Afganistán, tumba de mujeres y de imperios
Esta selección de libros permite conocer algunos problemas que asolan a la sociedad afgana, desde la vulnerabilidad de los derechos de las mujeres o las constantes guerras internas, hasta el debilitamiento que experimenta el Islam en los últimos años
POR LASZLÓ ERDÉLYI
Afganistán ha vuelto a ser víctima de las narrativas bienpensantes occidentales. Tras el caos en el aeropuerto de Kabul de semanas atrás, se habla de otra “derrota” de la “civilización” a manos de los talibanes, que volvieron al poder sin que aún se sepa bien cómo. Muchos estaban convencidos de que en los últimos 20 años Occidente había “encaminado” a Afganistán por la senda del “bien”, de la educación, la paz y los derechos de la mujer. Son narrativas falsas, pero que funcionan e inflaman. Cada mujer afgana vestida con burqa que aparece en una foto de un diario occidental, luego replicada mil veces, suele desatar una poderosa indignación.
Hay otras narrativas más duras, complejas y honestas, pero que tienen poca prensa. Está en algunos libros, ensayos, investigaciones, crónicas y novelas que presentan realidades a veces paradójicas y contradictorias. Algo que el bienpensante de boutique, perezoso, emocional e indignado como pocos, no tolera. Quiere ideas simples, fast food.
Un buen ejemplo de esta ceguera de Occidente está en una nouvelle de Rudyard Kipling del siglo XIX, El hombre que pudo reinar. De 1890, trata sobre dos blancos intrépidos y delirantes que querían ser reyes de Kafiristán, de su plan para derrocar a la dinastía allí gobernante, y de su viaje para llegar allí a través de Afganistán. La ficción es una metáfora de la Primera Guerra Afgana (1839-1842), llevada adelante por un ejército imperial inglés arrogante y culturalmente insensible, que fue derrotado. 100 años más tarde, otra novela, esta vez del escritor y cineasta afgano Atiq Rahimi, Maldito seas Dostoievski (Siruela, 1999), se destaca entre las abundantes obras que buscan retratar la complejidad de la vida moderna en Afganistán, pero que suelen caer en el abordaje light, inocuo, romántico y hasta pintoresco. Apoyándose en el maestro ruso, Rahimi expone las falsas narrativas imperantes en la época de la retirada soviética de Afganistán (1989) y el primer dominio de los mujahidines en Kabul, que resultaría tan terrible —o peor— que el posterior dominio talibán. Sus personajes tratan de adaptarse a la nueva vida en un mundo de lealtades cambiantes. Su protagonista, llevado por extrañas razones a un destacamento militar mujahidín, es interrogado, pero del susto no le sale el habla:
“—Tú, ¿de qué bando eres?
¡De ninguno!, resopla Rasul, pero las palabras permanecen prisioneras entre sus cuerdas vocales, y agita las manos en todos los sentidos para describir la palabra.
El hombre se levanta del sillón y le tiende un lápiz, que él toma para escribir: ‘De ninguno’. El hombre lo lee. Después escruta de nuevo a Rasul, preguntándose cómo es posible vivir en esta tierra desgarrada por la guerra civil y no pertenecer a ningún bando. Luego:
—¿De qué etnia eres?
Rasul garabatea: ‘Nacido en Kabul’. Nada más. El hombre no parece estar muy convencido con la respuesta:
—¿Dónde has aprendido ruso?
Rasul escribe: ‘Estudié en Rusia’. El hombre lee la respuesta en voz alta, y pregunta:
—¿Y qué estudiabas?
‘Derecho’, escribe Rasul y, tras dudar un breve instante, añade: ‘¡Y leí a ese maldito Dostoievski!’. El hombre lee, se ríe, y pregunta:
—¿Por qué ‘ese maldito Dostoievski’?”
En materia de crónica hay muchos libros, pero han proliferado los consejos equivocados de gente que no lee y aun así recomienda. Pasó con el notable Los muchachos de zinc de Svetlana Alexiévich (Debate, 2016), que retrata sólo el lado soviético de la guerra que llevó adelante la Unión Soviética en Afganistán. La realidad afgana pura y dura está en las crónicas o memorias de cooperantes. Son aquellos que vivieron en Afganistán trabajando en organismos internacionales o en ONGs en los últimos 20 años. Al estar en contacto con lo más pobre y expuesto de la sociedad, sobre todo las mujeres y las niñas, y sin compromiso político con país alguno, pudieron escuchar de sus bocas narrativas no contaminadas. El mejor ejemplo es el libro Afganistán, Crónica de una ficción, de Mònica Bernabé, vinculada desde el año 2000 a organizaciones de Afganistán focalizadas en las mujeres y niñas. Bernabé se queja de los enfoques blanco/negro, y ha sido muy atacada por pacifistas y bienpensantes. “Es tanta la hipocresía y el cinismo de la comunidad internacional en (Afganistán), y son tantas las injusticias acumuladas, que resulta difícil quedarse impasible y darle la espalda”. Por ejemplo, cuando en las redes sociales se indignan al ver una burqa. “En Occidente se habla del burqa como el gran problema de las mujeres en Afganistán. Ojalá el burqa fuera el problema. Sería mucho más fácil”.
El abuso
Bernabé retrata una sociedad afgana profundamente conservadora y misógina, “machista y anclada en la tradición de la que ninguna mujer se podía escapar, ni siquiera las que tenían cargos políticos, dinero o formación”. Cita el caso de la diputada afgana Shinkai Karokhail, una mujer dura, sin pelos en la lengua, cuyas intervenciones en el parlamento afgano siempre daban que hablar. “Cuando volví a ver a Shinkai (en 2007), me encontré a una mujer abatida que no podía reprimir las lágrimas. Mientras estaba en Barcelona en las jornadas de la Asociación por los Derechos Humanos en Afganistán, su marido, de quien estaba separada, se había llevado a su hija de quince años y no había vuelto a verla más. Según decía, su esposo no permitía que la visitara y la amenazaba con quitarle a sus otros tres hijos, que continuaban viviendo con ella. Shinkai se había negado a divorciarse de su marido, que se había ido con otra, para precisamente no perder a su hija y sus hijos. Según la legislación afgana, en caso de divorcio el marido tiene la custodia de los hijos a partir de los siete años y de las hijas a partir de los nueve. Ni ella misma como diputada podía hacer nada para modificar aquella ley (…). En el Parlamento afgano los hombres eran mayoría, y buena parte de ellos estaban vinculados a facciones militares fundamentalistas. A menudo acusaban a las diputadas de antiislámicas si ellas cuestionaban temas como la custodia de los hijos e hijas o la poligamia”.
Cuando Estados Unidos expulsó a los talibanes para perseguir a Osama Bin Laden en 2001, tanto ellos como las Naciones Unidas se apoyaron en esas facciones mujahidines, también conocidos como Señores de la guerra, para lograr cierta estabilidad política. Bajo el gobierno del presidente Karzai (2001-2014), apoyado por las tropas de Occidente, les fueron cedidos varios ministerios, y controlaron militarmente a Kabul. Las mujeres los recordaban bien de cuando gobernaron tras la salida soviética, de 1992 a 1996, pues fueron iguales o peores que los talibanes que vendrían después, una época de total impunidad, de secuestros, violaciones y abuso de mujeres. Ni el burqa las protegía. Bernabé recuerda un informe de Amnistía Internacional de 1994: “Al leerlo te entran serias dudas sobre qué fue peor para las mujeres afganas, si la época de los talibanes o la de los mujahidines”.
Esos mujahidines dominaban, con apoyo internacional, la asamblea nacional de la que Karokhail era diputada. Al igual que contra los talibanes, pesaban sobre ellos gravísimas acusaciones de crímenes de guerra. En Afganistán hay miles de desaparecidos. Ante la posibilidad de una amnistía general para los criminales manejada por el presidente Karzai, Kabul vivió en 2007 manifestaciones de mujeres con burqa al estilo Madres de Plaza de Mayo, portando fotos de sus seres queridos, y pidiendo el fin de la impunidad. Al afgano común eso le pareció increíble porque las mujeres casi no participan de la vida pública.
La lectura del libro de Mònica Bernabé Afganistán, Crónica de una ficción le exige a los lectores coraje y estómago de acero. Sus crónicas de primera mano y su presencia in situ destruyen esa ficción de que bajo la tutela internacional, con presencia de tropas de Naciones Unidas, la situación de la mujer afgana tuvo un vuelco decisivo. No fue así. No lo fue para Amina, lapidada en 2005 en el norte de Afganistán tras ser acusada de adulterio por un tribunal islámico (Bernabé se trasladó hasta allí con la intención de entrevistar a la familia de Amina, al mulá que ordenó la lapidación, y a otros residentes del área, pero debió huir bajo amenaza de lapidación). No lo fue tampoco para Seharat, la niña de 3 años casada con un niño de 6 a cambio de 2 mil dólares (“somos muy pobres” se justificó la madre de Seharat). Tampoco fue para Hasina, de 21 años, en la unidad de quemados del hospital de Herat, que trató de inmolarse con combustible tras siete años de un matrimonio abusivo, pero falló y sobrevivió, aunque tiene todo el cuerpo y la cabeza quemados, al igual que otras muchachas que estaban en esa unidad (la inmolación femenina es bastante común como forma de escapar a matrimonios no deseados).
Afganistán es una sociedad donde el matrimonio por amor es mal visto, pues la unión siempre está sometida a las reglas de la tradición, esa donde los varones de la familia le eligen el futuro esposo a la mujer, sin consultarla.
Guerra civil
Bernabé, que tras su actividad como cooperante se quedó en Afganistán como periodista colaborando con varios medios españoles, reconoce su deuda profesional con un interesante observador de la realidad de esa región, el periodista Mikel Ayestarán, autor de Jerusalén, santa y cautiva (2021) o Las cenizas del califato (2018). También con otro periodista y notable analista, el pakistaní Ahmed Rashid.
A Rashid le debemos quizás el mejor libro que se ha escrito sobre el movimiento talibán, Los talibán (Península, 2001). Los talibanes nacieron de la lucha contra el invasor soviético, pero también querían una revolución islámica radical en Afganistán. La oposición militar a los soviéticos estaba dividida entre los mujahidín más tradicionales, esos Señores de la guerra que se apoyaban en lo tribal y conservador de la cultura afgana, y los nuevos radicales islámicos, los talibanes, más austeros, puristas y poco afines a llegar a acuerdos siguiendo las viejas reglas tribales. Tras la salida de los soviéticos, tradicionalistas y talibanes definieron los bandos de la guerra civil que empezó en 1992 y que llega hasta hoy, una lucha financiada por la producción y el tráfico de opio. Pero es riesgoso explicar la realidad afgana así, de manera simple y breve. Por eso es necesario el libro Los talibán, pues va traspasando capas de creciente complejidad definidas por cuestiones étnicas, religiosas o económicas vinculadas al petróleo o el tráfico de drogas.
Otro libro de Rashid, Descenso al caos, EE.UU. y el fracaso de la construcción nacional en Pakistán, Afganistán y Asia Central (Península, 2009), es esencial para comprender las claves de lo sucedido en los años siguientes, hasta el desenlace de hace semanas. En las conclusiones del libro, Rashid le cae duro al presidente Karzai: “Ha establecido demasiados compromisos con Señores de la guerra, con ladrones y con traficantes de drogas en vez de trabajar con la mayoría afgana que quiere reconstruir la nación”. Resultó premonitorio.
Debilidad
Se estima que hay mil millones de musulmanes en el mundo, de los cuales sólo 200 millones son árabes, y 40 millones están en Afganistán.
Los islamófobos creen que todo musulmán es un intolerante. Es otra ficción occidental. El islamismo tolerante predomina, y se adapta. En la India muchas mujeres se convierten al islamismo para escapar al rígido sistema de castas. En Malasia la mayoría de las musulmanas han conquistado derechos que casi las equiparan a las occidentales. En ese contexto el lector se pregunta qué rol juegan la yihad y los Osama bin Laden.
La yihad nació en la India en el siglo XIX buscando un retorno a la pureza religiosa y a la sharia, contaminada y amenazada por los ingleses invasores. El libro que mejor aborda este largo proceso hasta hoy es La Yihad del politólogo y orientalista francés Gilles Kepel (Península, 2000), que además aporta una idea novedosa: el Islam está en declive. Entiende que los golpes terroristas mediáticos como el que afectó a las Torres Gemelas o la voladura de los budas gigantes de Bamiyán a manos de los talibanes, por citar lo más espectacular de un largo rosario, son, paradójicamente, reflejo de una debilidad estructural, de una falta de capacidad política de las elites para resolver las crecientes y múltiples demandas sociales que están afectando a las sociedades árabes, y más en un mundo muy intercomunicado vía smartphone, donde las ideas de emancipación proliferan entre selfie y selfie.
FOTO: Afganistán ha estado sumergido de manera crónica en violencia; en la imagen, un soldado ayuda a despejar una zona de Kabul tras un ataque talibán, 2016/EFE/Hedayatullah Amid
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