Air Mexicain, mitología precolombina y surrealismo
RICARDO ECHÁVARRI
Pasado poco más de un año de que Benjamin Péret regresó a París (1949), después de su estadía de seis en México, escribe Air Mexicain, deslumbrante poema que recrea desde la escritura surrealista los mitos del México precolombino.
México, en la antesala de la guerra, atrajo a varios artistas del “círculo sagrado” del surrealismo. Algunos viajaron y otros establecieron su residencia en este país. En una época en que el surrealismo se acercaba a su crepúsculo, México representó, en el plano vital, un lugar de refugio para algunos de sus miembros destacados y, en el plano artístico, la esperanza de un reavivamiento de la estrella surrealista.
Antonin Artaud llegó en 1936. Viajó a la sierra Tarahumara, donde fue iniciado por los rarámuris en el rito del peyote, “una planta-principio”. Esa experiencia marcaría su poesía para siempre. César Moro, un poeta peruano que a finales de los veinte conoció a André Breton en París y en 1938 arribó a nuestro país, quedaría para siempre fascinado por el cielo de México. Bajo ese cielo ve perdurar “lo mágico, lo esencial, lo trascendental de nuestro pasado”. Los grabados de José Guadalupe Posada y los cuadros de Frida Kahlo fascinaron a Breton, quien en su visita a nuestro país, en 1938, dijo su frase célebre, aquella de “México tiende a ser el lugar surrealista por excelencia”.
Entre lo que más apreciaron de México los surrealistas se halló lo vivo del pasado precolombino, el cual, no obstante el peso mortal de la modernidad, seguía moldeando su alma y su arte. Con profundo interés buscaron penetrar en las formas y la magia del arte mexicano. Roland Penrose admiró los cráneos de cristal de roca —que había observado por primera vez en la sección maya del Museo Británico—, y los relacionó con las “calaveras de azúcar” con que los pobladores del centro de México adornan sus altares el Día de Muertos (“hermosamente decoradas, llevan el nombre de un pariente recientemente fallecido y son finalmente saboreadas como una dulzura”). Eva Sulzer dejó en las páginas de la revista Dyn inolvidables imágenes en color sepia de la pirámide de Uxmal. Wolfgang Paalen viajó a las márgenes del río Coatzacoalcos para admirar in situ las fabulosas cabezas olmecas. Leonora Carrington interpretó de manera original el arte mágico del mundo maya.
De todos los surrealistas, Benjamin Péret fue quien mostró el interés más profundo por el México prehispánico. Tradujo al francés el Chilam Balam de Chumayel (Denoël, 1955) y reunió su Anthologie des mythes, légendes et contes populaires d’Amérique (Albin Michel, 1960).
Ese interés casi de mitólogo fue una preparación para una de las uniones más logradas entre mitología precolombina y poesía surrealista. Esa fusión que condensa toda la experiencia mexicana de Benjamin Péret se encuentra en Air Mexicaine (Arcanes, 1952). El poema fue probablemente escrito en la Isla de Sein, durante el verano de 1949. La edición de tiraje limitado fue ilustrada por Rufino Tamayo. Hay una tardía edición mexicana del poema, que conserva el original en francés, con una estupenda versión en español de José de la Colina (Aldus, 1997). Para Fabienne Bradu el poema de Péret es “la culminación y la pieza maestra de sus escritos sobre México”. A juicio de Octavio Paz, quien sin duda recibe su influjo y lo prepara para hacer un posterior intento de fusión semejante, es “uno de los más bellos textos poéticos que hayan inspirado el paisaje y los mitos americanos”.
Air Mexicain está escrito en un verso libre francés muy prolongado, que se acerca a las formas del versículo ensayadas por otros surrealistas en algunos de sus poemas extensos. En la escritura a lo surrealista del texto de Péret hay un cambio en la manera en que la escritura automática despliega su imaginería en el cuerpo del poema: las imágenes parecen brotar de manera “volcánica” y son de naturaleza más bien abstracta, en lugar de aquellas basadas en el “encuentro de dos realidades lo más alejadas posibles” que postularon Reverdy y el surrealismo de la primera época.
Air Mexicain es un texto escrito en clave, que recrea la cosmogonía de los antiguos mexicanos. Esos mitos antiguos, que Benjamin Péret consideraba “poesía en estado original”, con su ciclo sucesivo de creación y destrucción, con su fusión del tiempo mítico (espiral retorno) y el tiempo histórico (línea irreversible), forman la escritura casi secreta, simbólica, que permea todo el poema peretiano. Sin ese constante ir y venir del poema al libro de los mitos precolombinos es casi imposible develar los signos de esta escritura que se encuentra en los límites del hermetismo surrealista.
El fuego enlutado brota de todos los poros
El polvo del esperma y de sangre vela su rostro tatuado por la lava
Su grito resuena en la noche como un anuncio del final de los tiempos
El escalofrío que salta sobre su piel de espinas corre cuando el maíz se alisa al viento
Su corazón enarbolado concluye a los cincuenta y dos años en un brasero de alegría
En un juego de alusiones el inicio del poema nombra, sin mencionarlo, a Huehuetéotl (“fuego enlutado”), el dios del fuego, el más antiguo de la mitología mexicana, a quien en su advocación de dios fálico y de la fertilidad se le brindaba el sacrificio de “esperma y sangre”. La “lava” hace referencia posiblemente a Tlatilco, una pirámide redonda, parcialmente ocultada por la lava, donde se ha encontrado la representación más antigua de esta deidad. El ídolo del dios del fuego siempre lleva un brasero (“brasero de alegría”) sobre su cabeza y sus brazos entrelazados forman el signo ollin, que significa el cíclico movimiento del sol, los seres y las cosas.
Quizás sea necesario recordar que en la cosmogonía mexicana el mundo ha sido creado y destruido varias veces. El primer sol sucumbió por el agua, el segundo fue oprimido por el cielo, el tercero se destruyó por el fuego y el cuarto por el viento. El quinto sol (regido por el signo de ollin, movimiento), en el que vivimos ahora, sucumbirá por temblores de tierra. Esa cosmovisión originó el ritual del “sol nuevo”, que se menciona en Air Mexicain, cuando en la cima de la Pirámide del Sol, cada 52 años (el ciclo del siglo tolteca), quedaba en vilo el alma de los antiguos mexicanos, quienes dudaban entonces si el “sol negro” o el “sol detenido” sucumbiría de su viaje por el submundo o volvería a brillar en el firmamento.
En cierto sentido Air Mexicain es un “himno a los dioses”, que recuerda la escritura original con que en náhuatl se describía y exaltaba a las deidades mexicanas. El epíteto emblemático nombra al dios y sus atributos, tal es la clave escritural que permite desentrañar la significación simbólica de este poema. Huehuetéotl vimos que aparece en la forma de “fuego enlutado” o “abuelo del fuego”, Quetzalcóatl como “serpiente emplumada”, Tezcatlipoca es “el espejo humeante”, Xipe Tótec “el desollado” dios de la primavera, Tláloc “tigre de la lluvia”, Xilotl es “el hada del maíz” o “el maíz verde”, Coatlicue es nombrada “la virgen de falda de serpientes” y su hijo, Huitzilopochtli, aparece como colibrí o “ave mágica” (hay incluso una alusión al nacimiento “inmaculado” del dios guerrero: Coatlicue, como diosa virgen, fue preñada por una “pelusa verde” que se posó en su regazo). Todos los dioses participan del movimiento del cosmos y, en su honor, el tiempo mexicano se convierte en un tiempo de sacrificios, de festividad, de ritual sagrado:
El tigre de la lluvia reclamaba su festín de hostias encantadas por un final glorioso
el abuelo del fuego su regalo de flores perfumado de corazones palpitantes y el hada del maíz su corona de rocío en la que se miraban las montañas…
En Air Mexicain el tiempo mítico y el tiempo histórico se funden. La llegada de Hernán Cortés es vista por Moctezuma como el anuncio de la vuelta de Quetzalcóatl, un retorno en cierto sentido a la armonía cosmogónica: “la serpiente emplumada retorna a su casa”. Pero esa armonía es sólo una ilusión; la cruda realidad histórica de la Conquista, con su sometimiento de la otredad, queda revelada: el español lleva como armadura “un abrigo de escorpiones”; el oro resume el móvil materialista de su empresa: “exigen oro que no vale lo que las plumas de la mañana”, destruyen los templos sagrados (“las mansiones de los amos”) y los códices (“los libros de toda ciencia”), plenos de sabiduría ancestral.
El conocido anticlericarismo de Benjamin Péret no deja de expresarse en la visión que Air Mexicain modela de los vencedores europeos: traen un “crucifijo sangriento”, “los comedores de anonas que llevan un círculo sobre su cabeza quieren hacer un dios que no es necesario”. Péret en este punto parece reconocer que no existía ninguna superioridad, ni aun religiosa, por parte del Conquistador, y al alegato europeo simplificador de que los aztecas profesaban el politeísmo, opone la profunda creencia en un dios único, el “Dador de la Vida” de los poemas prehispánicos o el “señor de la vida” —el Tloque Nahuatlaque— que formaba parte del conocimiento esotérico de la élite sacerdotal. A ese dios único, dador de todas las cosas, se le conoce también como Ometéotl, la suprema dualidad del mundo: Uno y Dos, como se expresa en el dualismo cósmico del día y la noche, o en el dualismo antropomorfo de los sexos. La idea de la unidad y la heterogeneidad del ser no era extraña para los antiguos sabios mexicanos.
En Air Mexicain lo mítico y lo histórico se funden, como si el tiempo de los dioses y el de los hombres se acercara, se separara y volviera a fundirse. Por ello no sorprende que personajes de la historia del México moderno —como Juárez o Zapata— parezcan advertir de un renacimiento del alma mexicana vinculada con el pasado mítico; y que los rostros de nuevos conquistadores, “sombras bárbaras con rostros de dólar numerado”, identificados con los anglosajones yanquis, busquen alterar el hermoso sueño mexicano asentado en la raíz de sus antiguos dioses. Zapata —como Quetzalcóatl o Cuauhtémoc— es mitificado en tanto restaurador del orden sagrado, la reconciliación del mexicano con su pasado:
De cada surco parecido a un centavo nuevo Zapata hace crecer la mies
para siempre madura de los cantares desheredados
Air Mexicain se acerca a las escrituras del palimpsesto, como si en esos versos desbordados y cercanos a la prosa se filtrara la escritura otra: la tinta negra y roja con que los antiguos escribas componían los códices. Del Popol Vuh proviene su mención de los “tapires del alba” y del Chilam Balam la cita de “los comedores de anonas”. En un poema centrado en la cosmogonía del Valle de México no dejan de sorprender estas alusiones a los textos mayas, que parecen subrayar, pese a su distancia histórica o espacial, la esencial unidad espiritual de las culturas originales del México precolombino.
*La primera edición de “Air Mexicain” incluyó ilustraciones de Rufino Tamayo/ESPECIAL.
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