Adiós al último lector

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POR LEONARDO TARIFEÑO

@leotarif

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Como enseñan las novelas policiales, lo más difícil no es cometer un crimen sino borrar las huellas”, le escuché decir a Ricardo Piglia en algún momento de los años 90, durante una de sus ya legendarias clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Años después, en la que por entonces era la casa central de la editorial Sudamericana, recuerdo que en el despacho del editor Luis Chitarroni volvió a esa imagen. “El escritor está en un cuarto cerrado, entre sombras, sin testigos, nadie sabe exactamente qué hace ahí –le oí contar–. Es la escena de un crimen. Pero, ¿quién llega a investigar? La policía no, porque representa al Estado y la literatura es una sociedad sin Estado. En este caso, el detective es el crítico. Aquel que sigue las huellas y descifra el enigma”.

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Podría pensarse que el autor de Los diarios de Emilio Renzi regresaba una y otra vez a (la idea de) la escena del crimen porque allí podía situarse en el doble rol de escritor-autor y crítico-investigador, en definitiva las dos piezas complementarias que definen el puzzle de su posición ante la literatura. En su clásico relato “Homenaje a Roberto Arlt” (1975, reunido en Nombre falso), la aparición de un hallazgo bibliográfico convierte a la ficción en un efecto narrativo de la crítica.

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En Respiración artificial (1980), su celebrada primera novela, la trama avanza bajo la forma de un debate literario. Y en Plata quemada (1997), la anécdota reconstruye el caso real de un robo y sostiene el resto de la narración en un cuarto cerrado, el tipo de espacio que un escritor necesita para contar sus historias. Crimen, literatura e investigación se entrelazan en su obra y estallan en la lectura, esa pasión que interpretó como la experiencia vital más intensa y la clave indispensable para entender la realidad.

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De formación marxista, Ricardo Piglia convivió durante sus primeros años creativos con la intolerancia del realismo socialista, la persecución ideológica de los gobiernos militares argentinos y la decepción intelectual de una Revolución Cubana que fracasaba como alternativa cultural y política al imperialismo soviético. En 1967, su primer libro de cuentos (La invasión, editado como Jaulario) obtuvo una mención especial en el VII concurso Casa de las Américas, pero él se empeñó en evitar el contacto con La Habana para no involucrarse con la lógica pro-URSS de la isla ni con la visión de la literatura latinoamericana que por esos años se estimulaba desde Cuba. Piglia entendía que la literatura argentina no podía pensarse sin Jorge Luis Borges, Roberto Arlt y Macedonio Fernández, tres autores que la ortodoxia izquierdista de la época desdeñaba por anglófilos (Borges), místicos (Arlt) o experimentales (Macedonio). Su lectura de William Faulkner no coincidía con la que difundían los autores del “realismo mágico”, con Gabriel García Márquez a la cabeza. Y en sus intervenciones críticas citaba a Walter Benjamin o el formalista ruso Yuri Tiniánov para demostrar que la literatura podía ser más diversa y estimulante de lo que pretendían tanto la postura del “compromiso” político del escritor como el incipiente marketing de lo exótico que se instalaba a través del “boom”. Tal como muy posteriormente demostraría en Formas breves (1999) y El último lector (2005), su concepción de la influencia del escritor en la sociedad nunca se apoyó en la participación política ni en la narración de historias de acento social, sino en la construcción de modos de leer. “La crítica válida es aquella que, dedicada a la literatura, genera un concepto que puede ser usado fuera de allí –explica en la “Conversación en Princeton” recogida en Crítica y ficción (2001) y La forma inicial (2015)–. Esos son los críticos que a mí me interesan, es decir, que uno lee sobre literatura leyéndolos, y sólo sobre literatura; pero lo que dicen sobre literatura construye un concepto que puede ser usado para leer funcionamientos sociales, modos del lenguaje, estructura de las relaciones”. Escribir, para Piglia, fue un modo de leer. Y, a su manera, coincide con Borges en entender la ficción como una teoría de la lectura. “No hay, a la vez, nada más real ni nada más ilusorio que el acto de leer”, señala en El último lector. Pensar la literatura es tan decisivo como pensar la Revolución.

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A Piglia le atraían especialmente los autores que, en su opinión, descubrían o generaban nuevos modos de leer. Kafka, que escribe un diario (como su alter ego, Emilio Renzi) para entender lo que vive. Borges, que encarna al lector perdido en una biblioteca sin fin, donde siempre hay un libro extraviado o un texto mítico e inalcanzable. Onetti, maestro del secreto que se desplaza en microhistorias sin resolverse jamás. Poe, que transforma al detective en un intelectual. Joyce, cuyo Ulises anticipa la lectura en red, llena de interrupciones y desviaciones. Como Borges, dirigió una colección de novelas policiales, género en el que veía a la gran narrativa realista que la crítica de izquierdas se obstinaba en negar. La consolidación del materialismo en un mundo en el que se traiciona y mata por dinero aparece en las novelas hard-boiled como el escenario en el que los detectives Philip Marlowe o Sam Spade llevan adelante su heroísmo solitario. Justamente la ética que Piglia reivindica para el autor-lector, un retrato de “la literatura como utopía privada” capaz de desarticular las ficciones con las que el Estado se relata a sí mismo. La tensión nunca resuelta que detecta entre la literatura y lo real se juega en la manera de leer. Y para leer la realidad hay que estar al tanto de todos los significados que encierra la operación de leer literatura.

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Del cuento “La loca y el relato del crimen” a la novela Blanco nocturno (2010), las ficciones de Piglia se construyen a partir del secreto, el enigma y el complot. Como también ocurre en Los siete locos y Los lanzallamas, de Roberto Arlt, sus novelas pueden leerse como policiales en la medida que adopta el esqueleto narrativo del género para ir más allá del género. Y no sólo sus novelas: alguno de sus ensayos más influyentes, como las “Tesis sobre el cuento”, evocan el aire de thriller al sugerir que en todo cuento hay dos historias, y que la modernidad de un relato breve se expresa en la manera en la que la historia secreta sale a la luz. Al mismo tiempo, el secreto también sobrevuela lo que él ha llamado los “dos modelos narrativos básicos”, el viaje y la investigación. En el caso del primero, “no hay viaje sin narración, en un sentido podríamos decir que se viaja para narrar”; y en el del segundo, “la reconstrucción de una historia a partir de ciertas huellas que están ahí, en el presente, podríamos llamar el relato como investigación” (La forma inicial). Cada uno tiene un héroe (el viajero Ulises, el “detective” Edipo) y hasta una ciudad (la filosófica Atenas, la religiosa Jerusalén), y en ambas formas, anteriores a los géneros, sobrevive el secreto como enigma que impulsa lo narrativo. Se escribe para contar que algo no se cuenta. Buena parte de la escritura de Piglia trabaja en esa dirección, expresada con enloquecida elocuencia en sus monumentales diarios.

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Pero si hoy sabemos que Ricardo Piglia es un peso pesado de la literatura hispanoamericana se debe, sobre todo, a su teoría de la lectura, una actividad en la que advierte el mismo valor que la Generación Beat de Jack Kerouac y Allen Ginsberg encontraba en la experiencia. Para él, la lectura realiza lo que la imaginación apenas intuye, y define y le da forma a la experiencia ajena a las páginas. “Si el narrador es el que transmite el sentido de lo vivido, el lector es el que busca el sentido de la experiencia perdida”, señala en el indispensable Crítica y ficción. La literatura funciona a la manera de un laboratorio de lo real, y el lector es aquel que con los libros moldea e interpreta lo que vive. Los extremos de la lectura, como el caballero que enloquece de tanto leer (Alonso Quijano) o la adúltera que mientras lee sueña con una vida no vivida (Emma Bovary) dibujan las perversiones de los lectores adictos y recuerdan que uno de los privilegios de la lectura es que no existe la posibilidad de “leer mal”. Sin el juicio de valor que define qué y cómo leer, la lectura es libertad en estado puro. Tal vez por eso el autor argentino le otorga una dimensión política al acto de leer, muy visible en el hermoso ensayo que le dedica a Ernesto “Che” Guevara en El último lector. Libro, por cierto, en el que Piglia confiesa en la última oración que se trata de “acaso, el más personal y el más íntimo” de todos sus libros, quizás porque reconstruye su propia “vida de lector” y revela, casi sin proponérselo, que toda su obra gira alrededor de su teoría de la lectura.

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“Como yo quería ser escritor, cuando tuve que elegir una carrera universitaria me decidí por Historia”, me dijo alguna vez. Él creía, o quería hacer creer, que el estudio sistemático de la literatura puede aniquilar la creatividad. La frase hoy suena paradójica en un autor que durante décadas dictó clases en Princeton y Buenos Aires, y de quien no pocos de sus libros de ensayos o entrevistas (sobre todo, Crítica y ficción, Formas breves y El último lector) pueden considerarse auténticas instrucciones de uso del arte de leer, imaginar y narrar. Sin embargo, el recuerdo de su origen y su posterior trabajo como docente o ensayista no son contradictorios, ya que si algo enseñó Piglia fue que la literatura no es un catálogo de autores sino una manera de vivir y de pensar. Al leer como detective, en el género policial encontró la puesta en escena del complot, modelo narrativo que desarrollaría en Respiración artificial, Plata quemada y La ciudad ausente (1992). Y en otro género menor, la ciencia ficción a la manera de Philip K. Dick, advirtió los elementos de la “ficción paranoica” que tan bien contrapone los secretos de la narrativa del Estado a la lógica del sueño. “La novela busca sus temas en la realidad, pero encuentra en los sueños un modo de leer”, dice en La forma inicial, y tal vez valga la pena suponer que esos sueños son, entre otros, los de Deckard en Blade Runner o los de John Anderton en el relato “Minority report”, ambos textos en los que Dick explora la interioridad como el reverso que desmiente las trampas de las ficciones totalitarias del Estado. En La ciudad ausente, la máquina que no puede dejar de narrar evoca, en un mismo movimiento, los sueños de Dick y los del argentino Macedonio Fernández.

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Quizás haya que decir que con Ricardo Piglia se va el narrador hispanoamericano que, en la segunda mitad del siglo XX, ha reflexionado más y mejor acerca de los secretos de la creación literaria, la lectura y su impacto en la secreta lucha que los libros mantienen con la realidad. Tanto en sus ficciones como en sus diarios y ensayos ha pensado de manera lúcida y magistral sobre el poder de la literatura, y una de sus conclusiones más estimulantes dice que no hay mundo sin lectura. Somos lo que leemos porque no podemos dejar de narrar. Nos contamos lo que vivimos, las historias nos mantienen vivos. Con Piglia desaparece el último lector convencido de que la literatura es el diario íntimo de lo real, la fuerza que nos ayuda a entender que somos, antes que nada, una historia. Un relato continuo, imparable, en el que siempre habrá alguien dispuesto a seguir las huellas.

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