Tomasa: historia de un rapto inevitable

Ago 10 • destacamos, principales, Reflexiones • 7400 Views • No hay comentarios en Tomasa: historia de un rapto inevitable

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La violencia y el caos del norte de México encierra en sus entrañas la historia de Tomasa, una quinceañera que enferma con su belleza a los hombres que terminan por violentarla.

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POR VICENTE ALFONSO

“Cuando leí Cien años de soledad y decidí volverme novelista, supe que la historia más perentoria que algún día habría de narrar era la de Tomasa”, confiesa el narrador de Adiós, Tomasa en la página 314. Recién publicada por Alfaguara, la nueva novela de Geney Beltrán cuenta una desgarradora historia que corre desde inicios de los ochenta hasta nuestros días y que extiende sus alcances desde Chapotán, pequeño pueblo enclavado en la sierra de Durango, hasta más allá del río Bravo. Se trata de una novela que, con abundantes dosis de suspense, reflexiona en torno a fenómenos como la migración forzada, el abuso infantil, la trata de personas, la inequidad en las cargas del trabajo doméstico entre mujeres y hombres, así como la ausencia de estado de Derecho que por décadas ha caracterizado a ciertas zonas del país.

 

 

En sentido estricto esta novela requirió tres años de trabajo, pues fue escrita con apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA). Pero sólo en sentido estricto. Como el texto mismo sugiere, esta amalgama de ficción y realidad deriva de una estrujante historia que llevaba décadas anidando en la memoria de su autor. La anécdota es esta: Tomasa es una quinceañera huérfana que vive con su tía Gertrudis en El Toro, caserío de la sierra de Durango. Las características más notables de la muchacha son dos: es muy acomedida (o como dirían en la ciudad: servicial) y posee una belleza que inevitablemente atrae a los hombres. Más por lo segundo que por lo primero, la tía Gertrudis toma la decisión de enviarla a vivir con su comadre Maruca en un pueblo cercano llamado Chapotán. Pero ni allí está a salvo Tomasa. Rodeada de adolescentes rebosantes de hormonas, a la joven le es prohibido salir de la casa sin compañía. Ni siquiera ese encierro evitará que la muchacha sea raptada.

 

 

Los otros personajes que están en el centro de la novela son los miembros de la familia que recibe a Tomasa, los Carrasco: don Eutimio y su esposa, doña María, así como sus hijos Héctor y Flavio. Este último tiene nueve años cuando la muchacha llega a vivir con su familia, y en Chapotán se rumora que es un muchachito fuera de serie: a pesar de vivir enfrascado en un constante monólogo interior, parece estarlo registrando todo siempre. De él se sirve Beltrán para recrear con precisión escenas diversas de la vida familiar: la llegada del primo de Culiacán, las riñas domésticas, la tensa familiaridad con que se trata en la sierra a los vecinos y familiares que entran en El Negocio, como se llama eufemísticamente al cultivo, cosecha y venta de mariguana y amapola. Porque en esta novela los narcos están siempre cerca. Chapotán está enclavado en el llamado triángulo dorado, región comprendida entre los estados de Chihuahua, Sinaloa y Durango. Se trata de uno de los puntos de mayor producción de marihuana y amapola en América. En varios momentos de la novela los traficantes son clientes, compadres y hasta hermanos de los Carrasco. Al mismo tiempo signo de peligro y promesa de bonanza, El Negocio adquiere en las páginas de Adiós,Tomasa la complejidad que ya caracterizaba a los personajes de Beltrán en sus novelas previas: aquí no hay buenos o malos en estado químicamente puro, sino personajes humanos y por lo tanto contradictorios. Pero ya volveremos sobre esto.

 

 

En el plano formal, lo primero que destaca de Adiós, Tomasa es la cuidadosa construcción de las voces narrativas que recurren al habla y la sintaxis de los habitantes de la sierra: palabras como morro, chiras, lángaros, cashora y harejías son tan habituales en sus páginas como lo son en el triángulo dorado. No se trata de toques gratuitos de exotismo, sino de un estilo cuyo germen se advierte ya en Cualquier cadáver, la anterior novela de este autor, que obtuvo el Premio Bellas Artes Colima a la mejor novela publicada en 2015.

 

 

Lenguaje arriba, lenguaje abajo

Adiós, Tomasa está armada con habilidad sobre una estructura fragmentaria, coral, con saltos en el tiempo y en el punto de vista de quien cuenta la historia. No pocos de los capítulos están apoyados en una herramienta cuya invención se atribuye a Flaubert: el estilo indirecto libre. Como se sabe, ese estilo permite al autor/narrador incluir palabras de sus personajes sin usar comillas. Esto genera en los lectores la sensación de que compartimos la subjetividad de los personajes: sus emociones, sus pensamientos, sus recuerdos y sus dudas. Así, buena parte de los hechos nos llegan expresados con las palabras de los habitantes de Chapotán:

 

 

Aún sentía latirle en el tórax el pálpito de esa medialuna de hierro que se le quería andar abriendo (ya con menos saña). ¿Tenía razón en enojarse con la morra? ¡Lo aruñó bien recio! Y al tiempo de rebajar su dolor propio para estar atento a las lágrimas heridas de la joven, era como si al hundírsele la medialuna le recriminara una falta contra sí (contra quién sabe quién). ¿Hice algo malo y no me acuerdo?

 

 

Conviven en este párrafo al menos dos voces: una es el narrador en tercera persona que usa palabras como tórax, pálpito, recriminar e incluso se permite figuras como la hipálage de “lágrimas heridas”; la otra voz es el monólogo interior de Flavio, el muchachito que se queja de que la medialuna “se le quería andar abriendo” y de que Tomasa “lo aruñó bien recio”.

 

 

No obstante, el estilo indirecto libre contiene una paradoja: nos acerca a los personajes, pero al mismo tiempo nos exige más atención, pues en todo momento debemos discernir si habla el narrador o lo hace un personaje. Novelas como La Casa Verde y El Otoño del Patriarca prueban que, usado al extremo, el recurso establece un desafío, imponiéndole al lector un camino cuesta arriba. Geney Beltrán no lo ignora: en su volumen de ensayos Asombro y desaliento (SC/FCE, 2017) disecciona con lucidez la peculiar literatura de un autor mexicano: Daniel Sada. “Para bien y para mal, lo que más detiene la atención de quien se adentra en la narrativa de Daniel Sada es su estilo, esa convivencia festiva de regionalismos, arcaísmos, cultismos y barbarismos”, señala antes de afirmar que “ante una propuesta así de inusual […] no son infrecuentes el rechazo y el desistimiento: la prosa de este autor fácil puede ser desatendida […] como una excentricidad prescindible: un capricho y nada más. Pero, en la otra esquina, estas audacias verbales también han dado paso al entusiasmo y al elogio”.

 

 

 

 

La pregunta se impone: ¿por qué, en una época en que se privilegian las lecturas fáciles, Beltrán opta por estilos y estructuras complejas? La respuesta aparece en otro libro suyo, publicado hace una década: El sueño no es un refugio sino un arma (UNAM, 2019). En el ensayo titulado “No narrarás”, el autor nacido en Tamazula señala que, a últimas fechas, el riesgo técnico se interpreta como sinónimo de innovación literaria. Parece más meritorio saltarse las trancas y destrozar las reglas de un género literario que lograr productos bien armados a partir de las reglas establecidas. pero también nos recuerda que al contrario de lo que ocurre con el color y el sonido, el lenguaje no sólo no está en la naturaleza, sino que nos separa de ella. La literatura es esencialmente humana. “La materia de toda narración estrictamente poderosa es lo humano, a secas” sostiene. “Nadie escribe y nada se escribe desde el limbo, nadie toma la decisión de obedecer a la urgencia particular de la escritura si no es a partir del drástico descontento ante la experiencia vital. Y si se vive en un entorno de violencia, corrupción, mentira y cinismo, y si este panorama provoca en el escritor una desazón y rabia que rayan en la repugnancia, no hay menoscabo de lo artístico en plantear la literatura como una forma de acción posible, al menos en la forma de una crítica de esa realidad”.

 

 

A la luz de este párrafo, el estilo en Adiós, Tomasa resulta una poderosa declaración de principios y un ejercicio de inclusión. Al imponernos a los lectores un papel más activo, Beltrán nos reubica: no son los habitantes de Chapotán quienes viven lejos: somos nosotros, lectores entrometidos, quienes llegamos desde fuera a atisbar el entorno sierreño. Si queremos comprender lo que ocurre en el pueblo, debemos poner un mínimo de voluntad de nuestra parte. Como han hecho Juan Rulfo, Élmer Mendoza, Daniel Sada y Mario Vargas Llosa, Geney Beltrán se vale de un narrador libre indirecto para amalgamar el habla culta y la popular en un discurso que no discrimina entre el lenguaje de todos los días y el de las letras impresas.

 

 

La doble moral como tradición

El dominio de las técnicas es apenas una condición necesaria, no suficiente, para lograr la mejor literatura. Pero en el plano de la historia Adiós, Tomasa también exhibe madurez literaria: nos cuenta el drama de una muchacha, casi niña, que es raptada sin que siquiera se inicie una investigación. ¿Para qué indagar, si todos en el pueblo saben quién fue? Por desgracia no se trata de un caso excepcional sino de una práctica arraigada en nuestro país. Machismo disfrazado de tradición: ¿cuántas de nuestras abuelas fueron robadas? ¿cuántas muchachas lo son hoy en puntos remotos de Oaxaca, Guerrero, Sinaloa, Coahuila y Veracruz?

 

 

Tomasa no es la única amenazada: cientos de muchachos como Flavio y Héctor son reclutados a diario por el Negocio o La Maña, y miles de familias como los Carrasco viven bajo el peligro de que el crimen organizado les obligue a rematar sus propiedades y a dejar el terruño. Allí radica la otra complejidad que sostiene esta novela: consciente del riesgo de armar una historia falsa y melodramática, Beltrán crea personajes llenos de claroscuros: los hombres de Chapotán viven temerosos de un ataque del narco pero acostumbran golpear a sus esposas cuando éstas les preguntan por qué no llegaron a dormir, o cuánto hay de verdad en los rumores de que tienen hijos desperdigados en los pueblos vecinos. Así, la calentura que se aplaude en los hombres se castiga en las mujeres: es el caso de Emeteria, la Meme, que se fuga con su novio narco y es castigada por eso, o doña Maruca, matriarca de la familia Carrasco, que de jovencita es reconvenida por los suyos cuando se enamora de un hombre con los ojos color tabaco. Sin condenas ni juicios de por medio, Geney exhibe la forma en que el machismo y la doble moral son elevados a nivel de consejas populares: “con el horno prendido, cualquiera es panadero”.

 

 

La ficción como privilegio

 

Por último, otro entre los muchos aspectos que destacan en esta novela es la reflexión en torno al difícil oficio de escritor y al papel de éste en el siglo XXI. Avanzado el relato, el narrador comienza a cuestionarse si ha servido, si servirá de algo contar la historia de Tomasa. “¿Quién soy yo, un bato privilegiado y con estudios, hijo de una familia que no cayó nunca en la precariedad, para fabular la historia de una muchacha de familia pobre que fue raptada y violada?”, se pregunta, y párrafos más adelante insiste: “¿Y si acaso escribir ficción no es ningún acto de justicia sino una forma hipócrita de servirse con el pesar ajeno?”.

 

 

El narrador, que nunca revela su nombre, sí habla de su origen: él, como Tomasa y como tantos otros personajes en la novela, es un prófugo del triángulo dorado. Bien podría tratarse de Emarvi Arellano, el joven escritor que protagoniza Cualquier cadáver, la anterior ficción de Beltrán: como Arellano, el narrador de Adiós, Tomasa dejó Sinaloa en busca de mejores oportunidades para desarrollar su escritura. Al respecto se advierte implícita otra forma de violencia, una que nuestras sociedades ejercen con sordina: la desigualdad en las oportunidades para recibir educación. Así, la novela evidencia las dinámicas que rigen lo que Pierre Bordieu llama capital cultural, y cómo éste representa una ventaja o una dificultad para recibir educación de calidad y acceder a mejores condiciones de vida.

 

 

Construyendo un narrador que se cuestiona incluso a sí mismo, Beltrán responde a una forma de literatura cada vez más en boga: aquella que desde una pose posmoderna declara rebasados los problemas que por siglos han desvelado a quienes se dedican a contar historias. ¿Para qué leer, para qué escribir? Frente a quienes auguran por enésima vez la muerte de la novela, ficciones tan bien forjadas como Adiós, Tomasa son evidencia de que el género está más vivo que nunca precisamente porque, desde su entraña misma, se atreve a dudar de su existencia.

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