Agua limpia: El pueblo lejos del pueblo

Ene 17 • destacamos, Ficciones, principales • 2775 Views • No hay comentarios en Agua limpia: El pueblo lejos del pueblo

 

POR EDUARDO MONTAGNER ANGUIANO  

 

I

 

Era como si estuviera hecha de tierra, de piedra. Era bella y blonda. Yo veía el campo a un lado de ella, junto a ella, desde arriba del monte Grappa. Le gustaba mucho ir allá arriba porque decía que desde ahí podía ver todo el pueblo. A veces ya era tarde, pero nosotros estábamos allá, mientras veíamos volar los pájaros y oíamos moverse las hojas de los árboles. Me decía:

 

—No me olvides nunca. ¿Has entendido?

 

Y yo le decía que sí, que había entendido mero bien.

 

—Ahora estamos acá los dos, arriba del monte Grappa. Y estamos mero contentos así —me decía—. No me hagas nunca mal.

 

Y yo le decía que no, que no quería hacerle ningún daño. Luego leíamos mil veces lo que está escrito bajo la piedra que trajeron del país de nuestros viejos e imaginábamos todo lo que habrán sufrido nuestros parientes de allá en la Primera Guerra Mundial.

 

II

 

Había la muerte por todo en torno. Nos encontrábamos en esa estancia amontonados, tristes pero todavía con un poco de coraje. Nuestro mundo se había vuelto gris aunque el sol saliera brillante y fuerte; nuestro mundo seguía siendo oscuro, nebuloso, como si una parte de la noche se hubiera puesto por encima de nuestros días. En esa estancia había más que nada mujeres y muchachas que velaban a cada muerto que nos llegaba, pero también algún viejo, hombre o muchacho.

 

Uno de estos muchachos me llamaba la atención porque había siempre sido un borrachín que se veía como si no le tuviera caro al mundo, pero ahora estaba ahí, siempre ahí, como si quisiera darle a cada muerto algo simbólico, valioso; ahí, como todos, sentado durante horas, rezaba o también callaba con la cara triste y llena de respeto. Ver a ese muchacho así provocaba que se me anudara el corazón.

 

III

 

Un día habíamos dicho de ir otra vez allá a platicar más, a ver cómo el pueblo venía siempre más loco.

 

—¿Viste algún lugareño desde cuando saliste de casa hasta que llegaste acá arriba? —me preguntó tan pronto como apareció.

 

—No —le dije yo—. He visto sólo gente de fuera.

 

—El pueblo está siempre más lejos del pueblo —me dijo—. ¿No oíste que está aullando?

 

Callé. ¿Qué quería, pues? Pero me gustaba dejar que hablara porque era muy bella…, demasiado bella. Entonces me miró en la cara. Me veía como si tuviera clavos en vez de ojos. Me agarró la cara con sus manos blancas y frías y me dijo:

 

—Déjame verte bien.

 

Me contemplaba como si estuviera triste, como si me viera por última vez. Le pregunté:

 

—¿Cómo es que te quedas con los ojos fijos así?

 

Me espanté con lo que me respondió.

 

—Porque quiero que me quedes en los ojos antes de que no haya más gente del pueblo en el pueblo.

 

Hacía un poco de frío y se oía cómo chiflaba el aire; hice hora de ver en torno pura hierba —es más, césped— y piedras.

 

 

IV

 

Todos trabajábamos por nuestra gente que moría. Los hombres se los veía con el azadón, con el pico, todo el día, pero yo no era buena de entender bien lo que hacían, los agujeros para enterrar gente estaban abiertos o había quien los excavaba; los del azadón y el pico hacían otra cosa: era como si quisieran rascarle la piel a la tierra para entender por qué nos pasaban esas feas cosas.

 

En tanto, el muchacho seguía ahí, sentado, casi sin siquiera moverse, como si orara siempre pero sin hacer una sola palabra. Como ya lo dije, me anudaba el corazón; para mí era la prueba más fuerte de que nos encontrábamos todos a punto de morir. Estábamos en una estancia como una capilla en la que ahora cuidábamos cinco ataúdes. Teníamos que enterrarlos lo más rápido posible porque ya nos habían dicho que habían muerto otras siete personas. Casi ya ni siquiera preguntábamos quiénes eran.

 

En eso, un hombre entró a llamarme porque había que ir de nuevo a rogarle al sacerdote que por favor no se fuera del pueblo. Este sacerdote había dicho que él no se quedaba ya aquí, con nosotros; quería dejarnos con el pueblo muerto y nadie que dijera misa. Salí con el hombre y subimos a una camioneta. El hombre prendió el motor y fuimos aprisa a donde vivía el sacerdote. Cuando llegamos bajé y toqué su puerta.

 

Me abrió el sacristán.

 

V

 

Pasó el tiempo. No la había visto más en meses. Una tarde me la encontré por la calle. Había yo salido un momento, antes de comenzar a trabajar. Ella venía a pie, como asustada, como si tuviera una enfermedad por todo el cuerpo.

 

—¿Qué po, manooh? —me dijo como ufana de dominar también la manera de hablarnos entre los muchachos del pueblo—. ¿Cómo estamos?

 

—Yo bien. ¿Y tú?

 

—¿Yo? Más triste que antes.

 

Me miraba con sus ojos verdes, ojos bellos que nunca más.

 

—¿Por qué, pues? —le pregunté yo.

 

—Porque el pueblo se está muriendo.

 

Me quedé sin decir nada. Tenía el corazón frío. Me vinieron hasta los escalofríos.

 

—Te invito a cenar a mi casa esta noche —me dijo—. Te espero a las ocho.

 

Entré a acabar mis quehaceres y después me bañé. Cuando salía, mi mamá me llamó.

 

—Ven acá, Piero. ¿A dónde vas?

 

—Ahora vengo, mamá. No tardo tanto.

 

—¿Vas de nuevo con esa muchacha? Cuidado porque dicen que está loca, querido. Que habla con los muertos.

 

VI

 

No me obliguen a quedarme aquí —me dijo un momento después el sacerdote—. Esto supera todas mis fuerzas.

 

Me venía rabia que un hombre que según servía al Señor actuara así.

 

Es parte de su misión, padre. No puede dejarnos. Debemos darle digna sepultura a nuestros muertos.

 

Lo que está pasando en este pueblo es una pesadilla —me dijo, y tenía razón—. Si me quedo aquí con ustedes, también yo moriré.

 

En eso se equivoca usted —le dije—. Sólo estamos muriendo nosotros. Usted está a salvo. Lo único que tiene que hacer es cumplir con su deber.

 

Después de estar ahí suplicándole media hora, el hombre entendió lo que le decía. Salí, pero se quedaron dos muchachos a cuidarlo en la calle para que no se nos escapara de escondión.

Él sabía la culpa que tenía en todo esto.

 

VII

 

Salí y comencé a caminar. Hacía demasiado frío: tenía hasta las manos en los bolsillos. Era buena hora, pero no había casi nadie por las calles. Tan pronto como llegué, toqué la puerta y me abrió enseguida. Había preparado una bella cena véneta. La mesa estaba llena: suyi, polenta, queso, scarola, conejo, agua de vinagre, buñuelos, fruta seca y pájaros. Había también dos vasos y una botella de vino. La mesa era muy larga: habrían cabido veinte o treinta personas. La casa olía a triste. Me parecía estar dentro de una casa de setenta años atrás porque ella estaba vestida como la mamá de mi abuela. Tenía hasta la mascada y los zuecos.

 

Se la veía más bella pero también más triste.

 

—Siéntate, caro.

 

Hice lo que me decía.

 

—¡Qué pues! —le grité mientras reía: quería hacerla reír un momento también a ella.

 

—Esta es la última cena —me dijo.

 

Quedé sin hacer ni siquiera una palabra. Ella llenó de vino los vasos.

 

—¿Brindamos? —me preguntó.

 

—Sí pero, ¿por qué brindamos? —le pregunté.

 

—Por la muerte del pueblo —me respondió.

 

Yo me enrabié.

 

VIII

 

Cuando regresamos, de nuevo aprisa, entendimos que había pasado algo demasiado feo. La poca gente que quedaba estaba fuera, por las calles, todos con los ojos desorbitados, sin decir nada, y había un montón de forasteros por todos lados. Continuamos nuestro camino, en vez de detenernos para preguntarle a alguien qué pasaba.

 

Cuando llegamos a la estancia que ocupábamos como capilla velatoria, vimos un montón de gente amontonada ahí afuera: eran como dos grupos que se apedreaban uno con el otro. Los gritos y los alaridos eran para enloquecer. El hombre que manejaba la camioneta donde yo iba dijo «hasta aquí llegamos». Y, de golpe, uno le vació la pistola en la cabeza. Ni siquiera grité. El hombre murió enseguida; quedó sobre el volante, con los ojos abiertos, como si en vez de muerto estuviese enrabiado o quizás avergonzado. Bajé rápido y corrí a la capilla.

 

Cuando llegué adentro, vi que había ocho ataúdes nuevos; estaban los que los cuidaban; rezaban con la fe quebrantada. Vi que el muchacho que me anudaba el corazón no estaba; pensé que había salido un momento o que a lo mejor estaba dentro del escándalo de la calle, pero en eso una viejita me dijo:

 

—Pobre, este Daniel… Ya está dentro de un ataúd también él…

 

Quedé de piedra, fría como un hielo. Después de escuchar eso, entendí que para mí —no sabría ni siquiera decir por qué— ese muchacho era como una especie de última esperanza: una última esperanza ahora muerta también esa.

 

—¿Dónde está? —le pregunté a esta viejita—. ¿Cuál es su ataúd?

 

La viejita me dijo cuál. Me le acerqué. Estaba —como todos los otros— cerrado… cerrado para siempre.

 

—Me gustaría verlo…

 

—Mejor no, pequeña. Quedó mero… ¿cómo te diría? Con la cara mero cosada pues…

 

—¿Pero qué le pasó?

 

—Oh… Estaba aquí sentado y, en eso, medio se levantó y cayó muerto. Lo feo fue su gesto. ¡No soy capaz de olvidar ese gesto…! No soy capaz de quitármelo. Habría querido no haberlo visto. Mejor que te quede en los ojos la cara que tuvo cuando estaba vivo.

 

—¿Qué le habrá pasado? —le pregunté. Tenía hasta la temblorina y la meadina.

 

—¡Oh! ¡Tú sabes…!

 

Entonces —después de haber ido a orinar— me senté en una silla delante del ataúd de Daniel.

 

IX

 

—¿Pero estás loca o qué? ¡Si el pueblo está yendo avante cada vez más!

 

Por poco soltaba mi vaso; hasta hizo un feo ruido sobre la mesa, pero hice hora de agarrarlo. Me vino vergüenza porque me miraba con ojos demasiado atentos.

Por allá afuera hacía aire y frío.

 

Me dijo una cosa que tampoco ahora puedo entender.

 

—Ya no soy buena de llorar. No soy un árbol viejo, pero sé que me han de cortar, querido amigo.

 

Se quedó que veía lo que había en la mesa. Yo hablaba las palabras de los mudos. Después me dijo:

 

—Toma tu vaso, caro.

 

Ella agarró el suyo. Bebió todo de un golpe. Luego dejó su vaso en la mesa. Yo comencé a beber despacio. Todavía estaba enrabiado.

 

—¿Pero quién eres tú, en realidad? —le pregunté.

 

—Soy el alma del pueblo —dijo con voz como oxidada.

 

Y cayó con la cara dentro del plato vacío que tenía delante. Yo creí que bromeaba. Me levanté con el vaso en mano y fui a un lado de ella para decirle que ya de juguetear. Pero estaba muerta. Me asusté con el ruido de mi vaso que se había roto en tierra después de haberlo soltado sin querer. La sacudí dos tres veces, pero nada. Me llené de miedo. Corrí hasta la puerta. Cuando estaba afuera, no vi a nadie por ahí. Quería llegar rápido a mi casa. Quería hacer algo para contenerme de llorar como un chiquillo. No era bueno de encontrar el índice, pero vine en mí con el aire frío de la noche.

 

Todavía estaba caminando cuando me vino en mente lo que me había dicho tantas veces: «no me olvides nunca». Me sentí demasiado mal porque cada paso que hacía era como el ruido de que ya había comenzado mero a olvidarme de ella.

 

X

 

De ahí a unas cuantas horas se llevaron todos los ataúdes y trajeron otros diez. No cabíamos ya siquiera allí dentro.

 

Dos o tres días, semanas o meses después, fui un rato a caminar por el campo porque estaba agria-estomagada y sentía que reventaba. Bajo una morera me encontré a una niña. Era la hermana del difunto Daniel. Veía algo sentada en el borde del río seco del pueblo. Cuando me vio, me llamó.

 

—Tengo caro de verte, Cata. Tú fuiste muy buena gente con mi difunto hermano.

 

Sentí no sé qué. La verdad era que no nos habíamos hecho ni una palabra él y yo. ¿Entonces había sido buena gente con él? ¿Saltaba afuera eso ahora? Me senté a un lado de esta niña.

 

—¿Cómo estás, Pineta?

 

—¡Oh! ¡Tú sabes! No creo tardar mucho, pero bueno…

 

Me enseñó una de las cosas que tenía en mano. Eran fotografías.

 

—¿No era un bello muchacho? —me preguntó.

 

Se me anudó el corazón.

 

—Esta se la hicimos cuando tenía diecisiete años…

 

Me la dio. Era Daniel con la sonrisa en la boca, con la mano izquierda apoyada en un muro grueso y viejo.

 

—Esta cuando tenía seis…

 

Con la sonrisa en la cara también. Sentado en tierra. La persona que se la había hecho estaba en pie.

 

—Y esta es la última que le hicimos…

 

Reía otra vez, pero ahora su reír era como un poco triste. Detrás de él había una morera.

 

—Se la hicimos mero aquí, donde estamos sentadas ahora… —me dijo la Pineta.

 

Me acordé que estábamos bajo una morera. Entendí por qué estaba ella ahí. Le pregunté cualquier cosa.

 

—¿Era muy risueño tu hermano?

 

—Más que sea, cuando le hacían fotografías.

 

Era cierto. Me parece que yo casi no lo había visto reír nunca. Puse toda mi atención en esa última foto, y me digo que me bajó la presión o algo así, porque de golpe me sentí como volar y veía puros colores, mil colores alrededor. No me sentía mal. Es más, estaba contenta como nunca.

 

—Y la que tienes en mano —le dije a la Pineta—, ¿a qué edad se la hicieron?

 

—No —me dijo—. Esta no es suya: es tuya.

 

Quería decirle que estaba equivocada de seguro.

 

—No creo —le dije solamente.

 

—Mira…

 

Salía con la sonrisa en la cara también yo. Detrás se veía la morera.

 

—¿Es esta morera la que viene en la foto?

 

—Sí —dijo la Pineta—. Mero esta, es.

 

—No me acuerdo ya quién me la hizo…

 

—¿Pero no te la hizo Daniel? —me preguntó.

 

—No… Él no.

—¡Pero si me dijo que te la hizo él!

 

Yo estaba como adormecida. Ya no sabía nada.

 

—No me acuerdo que me la haya hecho él. Es más, no recuerdo que me la haya hecho nadie. Es la primera vez que estoy en este lugar.

 

La Pineta se quedó muda. Pensaba quién sabe qué.

 

—Es normal que nos olvidemos de las cosas —me dijo—. Lo que puedo decirte es que él quería mucho esta fotografía.

 

Yo quería pensar algo pero, en vez de eso, oí estrépito de agua.

 

El río seco del pueblo comenzó a llenarse de agua que corría. Agua limpia, llena de fuerza. ¡Una cosa de no creerlo! Era casi un siglo que no corría ya agua por ese río. Quería decirle algo a la Pineta porque estaba muy contenta; algo de agua o de su difunto hermano quería decirle, pero sentí que era mejor callar.

 

No quería tampoco que ella hablara. Y no habló. No hablamos.

 

El agua era tan bella que me venían ganas locas de soltarme adentro. Pero me acordé que tenía que ir en cinco minutos a ver otra vez al sacerdote que de nuevo quería escapar: tenía que decirle que había ya sólo veintitrés personas por enterrar. El agua me hacía mucho antojo; corría cada vez más. Quería beber, nadar, ahogarme ahí.

 

Me di cuenta que tenía las cuatro fotografías en mano. Volteé a ver a la Pineta. Ella me miraba con los ojos muy vivos. Me hizo un buen gesto y supe que me había entendido.

 

Solté las cuatro fotografías juntas. El agua se las llevaba como si tuviera mucha prisa. Todavía tuve tiempo de medio ver una de las caras risueñas de Daniel. La Pineta estaba como asustada pero serena.

 

Miraba el agua como si supiera que no habríamos de verla más.

 

No fui ya a buscar al sacerdote.

 

Escrito originalmente en véneto, este relato fue publicado en Ancora non fa, en 2010. La traducción al castellano es del autor.

 

*Ilustración: Leticia Barradas.

 

 

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