Adviento
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Los rituales que anteceden a la cena de Navidad, los preparativos meticulosos, los adornos, los regalos y sobre todo el marinado de las carnes, revelan pequeñas perversiones de una familia
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POR DANIELA TARAZONA
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El excremento arenoso fue tragado por la tubería. Se subió los pantalones, salió del baño y caminó por el pasillo anaranjado hacia el salón. Los bajorrelieves del techo estaban picados con el reflejo de las luces de colores. La alfombra oscura parecía un lago estrellado, por el quicio del ventanal se colaba el aire frío del invierno.
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Se sentó en el sillón azul y miró la cutícula de sus uñas, ennegrecida. Las piernas le colgaban un poco. Debajo, en los dedos de la mano derecha, vio las finísimas costras color escarlata. Parecía que tenía las uñas más largas con el borde marcado por el color. Sintió en la boca del estómago cierto ardor. Había sido Nochebuena. Su hermana, sentada en el sofá, repasaba con un cepillo color de rosa el pelo anaranjado de una muñeca, bajo un rayo de luz que atravesaba el ventanal.
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Antes de entrar a la casa, con la canasta de los víveres para la cena de Navidad, el padre había visto a un hombre barbado, como él, al que le faltaba una pierna. Se había detenido justo frente al portal y había mirado con sospecha los muros color ocre de la casa. No es que él hubiera sentido miedo, pero su mente permaneció algunas horas rememorando la estampa de aquel hombre que podría haber presentido lo que ocurriría tras los muros horas después, durante la tarde.
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La había mirado secarse con la toalla blanca de algodón, después de dejar el agua de la tina. Su belleza la convertía en alimento para los ojos. El tiempo a su lado sumaba años, aunque de una extraña manera, ninguno de los dos hubiese envejecido.
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La noche anterior a la cena de Navidad, los niños habían tenido la idea: mientras prensaban los candiles de las velas en las ramas del árbol y elegían las esferas para colgarlas, la niña miraba a su padre, que desenredaba el cable de las luces, y en sus ojos se fijaban los brillos.
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Los ojos del niño eran del color de los de su padre, los de la niña tenían el mismo verdor apagado que los de la madre. La niña llevaba dos trenzas que le habían tejido estirándole el pelo en las sienes. Las manos pequeñas de la niña eran dos arañas nerviosas, con dedos delgados. El niño tenía la espalda demasiado ancha para su edad y cuando abrazaba a su hermana, ella sentía que era su padre quien la cubría del mundo. Habían nacido el mismo día.
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Sin guardarse para el día siguiente, la familia se sentó a la mesa a cenar el lomo de un cerdo. Las comisuras de los labios y la barbilla de los niños se humedecieron con los jugos de la carne, y ambos los repasaban con la lengua para hacerse del sabor. Cualquiera habría observado que no importaban los buenos modales. Se había movido de sitio la casa, llevándolos lejos y el desorden había sucedido en silencio con el modo subterráneo de una enfermedad.
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El niño se comportaba, a veces, como un adulto. Su cuerpo reducido contrarrestaba con el modo en que se desplazaba por el espacio. Era siniestro. Observó a la madre que le sonreía desde el otro lado de la mesa y pensó que sería bueno comentarle el sabor de la cena.
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—Esta carne está tan buena como la de un animal joven, madre. —Le dijo, y estiró los labios en una sonrisa de falso agradecimiento. La madre primero no supo qué responder, y luego, dijo:
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—Mañana, en Navidad, cenaremos todavía mejor.
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El padre tenía los labios morados por la mala circulación. Un vidente podría haber encontrado en aquel tono mortecino cierta inclinación del alma hacia la oscuridad.
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Los padres bebieron dos botellas de vino y rebañaron con pan el jugo de la carne en los platos finos. Miraron la luz del atardecer a través del ventanal y hablaron del tiempo anterior. Él eructó y ella soltó una risa compasiva.
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El padre le pidió al niño que inventara una historia de Navidad. Y el niño hizo una narración sobre un pavo que hablaba y pedía que no se lo comieran porque era viejo y su carne sería dura y amarga.
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La niña había dispuesto un camino de migas de pan sobre el mantel blanco y las trituraba con sus dedos delgados para convertirlas en un polvo fino. Miraba a su hermano y sentía un hormigueo en la boca del estómago. Le entusiasmaba el cinismo de él. Compartían casi todo. Cuando tenían miedo solían dormir juntos y cubrirse la cabeza con las cobijas como si fueran, de nueva cuenta, aquel capullo que habían sido antes de nacer.
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Ellos habrían tenido tres hijos, pero tuvieron sólo dos. El carácter del padre lo llevaba, a veces, a hablar con su tercer hijo. Extendía los brazos y abrazaba el aire. Solía hacerlo cuando ella no estaba presente, era su secreto. Aquel hijo no nacido podría haber equilibrado la geometría familiar, pero la vida suele establecer con potencia la desgracia.
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Se quitaba los calcetines al dormir porque se le congestionaba la nariz. Y cerraba los ojos para ver, antes del sueño, el rostro de su hijo mayor, dormido también en el cuarto contiguo.
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La luz blanca del invierno formaba un triángulo sobre el portón. En uno de los ángulos, él vio un círculo rojo, podría haberse tratado del reflejo de la luz de algún automóvil, pero no lo supo de cierto. Al entrar a la casa y atravesar el camino de piedras que llevaba a la entrada, vio que ella estaba de pie tras el ventanal. Desde allí, el color de su piel era difuso, casi transparentaba el fondo del salón.
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La madre tenía el pelo largo, y se lo recogía con peinetas y ligas. Ella presintió lo que sucedería tiempo antes, cuando una mañana despertó porque sintió la mano de su hija sobre su frente. Al abrir los ojos, los descubrió detenidos en la entrada del cuarto, uno al lado del otro, como una suma fatal. Estaban tomados de la mano y solo miraban dormir a sus padres, pero había en ellos la actitud de un aviso que era imposible modificar.
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El padre dejó el paraguas en el rellano de la escalera y subió con prisa. Quería verla. Entró al salón y la encontró de espaldas, en el mismo sitio donde estaba de pie con los ojos puestos en la calle. Fue en aquel momento, cuando el hombre cojo pasó por primera vez frente al portal y se detuvo.
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Estaban decididos a beber y así lo hicieron. Ella abrió una lata de hongos en conserva y la llevó a la mesita del centro. Descorcharon una botella de vino y sirvieron las copas. No brindaron. Las horas continuaron su curso cruel y ellos abrieron otras dos botellas. Ahora era ella quien tenía los labios amoratados, aunque por el vino.
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Estaban embriagados por el alcohol. Se besaron como si fuera la última vez y permanecieron abrazados en el sofá. La madre besó la oreja del padre y cerró los ojos.
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Él vio a sus hijos atravesar el umbral del salón desde el sillón azul. La niña se sentó en el suelo, al lado de la mesita del centro; el niño se detuvo frente al ventanal y miró hacia la calle. En la acera de enfrente había un laurel de la India cargado de luces de colores, y el niño lo veía reconfortado.
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La niña se llevó un hongo a la boca y lo escupió sobre la alfombra, asqueada por el sabor del vinagre.
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Más tarde, el padre bajó las escaleras para buscar el regalo de Navidad de la madre. Lo envolvería con cuidado, para que se demorara en revelar su contenido, mientras quitaba el papel dorado y el moño verde. Le había escrito una tarjeta con letra ilegible.
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En las escaleras encontró piedras pequeñas. Había un camino que comenzaba en el umbral del salón y seguía hacia la escalera para recorrerla completa hasta el primer piso. Luego, el camino desaparecía.
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El niño se había visto a sí mismo sentado en una cena con los ojos en blanco, en una suerte de trance. Mientras su madre le servía lentejas, él tuvo un momento al que llamó de adviento. Un aviso, claro está. La madre no se dio cuenta hasta que puso el plato frente a su hijo y lo miró. Entonces cogió un vaso con agua y se lo lanzó a la cara para despertarlo o traerlo del sitio al que se había ido.
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El padre buscaba más piedras sobre el suelo —la continuación del camino— sin hallarlas.
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Luego, envolvió el libro tan bien como fue capaz y lo dejó sobre una repisa del cuarto. No es que la casa estuviera al revés, sino que la familia dormía en el primer piso y comía en el segundo, sin saber porqué.
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Encontró una piedra perdida en la entrada del baño y, movido por el instinto, abrió la puerta para ver si dentro había más. No. El piso de losa verde estaba limpio.
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Se preguntó de nuevo si aquéllo era obra de sus hijos.
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La dilatación de los días anteriores a la Nochebuena lo tenían nervioso. Ella se levantaba antes de lo acostumbrado, como si cada día tuviera que llevar a cabo algún preparativo para la cena. Estaba nerviosa. Pelar las castañas y las nueces con la ayuda de su hija, comprar los adornos para la mesa del comedor, ir y venir porque siempre hacía falta algo; marinar la carne del pavo e inyectarle la mantequilla derretida justo una noche antes.
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Sin saber cómo, la mañana del 24 de diciembre, el padre estaba afuera pintando la puerta de entrada de color rojo. Había soñado la madera de aquel color y recordado que tiempo atrás se había hecho de un bote de pintura. Movía la brocha sobre la madera lijada al modo de quien desea cubrir otra acción. Una posterior.
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La madre estaba en la cocina y tomaba el café que acababa de prepararse. O eso parecía. Tenía encendida una vela blanca en un candil con un querubín que la sostenía. Había luz, pero la cocina era oscura.
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El padre dio dos pasos atrás para apreciar el terminado de la pintura sobre la madera. La luz de la mañana formaba ahora un rombo sobre la puerta y parecía hacerla girar.
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Escuchó a sus hijos correr por el patio y el ruido de sus pasos sobre las piedras de la entrada. Pensó, entonces, que ellos habían tomado las piedras de allí y las habían llevado dentro para hacer el camino. Era así.
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Ella había metido la cena al horno, con mucho esfuerzo, a las cuatro de la tarde. A pesar de los preparativos, notaba que no se ablandaba como esperaba. Sentía las yemas de los pequeños dedos adoloridas por pelar las nueces y las castañas, y estaban manchadas de color café. Había rellenado las entrañas con pasas y manzana, también. De cuando en cuando, abría el horno y retiraba el papel metálico de los dos refractarios para humedecer la carne con la mantequilla que escurría hacia el fondo. Su intención era dorar la piel y conservar la humedad dentro de los músculos. Eso le habían enseñado.
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La palabra tórax lleva dentro de sí misma la palabra coraza.
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El padre se concentraba en el tórax y lo veía balancearse sobre sí mismo sin lograr distinguir el rostro de la madre, cuando ella estaba encima de él. Ella era una parte del cuerpo.
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Las manos le quedaron manchadas después del trabajo. Rojo violento sobre las palmas y también en el dorso, pequeñas y medianas gotas color escarlata que brillaban bajo la luz del sol.
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Los niños llevaron los refractarios a la mesa del comedor alrededor de las diez de la noche. La niña levantó el papel metálico y la piel de la carne los deslumbró. El niño rebanó la carne en cortes finos.
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Él bebió un trago de vino después de sentarse en su lugar y la miró. Ella estaba sonriente; se había limpiado las yemas de los dedos con crema humectante y miraba con alegría los platillos en el centro de la mesa.
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El hombre sin pierna estaba sentado en el umbral y lloraba con desesperación. A las once de la noche, casi habían terminado de cenar. Abrieron los regalos y él metió los dedos en la envoltura del suyo y se cortó. La gota minúscula de sangre manchó el fondo amarillo del papel adornado con esferas rosadas. Se llevó el dedo a la boca y lo chupó para aliviarse la herida.
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¿Qué fue lo que desenvolvió? El regalo era un pequeño caballo de madera. Ella pensaba que a él podría gustarle el animal para atesorarlo. Tener un caballo pequeño de una madera preciosa tenía que ser un buen regalo.
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Puso el caballo sobre el mantel blanco. Miró las luces de la lámpara en su lomo, reducidas, hechas una miniatura.
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La hermana abrió el suyo: las peinetas de concha nácar se iluminaron.
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Del tórax más robusto había quedado sólo la coraza. Los huesos con pocos restos revelaban que la cena había sido un triunfo. Cocinar carne muestra el poder del hombre y de la mujer.
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ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega