Redova de tres tiempos
POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ
En una cantina de la calle Bolívar dos borrachos cantan y lloran a moco tendido. Al otro lado de la ciudad, un mecánico suspira mientras sintoniza La Z. En Tampico, un maestro soldador tararea la que cree la canción más romántica de su existencia mientras que en la terminal de autobuses de La Piedad un hombre suspira cuando despide a su gordita en los andenes. Todas estas estampas tienen música de acompañamiento, una sola voz y un sentimiento que se ha apoderado de la sensibilidad de la provincia y de las principales ciudades del país, que la hace gritar y corear sus canciones, las más terrenales de la música norteña.
A golpe de cursilería, a Julión Álvarez le llueve en su milpita. Del jacalito en La Concordia, Chiapas, que lo vio nacer, a su paso como mesero en el malecón de Mazatlán, hace unos días logró su sueño de llenar el Auditorio Nacional. Entre la sierra chiapaneca y el coloso de Reforma hay un Julión de diferencia. No hay más que un estilo machacado y formado durante años como vocalista de la Banda MS, eso que busca todo plebe con hambre de fama y el embrión de un talento que promete, pues en la música de banda no se necesita de bel canto cuando se puede cantar como el Mimoso.
Que Julión Álvarez también tiene narcocorridos, como La Bazooka o Sin piedad. Sí. Pero también derrama miel con temas melosos y que han confirmado el desfalco de Espinoza Paz, anterior ídolo de la norteña romántica. Su estilo no desentona con la cromática de la banda sinaloense. Sus videoclips transmitidos en exclusiva por Banda Max abundan de mujeres bellas, con Julión como protagonista en una adolorida balada en el interior de un departamento de lujo, a bordo de un auto deportivo o en una finca serrana. Los músicos vestidos de amarillo huevo sirven de comparsas en una coreografía a cuatro tiempos y revisten la canción Terrenal, justificación norteña del acoso telefónico:
Pero solo soy un simple terrenal
que vive alucinado.
Eso de llamarte por las noches y colgar
se me sigue dando.
Su ascenso no se entiende sin los aparatos televisivos y sin el empujón que La Voz México da a los concursantes. Pero en estos espectáculos, las palmas se las llevan los couches: arrojan lágrimas desgarradísimas, se muerden los puños y reprimen un respingo antes de apachurrar el botón que le dará otra oportunidad al aspirante a luminaria. Uno de estos coaches es Julión. Asistimos cada domingo al parto de una estrella que llegó a este mundo a manos de una buena comadrona, sonriente a sus 31 años, no sabemos si tan carismático como Pedro Infante, pero de elegante porte y don de gentes. Ganarle a Ricky Martin en este reality show no fue cualquier logro y podemos estar orgullosos de este embajador de la su patria chica que demostró a los norteños que los chiapanecos también saben hacer escándalo.
Antes de esta nueva estrella de la música norteña, La Concordia era un pueblo perdido en la serranía de Chiapas. Pero a Julión nunca se le ha escuchado un modismo chiapaneco. Reprime la palabra chucho cuando habla de un perro y no pide una tu chela, sino una cheve. En Twitter escribe “disfrutando de un aguachile”, en lugar de “disfrutando un su aguachile”, y aunque se reprime de usar el vos tiene un modo nada fiero de cantar que derrite a las plebitas.
Hoy, no sabemos si Julión está incómodo. Quizá piensa que regó el tepache, que no debió asistir a la gira que el presidente hizo el 25 de marzo en su natal Chiapas… Para nada. Para él, a su manera, la música no entiende de política y acompaña a dos jóvenes mandatarios que viven el ápice de su carrera. Juega a la inocencia de la neutralidad política, pero se deja apapachar por el gobernador Manuel Velasco, miembro de un partido Verde al que le llueve una ola de multas por violar las leyes electorales. Julión no se mete en honduras y declara que siempre quiso saludar al presidente Peña Nieto, y lo saluda, y lo abraza. Pero no dice nada de Ayotzinapa, tampoco está obligado. Julión maneja su agenda y él decide a quién dedica sus canciones.
Pero congraciarse con el presidente sale caro en este país. Días después de su encuentro público con el presidente, el mitote llevó la noticia a la prensa de que Julión buscaba una diputación por su estado. Julión lo desmiente y dice que se debe a su público.
Los Tigres del Norte podrán cantar con Calle 13 o con Paulina Rubio, el Komander podrá retar a la autoridad con sus ripios fanfarrones y Joan Sebastian podrá llamar por enésima vez a la puerta de Maribel Guardia. El preferido del público es Julión Álvarez, chiapaneco como el tascalate pero con factura sinaloense. Los ídolos se bajan un escaloncito, se declaran terrenales y –no sabemos– quizá hasta votan por el PRI.
Puro Sinaloa, compa
Días antes de Semana Santa, Mazatlán es un hervidero de culichis maleducados. Se estacionan en doble fila sobre el malecón para tomarse una selfie frente al hotel Miramar, el mismo donde semanas antes las fuerzas federales detuvieron al Chapo Guzmán, líder del cártel de Sinaloa. Frente al monumento a los Monos bichis, un indigente pide cooperación para comprarse unas cervezas: “Acompléteme para el ochito. Vale 100, traigo 20”. En la playa más cercana del hotel Cid, la clika sale a echar la cheve y grita a todo pulmón las melodías que toca la tambora que mandaron traer en una pulmonía. Le cargan la guasa al gordito buchomo: ¿A ti te parieron o te tejieron? Todos a una voz preguntan “¿Dónde hay baile?”, pero antes de eso se recargan la barriga de tacos gobernador y unos mariscos del Torito.
El sinaloense gusta del escándalo y frente al antro Valentino tres amigas circulan en un auto descapotable como sus escotes y demuestran que aquí no hay desnutrición. El sinaloense quema llanta con la conciencia de que el asfaltado lo paga la abundancia. El sinaloense gusta retar a la muerte y canta a grito pelado Bala perdida, casi un himno en algunos círculos de la industria local del narcotráfico, porque aquí todo se canta, y si se llora se hace cantando.
Para muchos músicos del género norteño, en el que se incluye la tambora, el pasito duranguense, el fara fara, tecno cumbias y la onda grupera, la fama es un azul celeste de redovas, pisto y tentaciones. Por esta escena han desfilado personajes que conjugan talento y desgracia: desde Chalino Sánchez y su versión del Nocturno a Rosario, Valentín Elizalde y su voz adiestrada con gárgaras de pinacates, hasta Sergio Vega que cantaba en lengua yoreme para contento de los antropólogos y de los chairos cansados de Manu Chao. A todos ellos los ha perseguido la desgracia.
Sinaloa, tierra de gente bronca, confesó alguna vez el presidente Adolfo López Mateos, de visita por esas tierras. En una de sus crónicas, Renato Leduc relata la afición de los sinaloenses para darle gusto al dedo. Cito de memoria: Antes durante el carnaval daban permiso hasta de dos muertitos. Al tercero se suspendía. Pero estas apreciaciones pueden también ser injustas para una tierra en la que la lírica es parte de su repertorio musical. Desde Gilberto Owen a Ferrusquilla. Pero el sinaloense también sabe reír. Los pajaros, Elvis Pérez, El Pávido Návido son portento de la picaresca de esta tierra, sin olvidar la voz arrecha de Lola Beltrán, Lucilalola, como la llamó el poeta Abigael Bohórquez. Siempre se agradece una canción de Lola la grande.
Sería una ingratitud no reconocer las coplas y la narrativa de la música norteña. Con sus tubas y sus bajo-sextos ha motivado y revestido cantidad de historias recogidas por la literatura nacional: Idos de la mente de Luis Humberto Crosthwaite, La casa que arde de noche, de Ricardo Garibay, los cuentos de Eduardo Antonio Parra o cualquiera de la novela revolucionaria de Mariano Azuela o Rafael F. Muñoz.
Las ondas hertzianas sacaron a la tambora sinaloense de su rancho de Guasave y Mocorito. Hoy, los grupos de esta tierra hacen giras por otras tierras. En Colombia, a las cadenas de tiendas del Chino Ley se suman las bandas que con tuba y hartas trompetas han colonizado los gustos de los antioquieños.
La música norteña abraza con la fuerza del desierto y desprecia con los cañonazos de la maldición, malquerencia de los tiempos que ya fueron. Se mantiene en la cultura colectiva con la voz aguardentosa de Valentín Elizalde, la línea campirana de Joan Sebastian y la fanfarronería del Komander. Para todos hay.
La hermenéutica de los chirrines
Antes de la llegada de los polkos vivíamos en la tiranía del jarabe y el fandango. Si algo le debemos a la invasión norteamericana es la entrada del conjunto de redova: bajo sexto y acordeón que se puede aderezar con una percusión de tarola o el ritmo del contrabajo. Los subgéneros llegaron con la modernidad y la baraja es amplia. Desde la tecno-cumbia de Selena y Mi banda El Mexicano a la redova clásica de Los Alegres de Terán, Los Relámpagos del Norte, y los más recientes como Intocable, Vagón Chicano y Rieleros del Norte, todos vienen de esa vena que trajeron las tropas norteamericanas y que en un desliz con la china poblana y el chotis del teatro de revista concibieron como prueba de su amor uno de los géneros más vívidos, broncudos y chillones de la música mexicana.
No todo es contrabando y traición. Hay espacio para el calambur y los corridos épicos a la usanza de los romances españoles. Los dos amigos, de Los Cadetes de Linares, El alazán y el rosillo, con Antonio Aguilar o El corrido de Cananea con El Charro Avitia juegan a que Orlando Furioso les tira paro desde su troca y que El Cid campeador recorre Mapimí.
Ya una melodía tomada a la inventiva cubana se había convertido en música de fondo para el magnicidio. Con los compases de La Culebra, original de Benny Moré, corrieron los últimos acordes que Luis Donaldo Colosio escuchó entre sus aperos de candidato presidencial. Los idus de marzo se cumplían al ritmo de la Banda Machos.
Hace algunos años, el subgénero del pasito duranguense fue el dolor de cabeza para los músicos de banda. Pero la competencia es buena y las olas se aplacaron. Ese ritmo que hacía delirar y soltar pasos como perico en colchón a las multitudes de chúntaros ha dejado paso al narcocorrido, que siempre estuvo pero que en el sexenio de Calderón se convirtió en el grito de batalla de los que nada tienen y con poquito se marean.
La canción norteña se hace y se renueva. Es romántica porque Chalino Sánchez canta coplas de Manuel Acuña. Es nicaragüense porque K-Paz de la Sierra procura olvidarte con letras de Hernaldo Zúñiga. Es californiana porque Calor norteño tiene el sentimiento de los Black Eyed Peas. Vive en modo Colombia porque La Arrolladora Banda El Limón cantará un vallenato si tu amor no vuelve. La música norteña es también punk rocker porque Juan Cirerol coverea en el Vive Latino canciones de Joan Sebastian y Los Mier. Y la plebada aplaude.
Mientras el resto del país, la clase media bien pensada, critica estas coplas campiranas y rancherotas, una pareja se enamora en una playa de La Paz con la música romántica de Pancho Barraza. Cursi, como quieran, pero como dijo Bioy Casares: las cursilerías, cuando son humildes tienen todo el gobierno del corazón.
*La música norteña abraza con la fuerza del desierto y desprecia con los cañonazos de la maldición / Foto: Federico Gama