A través de la noche

Mar 6 • Ficciones • 1357 Views • No hay comentarios en A través de la noche

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Este relato pertenece a la antología El lugar del agua. Palabras para Ayutla, que reúne 21 textos de escritores de todo el continente sobre la problemática de acceso al agua que se vive en San Pedro y San Juan Ayutla Mixe, en Oaxaca. El libro completo, publicado por editorial Yagular, está disponible en esta liga electrónica.

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POR CLAUDIA HERNÁNDEZ
El agua no era problema cuando empezamos a poblar este lugar. A pesar de que los expertos advertían que no era de la mejor calidad, vivíamos tranquilos porque corría abundante cuando uno abría el grifo y porque, además, era barata. Se podía vaciar y llenar la piscina del jardín dos veces al día sin que ello incrementara un solo centavo en la factura mensual. Por supuesto, nadie lo hacía, no por falta de voluntad, sino por falta de piscina y de jardín capaz de albergar una. Las casas del complejo habitacional apenas tenían un patio tan pequeño que servía solo para tender por partes la ropa y para no enloquecer entre las angostas paredes. Eran paraísos con sala-comedor, una cocina diminuta y dos habitaciones mínimas, ideales para quienes, como nosotros, trabajaban en la ciudad o pasaban el día entero en ella y nada más las usaban para dormir y guardar unas pocas prendas.

 

A los que vinieron cuando la segunda etapa fue construida no les parecían tan adecuadas. Como tenían familia, les molestaba que la sala-comedor no permitiera recibir a todos los amigos que querían invitar ni hacer fiestas. Odiaban que el reducido espacio de la cocina no permitiera preparar lo que ellos llamaban comida de verdad y detestaban que las paredes fueran tan delgadas que se pudiera escuchar la conversación que era sostenida en la casa de al lado y que las calles fueran tan estrechas que se pudiera conocer la vida interior de los vecinos sin siquiera desearlo. Actuaban como si no hubieran visto las casas antes de comprarlas o no hubieran leído las especificaciones que el constructor detalló en el panfleto que nos entregaron cuando las promovían. Era obvio que se trataba un lugar de paso para solteros, no un sitio para criar hijos o sembrar hortalizas. Igual, ellos querían presentar una queja formal contra el constructor. Y querían que nosotros los apoyáramos.

 

Por supuesto, no estuvimos de acuerdo. Nosotros nos sentíamos bien como estábamos: los espacios tenían las dimensiones que nos venían bien, el ancho de las calles no nos molestaba y el grosor de las paredes nos ayudaba, de alguna manera, a no sentirnos demasiado solos. A veces conversábamos de lado a lado con el vecino o recibíamos disfrute colateral de la compañía que estuviera recibiendo en su habitación sin tener que pagar por ella. Sin necesidad de ser amigos, llegamos a tener una especie de intimidad que no estábamos dispuestos a sacrificar por cumplir los caprichos de los recién llegados. Hasta que sucedió lo del agua.

 

La compañía que la servía dijo que el acuerdo al que llegó con el constructor había terminado. Podíamos revisar el contrato si queríamos. Su parte estaba cumplida. No había cláusula que la obligara con nosotros y no tenía interés en seguir abasteciéndonos. No era buen negocio desde que la segunda etapa había sido habitada y lo era mucho menos desde que la tercera había empezado a recibir moradores, todos entrados en años. Suponía que ella invirtiera una cantidad de recursos que no les reportarían beneficios. No podíamos pedirle más que orientación.

 

Nos facilitaron la tarjeta de una empresa que se encargaba de acercar agua a las comunidades. La vendían por toneles. Resultaba un tanto incómodo movilizarlos hasta el interior de las viviendas al principio, pero le encontraríamos el truco o, en el peor de los casos, nos acostumbraríamos a utilizar cada vez menos. Siendo cuidadosos, con un par tendríamos para pasar un rato. Por su experiencia, nos recomendaban comprar por aparte la que deseáramos beber: hervir la que ellos vendían terminaba fastidiando a la gente y tomando demasiado tiempo, sobre todo porque nuestras cocinas eran demasiado pequeñas.

 

Presentamos la demanda al constructor esa misma semana. No procedió porque su abogado demostró que no había habido fraude: el tema del agua no estaba considerado en el contrato ni siquiera de forma implícita. Tampoco figuraba en los panfletos promocionales. Lamentaba que hubiéramos dado por sentado que contaríamos con ella, pero no podía permitir que responsabilizáramos a su cliente por eso. En todo caso, debíamos estarle agradecidos, no solo porque el servicio que habíamos recibido antes había sido cortesía suya, sino porque, como un gesto de buena voluntad, ofrecía perforar un pozo en el área verde comunal para aliviar nuestra situación. Solo nos pedía que nos pusiéramos de acuerdo y presentáramos una petición firmada. Si alguno de los propietarios de las tres etapas no consentía, él quedaría imposibilitado para actuar. Y, claro, para cobrar por el trabajo adicional. Pagado entre todos, el monto resultaría casi risible.

 

Tanto los de la segunda etapa como nosotros nos negamos a aceptar algo como eso. Nos parecía una burla, un insulto. Pero los ancianos de la tercera querían conciliar con el constructor. Por absurdo que resultara. Mientras el asunto se resolvía en otra instancia, nosotros seguíamos levantándonos a mitad del sueño para recibir los toneles del agua. La empresa no podía ofrecernos otro horario. Nuestro complejo habitacional quedaba fuera de la ruta que ellos trabajaban y no podían dejar a sus clientes habituales (y cercanos) por nosotros. Venían hasta acá debido al pesar que sentían por nuestra situación. Y también porque pagábamos un cargo extra por el favor. No perdían con nosotros. Pero les intrigaba saber por qué los ancianos no volvieron a comprarles tras la primera semana.

 

Durante un tiempo supusieron, debido al peso de los toneles y a la falta de personal para ayudarles a entrar, que habían estado racionándola. Era fácil imaginar que podían bañarse de pies a cabeza usando solo el agua que cabía en un vaso. Pero, hasta tomando medidas extremas, alguna vez necesitarían volver a comprar. Sabían que no se habían aliado con otra empresa porque ninguna quería venir hasta acá. Nos preguntaron si, acaso, sus hijos o sus nietos llegaban durante la semana a abastecerlos.

 

No supimos responder. De hecho, ni siquiera habíamos notado que, en efecto, jamás salían a comprar agua. Consideramos preguntarles, pero optamos por espiarlos. Así, si habían llegado a algún acuerdo con el constructor, podíamos utilizar el hecho como prueba de que él aceptaba su responsabilidad en el caso.

 

 

Por varias semanas, no pudimos averiguar mayor cosa. Sus movimientos eran los de todos los días. Ninguno daba señales de estar tomando parte en un complot. Caminaban a su propia velocidad y saludaban con gestos amables. A ninguno se le veía la piel deshidratada como para pensar que tan solo estaban absteniéndose del agua. Pero, si uno se fijaba bien, sus dientes habían comenzado a cambiar. Parecían haber sido teñidos de un rosa muy claro.

 

Pensamos usar el color como excusa para entrar a sus casas. Iríamos a visitarlos para preguntar si se sentían bien. Diríamos que los habíamos visto desmejorar en los últimos días, moverse con dificultades. En cuanto fueran a la cocina para traernos algo de beber, echaríamos un vistazo a la parte trasera de sus casas y descubriríamos las pruebas de su trato con el constructor. Supondríamos que tendrían cisternas que ocuparían el patio entero. Pero nada de eso había en sus casas. Tampoco había señales de que hubiera habido una nueva instalación de tuberías en su área. Entonces les preguntamos de dónde estaban sacando el agua y ellos nos hablaron de un río que no quedaba demasiado lejos de ahí.

 

Cuando el constructor ofreció construir un pozo, dedujeron que habría una fuente de agua cerca y se lanzaron, con paso lento, a buscarla a través de la noche. A diferencia de nosotros, tenían el tiempo entero a disposición y carecían de dinero para comprar la que venían a entregarnos a la puerta. Sus pensiones apenas daban para pagar la mensualidad de las casas y comprar algo de comida, así que ocupaban la ruta para distraerse un poco también.

 

No tuvieron reparos en decirnos cómo llegar hasta lo que llamaron un río. Les habría gustado acompañarnos, pero sabían que su velocidad y la nuestra no coincidirían: ellos terminarían fatigados; nosotros, desesperados. Era mejor que fuéramos por nuestra cuenta. Podíamos nada más cerrar los ojos y dejarnos llevar hasta escuchar el sonido del agua o, si lo preferíamos, seguir la ruta de las bayas, como hacían ellos para ir y volver. Era más olorosa y podíamos comer todas las que quisiéramos. El rosa de los dientes desaparecía al lavárselos. A ellos les quedaba porque las comían también durante el camino de regreso. Sentían que les daban fuerza.

 

A nosotros el río nos pareció más bien un arroyo. El agua se veía sucia y olía tan mal que, aunque ellos juraban que sabía dulce, no la habríamos probado. De todas maneras, les dimos las gracias por habérnoslo señalado. En adelante, cada cierto tiempo, uno de nosotros pagaba por un tonel de agua para ellos y se ofrecía para entrarlo a su casa. Ellos agradecían, pero lo usaban solo para limpiar sus dientes cuando volvían del río. Y, a veces, para lavar los platos.

 

FOTO: Portada de Palabras para Ayutla./ Editorial Yagular.

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