Agnès Varda y la magnificación fotogigante
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Una veterana directora de cine y un artista urbano se reúnen en este documental que muestra su travesía por varias ciudades de Francia, en las que emprenden proyectos visuales que involucran a toda la comunidad y los muestran como entusiastas colaboradores más allá de las brechas generacionales
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POR JORGE AYALA BLANCO
En Rostros y lugares (Visages villages, Francia, 2017), inclasificable film docuficcional 21 de la exfotógrafa exquisita belga precursora de la Nueva Ola Francesa de 88 años Agnès Varda (de La Punta Corta 54 a Las playas de Agnès 08), codirigiendo por una vez con el artista de intervención urbana francés de 34 años que protege su secrecía bajo las iniciales JR (sin antecedentes fílmicos específicos), estos alivianadísimos correalizadores vueltos ubicuos protagonistas se ven a sí mismos tautológicamente aquejados de una insoportable levedad del ser y mutuamente como una senecta cineasta aún hipervital con bicolor pelambrera de casquete coqueto y un creador de perpetuo sombrero e irremovibles gafas negras, que no se conocen cuando se cruzan caminando por la carretera, ni en la parada de un autobús de París, ni en la panadería barrial, ni en la disco del baile cada quien por su lado (incluso la jovial señora cual adolescente prolongada), sino cuando ambos lo deciden, porque admiran entre sí sus trabajos, al grado de coordinar de inmediato una travesía-cacería retratista y cinematográfica por el norte de Francia, a lo largo de la gélida Normandía, en el mejor estilo cine-pepenador itinerante de Los cosechadores y yo (Varda 00), en pos de una irrepetible e insustituible belleza vagabunda (tan desarraigada como la chava errante de Sin techo ni ley de Varda 83), trepados sobre esa camioneta de JR en forma de antiquísima cámara fotográfica que va escupiendo las fabulosas fotografías de menudas criaturas variopintas cuyas efigies tamaño mamut, más grandes que la naturaleza, están destinadas a decorar fachadas de vetustas casas-habitación, edificios rurales, esquinas pueblerinas (al modo del delirante corto ultraparisino Las así llamadas cariátides de Varda 84), contenedores apilados, graneros, vagones-tanque de ferrocarril (con ojos, manos, pies de la propia directora) y hasta un indestructible búnker abandonado por los invasores nazis en una playa, pero sólo campesinos y obreros posando para la perenne o efímera fotogenia consumada de los trashumantes labriegos-proletarios de la imagen así llamados Agnès y JR, y para ser consumida por una magnificación fotogigante.
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La magnificación fotogigante no se refiere tan sólo ni exactamente al graffiti ni al arte urbano, sino a una provocación visual más allá de lo meramente citadino, capaz de seguir arrancando, a estas alturas del universo de internet y de las fake news dominantes, los más diversos Muros murmullos (Varda 81) a las playas originarias, a los gatos alucinados, a la piedra oblicua y a las paredes escarpadas, con fotografía en relevos de siete camarógrafos homologando sus estéticas observacionales (Claire Duguet, Nicolas Guicheteau, Julia Fabry, Valenti Vignet, Romain Le Bonniec, Raphaël Minnesota y Roberto De Angelis), edición heterodoxa multidimensional sin mácula videoclipera de la propia realizadora auxiliada por Maxime Pozzi-Garcia, música para emigrantes de Mathieu Chédid, algo de cántico lírico, un tributo constante al precine del visionario Étienne Marey (1830-1904) por medio de abundantes cortes sobre el eje o al interior del mismo plano, intervenciones amistosas del joven Jean-Luc Godard desde un material de archivo y hasta un homenaje humorístico a este cuate de juventud (a la hora del travelogue satírico Del costado de la costa de Varda 58), con una exultante visita a mil por hora de Iban por lana (Godard 64) reproducida a bordo de una rauda silla de ruedas.
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La magnificación fotogigante recuerda en todo momento que Varda es ante todo según ella una museógrafa de sublime vocación frustrada y la fotógrafa de una cabra muerta junto a un hombre desnudo y un niño al que desnudó 30 años después en su formidable corto Ulises (82) y ahora lo acuna en imagen descomunal, la que aunada a sus propios ojos amplificados (sintiéndose al ojo reventado de Un perro andaluz de Dalí-Buñuel 29), integra los fragmentos irradiantes de una insólita autobiografía creadora, planteada a fin de cuentas como una declaración de amor al granjero lleno de tractores y supermoderna maquinaria cosechadora para cultivar él solo las 800 hectáreas de su propiedad, tanto como a la mesera grandulona con faldas rameadas de amplio ruedo que crece en timidez al tiempo que se proyecta al cielo su descomunal figura pegada a los ladrillos de una pared, o como a esa recia Sofía La Trailera que junto a sus amigas casadas se asoma con los pies colgantes por desmesuradas aberturas de contenedores, afirmando al film como un conato de ensayo fílmico o acaso un ensayo trascendido por reflexiones en voz alta y sobre la marcha, más por un el comentario añadido al montaje como lo hacía el proteico inasible Chris Marker de Sin sol (82): una desterritorializadora chispa conjunta de los dos artistas visuales cualesquiera que sean las causas físicas o seminales de su producción de imágenes como organismos vivos en la fotografía fija o en un cine documental muy antiguo y clásico pero muy moderno/posmoderno aún informulado, una centella nómada que equivaldría lo contrario de un viaje sedentario o virtual, un destello nunca ausente de dos conciencias encontradas que se sientan de manera recurrente en una banca a contemplar sus propias meditaciones mirando a la azulísima playa desde sus pequeñas depresiones posparto.
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Y la magnificación fotogigante sólo puede culminar en un inmenso gag recreado por lo redondo: para reponerla del desprecio sufrido por Agnès al intentar reunirse con Godard en su finca marítima y sólo encontrar un recado escrito en el cristal que le remueve el dolor de su tridecenal viudez (de aquel perenne jubiloso Jacques Demy de Los paraguas de Cherburgo 64), el incógnito JR acepta por fin quitarse sus gafas ante ella, pero los ojillos présbitas de Varda sólo alcanzan a ver, en cámara subjetiva, la borrosa figura de un hombre compasivo y sonriente, como la de cualquier ufano espectador de este film arrobador e inagotable.
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Foto: Rostros y lugares, en el que una veterana directora de cine y un artista urbano documentan su travesía creativa por varias ciudades de Francia, se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 3 de mayo. / Especial
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