Lo que dicen los abrazos
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El escritor portugués José Luís Peixoto hace una valoración del contacto físico, la cercanía en sí misma, son necesidades humanas que no pueden olvidarse ni negarse. Vale la pena recordarlo sobre todo hoy que la lejanía está presente
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POR JOSÉ LUÍS PEIXOTO
Autor de Cementerio de pianos (Ediciones Arlequín, 2006)
Juntar las puntas de los hombros y dar algunas palmaditas en la espalda no es un abrazo. Escribir “abrazo” al final de un mail tampoco es un abrazo. Independientemente del desarrollo social y tecnológico, un abrazo sigue siendo dos personas que se aproximan y se estrechan una a la otra.
Esos jóvenes que aparecen con letreros ofreciendo abrazos gratis en los festivales de verano tienen su gracia, y tal vez tengan buenas intenciones, sin embargo, crean una publicidad engañosa. No son los abrazos los que provocan los vínculos, son los vínculos los que provocan los abrazos. Un abrazo no es sólo dos personas que se aproximan y se estrechan una a la otra.
Un abrazo tiene mucha importancia.
Cuando era niño, tendría tal vez unos nueve o diez años, mi padre me dio un abrazo en la cocina de nuestra casa. Era de madrugada, porque en aquella época era a esa hora que se salía de mi pueblo para ir a Lisboa. Mi padre tenía programada una cirugía en el hospital, vestía ropa nueva y tenía miedo. Mientras me abrazaba, mi padre lloró porque por un momento creyó que no me vería nunca más. Los brazos de mi padre me pasaban por los hombros, mi cabeza se apoyaba en su estómago, sobre el suéter. La lámpara que teníamos encendida, por encima de la cabeza, irradiaba una luz que tornaba amarillo todo lo que tocaba: la mesa donde cenábamos todos los días, el aire que ahí respiramos en tantas horas anteriores a esa hora, en tantas horas ignorantes de esa hora. Mi padre usaba una loción de afeitar nauseabunda, barata, que alguien le había regalado en Navidad. Justo ahora, logro sentir todavía ese olor con una nitidez absoluta.
La cirugía salió bien. Luego del susto, luego de la convalecencia, mi padre regresó a casa con una gruesa y púrpura cicatriz en el estómago, quedaba al descubierto cuando la camisa se le salía de los pantalones; o en la playa, a pesar de que usaba los shorts extremamente ajustados hacia arriba. Después de esto, tuvimos derecho a nueve años en los que no volvimos a pensar en despedidas.
Durante mucho tiempo busqué en toda mi memoria: los recuerdos de cuando regresó de la cirugía, y después, de cuando teníamos la misma estatura, y después, de cuando cayó enfermo por última vez. Pero abandoné las indagaciones, no logro recordar otra ocasión en la que nos hayamos vuelto a abrazar. Aquella madrugada en la cocina, la luz amarilla, la loción de afeitar, fue la única vez que nos abrazamos en la vida.
No afirmo con ligereza que un abrazo tiene mucha importancia. Desde hace quince años escribo libros únicamente sobre aquel abrazo.
Traducción: Diana Alcaraz
FOTO: Prexels
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