesto solamente por versos, difícil también pensar que alcanzara las mismas cotas expresivas si se abstuviera por entero de éstos.

 

Me llamo Hokusai no es lo que denominamos convencionalmente en México “poemario”, una colección de textos conducidos por un hilo temático y divididos en “secciones”, compartimientos estanco. Puede leerse como un solo poema dividido en cinco estaciones, como cinco poemas asombrosamente distinto e iguales a la vez, o como cinco textos híbridos, cuyo fraseo oscila entre lo lírico, lo narrativo y lo ensayístico.

 

Un texto impuro que, sin aspaviento vanguardista, se instala en dos presentes no necesariamente sintónicos, el de la realidad y el de la literatura; un libro que arrastra a su lector a un océano turbulento y contaminado en el cual “La Historia agita sus tijeras en la oscuridad, / así que todo acaba sin un brazo o una pierna.”

 

En el primer poema, un niño enfrenta, en una alberca, una vida entera de pánico a ahogarse en unas aguas turbulentas en cuyo horizonte, como en el grabado de Hokusai, se yergue el monte Fuji, traspuesto aquí a la figura amenazante y colosal del padre.

 

En el segundo poema, un enfermo de cáncer –que parece reflejar al mismo padre– explora el vínculo entre su enfermedad y la amenaza nuclear; descubre, también, que “Los hombres con bata blanca son sanguinarios. / El carnicero y el cirujano se hermanan”, que “El Hospital es un mar contaminado de agujas y desechos clínicos”, y que “A veces, con el televisor apagado, mi imagen reflejada en la pantalla es un espectáculo mórbido y terrorífico.”

 

En el tercero, un hombre ve que “un monstruo con forma de mujer / abunda en los cielos”, descubre y abraza la belleza horrorosa de los cefalópodos y asume con sangre fría la dimensión abismal y devoradora del amor carnal. Tal pareciera que el niño aterrado que tirita al borde de la alberca al principio del libro, ha crecido para arrojarse a las profundidades: “Me interno en aguas de Hokusai. La mano que toma el pincel y traza una línea es la misma que sujeta la pluma y escribe para que la hoja tiemble. […] Amor, este escalofrío estaba escrito desde antes de nosotros, de aquí a la totalidad del cosmos, hasta la próxima.”

 

En el cuarto poema del libro, un hombre convive con el espectro de su suegro recién enterrado, con el luto de su mujer, con los fantasmas de los masacrados en un país cuya sinécdoque será “[…] la carretera que lleva a Matehuala”, para descubrir una afinidad turbadora entre la muerte del prójimo y la amputación de un miembro, entre el fantasma del otro y el llamado “síndrome del miembro fantasma” que aqueja a quienes son amputados.

 

En el quinto, el enfermo de cáncer reaparece para declararse Hokusai en la locura, que es “algo cotidiano, caminar todos los días en un mundo flotante”, y también en la lujuriosa bestialidad de león que comparte con su padre; como si, de nuevo, el niño con los ojos irritados por el cloro hubiera crecido para verse de igual a igual con el padre inmenso del primer poema. Desde esa nueva postura vital, este ser-que-va-a-morir declara: “Me llamo Hokusai y son míos su nombre y sus acentos porque un nombre es la voz que lo pronuncia.” Advierto entonces que este libro contiene, entre otros varios secretos, el del crecimiento interior, la conquista de la madurez, como tránsito signado a la vez por el terror y la aceptación.

 

Un mecanismo compositivo eficaz es la ambigüedad de la primera persona, planteada desde el título del libro; ambigüedad que plantea un problema que no es convencionalmente “lírico” sino más bien propio de un texto narrativo: ¿quién habla en esos cinco textos? Estos personajes, ¿son producto de la locura de un viejo que dibuja leones –son el reflejo de uno solo que se hace llamar Hokusai–? ¿Son cinco épocas en la vida de uno solo?

 

No sé si puedan responderse definitivamente estas preguntas, pero en mi lectura esta indeterminación aumenta notablemente el calado del libro, pues sumerge al lector en un desasosiego que va más allá de los límites del texto y atañe a la inconsistencia de lo que entendemos por identidad personal.

 

Me llamo Hokusai es, como toda pieza de arte literario, una suma, una conjunción de ecos, reflejos, correspondencias subterráneas, luego entonces no se agota en esta visita brevísima; un lector de Peña advertirá además los asuntos recurrentes de sus cinco libros anteriores: el amor, el sexo, la locura, el padre, la enfermedad, la muerte.

 

Todo libro notable ofrece una explicación de la existencia misma de la literatura; en Me llamo Hokusai entiendo que, si el presente es una ola pavorosa, el texto literario es una de las barcas que –precarias, audaces– la desafían en “Bajo la ola en el confín de Kanagawa”, el grabado famoso de Katsushika Hokusai.

 

 

Christian Peña: Me llamo Hokusai, México, INBA/ICA/FCE, 2014. Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2014.

*Fotografía: La gran ola de Kanagawa, obra del pintor japonés Katsushika Hokusai / Crédito: Especial.

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