La mano invisible del mercado
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Para Adam Smith, al producir más riqueza, ésta se distribuye de la mejor manera posible entre toda la sociedad, un proceso guiado por un agente inconsciente de optimización económica
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POR RAÚL ROJAS
Muchos economistas ubican el origen de su especialidad en la publicación en 1776 de La riqueza de las naciones, la obra cumbre del erudito escocés Adam Smith (1723-1790). Como de costumbre, se adelantaron los griegos, quienes fueron los que acuñaron la palabra economía (de oikos, hogar, y nemein, administración). La oikonomia era en aquel entonces el arte de la gestión de las propias circunstancias materiales, en el marco de pequeñas unidades productivas y sin considerar todavía la interacción social o el comercio. Sin embargo, para los griegos y muchos filósofos después de ellos, el objetivo de la economía no era crear riqueza por la riqueza, sino alcanzar una vida plena: confortable en cuanto a su calidad y buena en cuanto a sus implicaciones éticas. La economía era, en sus orígenes, una rama especial del análisis de conductas beneficiosas para la sociedad.
Aunque Adam Smith también comenzó su carrera escribiendo sobre problemas éticos, en La riqueza se desentiende de casi todo eso para mejor analizar el proceso de generación y distribución de la riqueza. Para Smith, el motor de la creación del mundo mercantil es el interés individual de los participantes en el proceso productivo. No habría nada criticable en la obsesión capitalista por maximizar las ganancias. Al producir más y más riqueza, ésta se distribuye de la mejor manera posible entre toda la sociedad, un proceso guiado por la “mano invisible” del mercado, la que actúa como agente inconsciente de optimización económica. Los cinco volúmenes de La riqueza, organizados en dos tomos, representan el primer análisis estructural global de la producción capitalista, además de que fueron escritos al calor de la primera revolución industrial. La riqueza de las naciones fue en un tiempo la segunda obra más citada en las ciencias sociales, después de Das Kapital, de Karl Marx.
De entrada, desde el primer párrafo de su obra, Smith define el concepto de riqueza como “el trabajo anual de cada nación, que provee todas las necesidades y productos que consume anualmente”. Es decir, la riqueza no se circunscribe por ello al resultado y volumen de la producción agrícola, como aún argumentaban los fisiócratas franceses. Tampoco consiste en la cantidad de metales preciosos que el comercio permite acumular, como ambicionaban los mercantilistas. El trabajo humano es lo que en última instancia les da forma a todos los productos, ya sean manufactureros o agrícolas. La naturaleza es sólo un escenario virgen que el trabajo transforma, creando todas las mercancías, así como el escultor extrae de una piedra una escultura. Aquellas naciones que pueden disponer de más trabajo, son, en última instancia, las más ricas.
Para Smith, los humanos poseemos una tendencia innata “al trueque e intercambio de una cosa por otra”. Esa predisposición se deriva del lenguaje y la razón, por lo cual no observamos el comercio entre los animales. Esa propensión al comercio conduce directamente a la división del trabajo, a muchos niveles: en el individual, una persona se puede especializar en un solo oficio; al nivel de regiones, éstas pueden dedicarse al tipo de actividades que más beneficios les reportan. La división del trabajo en la fábrica conduce a organizar el proceso productivo como un flujo de partes y materiales de trabajador a trabajador, lo que produce un incremento enorme de su capacidad productiva colectiva, aunque ahora cada trabajador se limite a realizar una actividad muy simple y brutalmente repetitiva. Sólo la extensión del mercado limita los alcances de la división del trabajo. Por eso, aunque cada productor sólo persigue su interés particular y la máxima ganancia, es la confrontación entre la oferta y la demanda la que produce las correcciones necesarias para distribuir el capital de tal manera que se produzca el equilibrio económico.
Con todo esto, ya desde las primeras páginas de la La riqueza de las naciones encontramos dos de las ideas centrales del liberalismo clásico: a) la importancia del interés individual como motor de la producción y b) la regulación inconsciente, pero automática, de esos intereses a través de los mecanismos de mercado.
La siguiente idea importante en La riqueza es la formulación de lo que después se llamaría una “teoría del valor”. Adam Smith distingue dos tipos de precios: el “real” se determina por el “trabajo de adquirir” las cosas, ya que “el trabajo fue el dinero original que se pagó por todo”. Sin embargo, es muy difícil estimar el tiempo de trabajo que requiere la producción de cada mercancía, más aún si se intercambia por dinero. El precio en el mercado, estimado en plata, oro o alguna otra moneda, es el precio “nominal” de las cosas. Ese puede variar, y de hecho lo hace constantemente, ya sea porque el precio mismo de los metales preciosos cambie, o por las condiciones del mercado. En épocas de escasez, el precio nominal puede cambiar sin que la cantidad de trabajo plasmada en el producto haya variado. Por eso el precio nominal y real no necesariamente coinciden.
Esta simple distinción entre el valor real, medido por el tiempo de trabajo, y el precio nominal en el mercado, desató una larga discusión de más de un siglo acerca de cómo medir el valor real de las mercancías. Los precios nominales son como un telón que oculta la realidad de lo que ocurre en el escenario económico. Remover ese velo implica, o bien encontrar una mercancía imperturbable en su valor, independientemente de los vaivenes del mercado (la llamada “mercancía patrón”), o bien encontrar la regla de transformación del valor real en el valor nominal (el famoso problema de la transformación de valores en precios, formulado por Marx). Han corrido ríos de tinta sobre la mercancía patrón y sobre el problema de la transformación. Ambos quedaron fuera del alcance del análisis de Smith, pero les interesaron a los economistas que vinieron posteriormente.
Smith plantea en La riqueza que la economía tiende hacia un estado de equilibrio a través del mercado. Acepta que los precios de las mercancías oscilan de acuerdo a la situación coyuntural, pero se mueven alrededor de sus precios reales o “naturales”. Lo mismo ocurre en el caso de la ganancia, que oscila alrededor de un porcentaje “natural” de ganancias, y así sucede también con los salarios, que deben garantizar la subsistencia y reproducción de los trabajadores, es decir, el poder mantener una familia. A pesar entonces de que pudiera parecer que en cualquier momento particular la economía se halla en desequilibrio, sus oscilaciones alrededor de los parámetros naturales es una forma de equilibrio que hoy llamaríamos dinámico, como el de un trompo que al girar se puede balancear sobre un solo punto, aunque se incline (y hay un artista que hizo una escultura así en honor a Adam Smith). Lo importante es que al trompo no se le acabe el entusiasmo.
Sin embargo, en La riqueza Smith no explica cómo se determina la tasa de ganancia natural, eso es un parámetro que asume como dado. Partiendo de esa tasa natural, Smith piensa que el precio de cualquier producto se puede descomponer en tres componentes: los salarios, la ganancia y la renta de la tierra. Obviamente se requiere utilizar máquinas, herramientas y otros insumos que se desgastan o consumen durante la producción, pero el precio de todos ellos se puede reducir también a salarios, ganancia y renta, así que siguiendo la cadena todo lo que se utiliza para la producción es reducible a esa tricotomía. Claro que en el mundo moderno no se hace así: en las llamadas cuentas nacionales de cada país se consideran los pagos a los llamados “factores de la producción” (obreros, inversionistas y terratenientes), pero se lleva un registro contable de lo ya invertido en la planta productiva, en insumos y su amortización anual. Es lo que aprendemos a hacer con los llamados modelos de insumo-producto, los que forman una parte esencial del arsenal teórico de los macroeconomistas.
En su época La riqueza de las naciones produjo gran interés. La primera edición se agotó en sólo seis meses y comenzó a incidir de inmediato en las discusiones de políticas públicas. Y es que la obra aborda todos los temas que son importantes para una economía capitalista: además de los ya mencionados, la cuestión del dinero y su recirculación en el sistema bancario a través del crédito, y, muy importante, el papel de los impuestos para las finanzas públicas. El interés financiero no es más que una parte de la ganancia, ya que el crédito se transforma en una inversión productiva.
Sin embargo, hay que distinguir entre el dinero gastado en trabajo productivo y el gastado en trabajo improductivo. Si se gasta en la fábrica y se incorpora al valor del producto, es productivo. Si es gasto suntuario (en criados, por ejemplo) ese trabajo es improductivo. Esta distinción también la haría después Marx, lo que en los años 60 llevó a los intelectuales socialistas a una crisis de conciencia. Y es que dada esta definición ¿qué tan productivo es un profesor universitario?, ¿un profesor de ética? Esta distinción no es tan inocente como parecería. Para los fisiócratas franceses sólo la agricultura era productiva, ya que sólo la tierra acrecienta sus insumos de origen, un incremento de la riqueza que es evidente. Además, haciendo la misma reducción que Adam Smith planteaba en términos de trabajo, pero ahora en términos materiales, resulta cierto que todo lo materialmente consumible viene de la tierra. Según los fisiócratas, todas las demás clases (los trabajadores no agrícolas y los capitalistas manufactureros) serían improductivas, ya que sólo modifican la forma de los productos de la tierra, pero sin agregarle
materia.
El libro V de La riqueza culmina la obra con una consideración de los ingresos y gastos públicos, como el costo de la educación. Smith escribe extensamente sobre los diferentes tipos de impuestos y la deuda nacional. El capítulo debe haber tenido un gran impacto porque Adam Smith fue nombrado comisionado de aduanas en Escocia, sólo dos años después de haber publicado su obra. Después de 1776, Smith ya no produjo nada especialmente importante y pudo gozar su fama y sus cómodos ingresos al frente de las aduanas.
Muy importante en La riqueza son todas las lanzas que rompe Smith a favor del librecambismo internacional. El escocés es un free trader y argumenta, una y otra vez, que la intervención pública a favor de ciertos sectores o de impuestos proteccionistas termina dañando al país que los implementa. Los capitalistas son “ciudadanos del mundo” y el capital se desplaza de un país al otro en busca de la máxima ganancia. El intercambio a través de fronteras no es más que la expresión máxima de la tendencia humana a comerciar. El gobierno debe abstenerse de obstaculizar la producción y crecimiento de la economía.
A la distancia ya de siglos, podemos constatar que Smith realiza un análisis cualitativo muy amplio del capitalismo europeo, pero sin proponer ningún modelo cuantitativo. Eso sería obra de economistas como John Maynard Keynes, quien se propone entrelazar la producción, el empleo, el dinero y la tasa de interés en el modelo macroeconómico que formula en la Teoría General. Pero para ello habría que esperar casi 150 años más.
FOTO: Retrato del economista y filósofo escocés Adam Smith/ Especial
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