Al menos yo tengo marido

Ago 4 • destacamos, principales, Reflexiones • 7143 Views • No hay comentarios en Al menos yo tengo marido

POR NADIA VILLAFUERTE

 

Una ocasión llamó mi madre para decirme que su refrigerador se había descompuesto. El hielo se derritió, atravesó peras, carne y brócoli por igual, hasta que aquella materia compacta (tan dura como aquellos estados interiores capaces de preservar los prejuicios y las convicciones personales a cero grados centígrados) se convirtió en un charco espejeante sobre el linóleo. Pensé en ti, hija. Al menos yo tengo marido y vivo en una ciudad pequeña y conozco a un técnico de confianza o tengo dinero para reemplazar el refrigerador destruido por otro. En el acto la oí llorar muy contenidamente, se recompuso, cambió de tema, colgamos.

 

Su juicio severo dicho con tan pocas palabras, sus frases desatándose desde el fondo y golpeando en la superficie, me dejaron más sola de lo que ya estaba sin marido, sin técnico, sin dinero, hacinada pero a millas de los otros, como ocurre con todos los que vivimos en una ciudad de más de ocho millones de habitantes. En ese pequeño roce doméstico reconocí mi vínculo con la enfermedad de lo sentimental, enfermedad que se había incubado primero mediante escenas comunes y corrientes transcurridas en el hogar, y más tarde a través de la ficción.

 

Antes de haber leído a Chéjov y Carver ya estaba mi madre, su mirada rencorosa o perdida, mi padre arisco con su caña de pescar, un pastel en el centro de la mesa, y del otro lado, frente a ellos, un hombre sin manos tratando de tomar la foto de una familia cualquiera, muy distinta de una familia rusa en 1890 o de una familia en Iowa en 1970, pero que en mucho seguía pareciéndose a las descritas por los maestros del cuento contemporáneo, si no en sus formas, sí en sus bajos fondos (y ya sabemos que la familia, ese derivado de otra aberración peor, el matrimonio, raras veces es más que el sitio donde se incuban la mayor parte de las insatisfacciones personales).

 

Momentos así, los reclamos incómodos alrededor de una charla insulsa, un teléfono en el buró en apariencia inerte y a la vez tan sospechoso como la cabeza de un muerto, una ventana desde donde se aprecia el anémico cielorraso y una inestabilidad que se acumula hasta que uno siente cómo el paisaje nos va a explotar en los oídos, momentos así edifican nuestra naturaleza ordinaria, una que con toda su vulgaridad o su patetismo podemos despreciar, evadir, encubrir, pero no quitarnos de encima. No hay, cuando padecemos uno de esos domingos triviales, en los que el ruido de la cisterna o el parpadeo de los arbotantes nos recuerdan la brutalidad silenciosa de los que realmente somos cuando no sabemos qué ser (Celan dixit), no hay de por medio ningún Gordon Lish capaz de cortar con su escalpelo la carne del relato.

 

Antes de mi madre ya existían los personajes de Chéjov, gente idéntica o supuesta (la imaginación tiene sus méritos) que siglos atrás desplegó su bondad o su estupidez anodina, y oyó cómo se fracturaba algo físico o interior aunque se pasaran por alto el aturdimiento y no fueran capaces de torcer su destino. Y muy cerca, al menos geográficamente, ya existían las composiciones de Carver, desplegándose bajo la luz cruda de los 100 watts, una luz que casi podía tocarse e incrementaba el efecto de soledad y pérdida en la que seres anónimos se hallaban, mientras leían una revista de Mecánica Popular u oían el suave sonido de la radio.

 

A Chéjov y a Carver les tocó discriminar de esa emanación de los testimonios diarios un puñado de vidas de cuya esmaltada condensación derivaba su fuerza. Decantar las escenas vistas, suprimir y saber reconocer las zonas callosas de lo elegido, desbrozar los montes de un atajo a punta de machete, permitió que el derrumbe de sus personajes alcanzara la dimensión del horizonte abierto y amenazante tanto de las estepas rusas como de las calles anchas bordeadas de dúplex en los suburbios norteamericanos. El tipo de paisajes vastos e inhóspitos que de alguna manera están dentro de uno y se repiten afuera. Esos que nos obligan a abrir los ojos porque deseamos que su polvo incómodo bajo los párpados, se vaya.

 

Chéjov, el maestro de Carver. De él aprendió a mirar, no a suprimir porque para eso apareció el editor, las sutilezas del dolor humano fraguadas en situaciones tan absurdas como esa en la que un hombre saca al garaje sus muebles, al tiempo que bebe y observa a una pareja de jóvenes bailar alrededor de las cosas que simbolizan los desechos materiales de su ruina. Chéjov habló de aldeanos y de mujeres provincianas; en los cuentos de Carver hay matrimonios fallidos y trabajadoras en los diners. Y si Chéjov impregna de sentido los jardines, Carver lo hace con los objetos que se convierten en testigos de las batallas caseras: están ahí las cosas alrededor de los protagonistas, viendo cómo estos dejan que la crisis siga su curso, sin que lo puedan o quieran evitar. “Es posible, en un poema o en una historia corta, escribir sobre objetos vulgares utilizando un lenguaje coloquial, y dotar a esos objetos (una silla, unas persianas, un tenedor, una piedra, un anillo) de un inmenso poder”, explica el propio Carver en su ensayo “On Writing”.

 

Objetos punzocortantes. En “Diles a las mujeres que nos vamos”, Billy y Jerry encuentran a unas chicas cuando se encaminan hacia el valle. “No llegó a saber lo que quería Jerry. Pero todo empezó y acabó con una piedra. Jerry utilizó la misma piedra con las dos chicas”. Muchos de los títulos carverianos (“Bolsas”, “El baño”, “Todo pegado a la ropa”) anuncian el contexto (realismo K-mart lo han llamado), pero también el vínculo entre las cosas y el espíritu en tensión de quien las posee. “Le doy un cigarrillo y sostengo una cerilla para que lo encienda. Pero créeme, Les, me temblaban los dedos”.

 

Es 1904 y en “Tres rosas amarillas” (el relato de Carver), Chéjov está muriendo. El doctor Schwohrer sabe que son los últimos minutos del escritor y pide una botella del mejor champaña y tres copas (“No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte?”). De forma metódica el doctor descorcha la botella. Pocos después Chéjov deja de respirar, Schwohrer le toma el pulso y, a petición de Olga, se retira. “Cogió el maletín y salió de la habitación. Y de la historia. Fue entonces cuando el corcho saltó de la botella”. El corcho, sabemos al final, adquiere un peso escandaloso aun cuando permanece tirado en el suelo. No era cierto que no se oyeran las voces humanas, ni los sonidos cotidianos, salvo la belleza, la paz y la grandeza de la muerte. Ahí estaba el corcho, cerca de la punta de un zapato, modificando silenciosamente el cuadro.

 

El laconismo, la omisión, la elipsis, fueron las decisiones estéticas que llevaron a Chéjov y a Carver a dar forma a eso que veían cada uno por su lado: la vida ocurriendo diáfana y turbia, sus ataduras, sus hechos grises, las relevantes o fútiles alternativas morales que uno, cuando es llanamente persona, deja pasar o toma. A ambos escritores les debemos el mérito de haber observado la superficie ríspida de la existencia común, una que sin edición resulta avasallante con sus detalles excesivos y su melodrama (el ejemplo es mi madre, que nunca ha leído a Chéjov ni a Carver pero que tira por accidente el salsero y se queda horas viendo el mantel sucio, perpleja, como si el mantel le estuviera diciendo algo sobre sí misma).

 

Calíope, el personaje de la novela Middlesex, de Jeffrey Eugenides, en algún punto lo ratifica: “Chéjov tenía razón. Si hay escopeta en la pared, tendrá que dispararse. En la vida real, sin embargo, nunca se sabe dónde está el arma”.

 

FOTO: Raymond Carver, en Port Angeles, Washington, en 1984.Crédito: BOB ADELMAN / INCLUIDA EN EL LIBRO “CARVER COUNTRY”

 

 

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