Alejandro Aura, el bailarín herido
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El próximo año se cumple una década de la muerte de Alejandro Aura. A propósito del poemario Epicedio al padre,de Orlando Mondragón, ganador del Premio de Poesía Joven “Alejandro Aura”, Carmen Boullosa, quien fuera pareja del autor de Volver a casa, lo recuerda
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POR CARMEN BOULLOSA
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Las tres vocaciones del adolescente Alejandro Aura fueron la poesía, el baile y el teatro. La vocación de bailarín fue la primera que le tendió la mano ofreciéndole qué llevarse a la boca cuando de verdad no tenía nada más. Alejandro se presentó a una audición, y el baile generoso le dio la oportunidad de ganarse la vida; sería en un escenario, con una compañía de danza de cuyo nombre no sé acordarme.
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Cuando el estreno era inminente y Alejandro caminaba para llegar al ensayo general, lo golpeó un automóvil, le lastimó el tobillo, inutilizándolo como bailarín temporalmente.
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Es muy probable que caminara (o corriera) como había atravesado cuando niño la avenida San Cosme, tomado de la mano de dos de sus hermanos: cerraban lo ojos confiados en que nadie iba a atropellar “a tres niñitos ciegos” —y cito a Alejandro textual.
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Esa ceguera escenificada, teatro, representación pública de la confianza, recorre la poesía de Aura: incluso cuando irrumpe el golpe de la pérdida, por inercia vuelve a cobrar cuerpo la certeza de una bondad ambiente. Certeza que no excepcionalmente se convierte en baile de celebración incumplida presente en la palabra del poeta.
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Esa escenificación, a su manera estelar, es también narrativa: el mundo es generoso, la vida es posible y no sólo una molienda en la que todos corremos a ser la pasta de reciclado.
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Si Aura no se pudo estrenar como bailarín profesional, y anduvo por años a salto de mata sin la más básica provisión (Alejandro contaba cómo durante un tiempo se hospedó en un coche prestado, creo que de Agustín Monsreal, de lo que estoy convencida es de que fue Agustín quien le prestó el traje para ir decentemente vestido a pedir la mano de su primera esposa, la poeta Elsa Cross —que me corrija si me equivoco—), sí es circunstancia comprobable la historia del bailarín herido, y que el poeta nunca perdió la certeza de pertenecer a una compañía que generosa tiende siempre la mano al nuevo integrante. Esta confianza, esta esperanza, esta danza permea su poesía. Tampoco abandonó Alejandro el teatro, también permeó la poesía. Alejandro fue siempre un ser gregario y optimista (aunque se deprimiera seguido).
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(Deprimirse es labor de poetas optimistas. Los que se resignan son los prácticos que no fingen ceguera sino son ciegos de verdad. No necesita la vida atropellarlos: llegaron aplastados, sin ánimo de cruzar infortunios).
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Aura es un raro caso en nuestras letras: siempre poeta en su poesía, siempre teatro, siempre baile. Él no descansa, lo sé: él baila, representa y está vivo hoy, más vivo cada vez, en sus poemas.
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Traigo a cuento al poeta que lleva el nombre del premio otorgado (fea, horrenda, palabra, “otorgado”, equivalente a la “escroto” del premio), porque el libro de Orlando Mondragón, Epicedio del padre me hizo recordarlo, así por la diferencia.
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Porque Orlando Mondragón, viejo poeta muy joven, es de estirpe opuesta al chamaco que recorría las calles de la ciudad de México con los ojos tan abiertos que cerraba los párpados, incansable bailarín al son de una fe y una especie de dicha herida, ese Alejandro Aura al que se extraña a diario —y pienso lo afortunado que fue al no conocer los decenas de miles de desaparecidos, la llegada de Trump, la indecencia ambiente.
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Aura escribió un poema al “hermano mayor” que era idéntico al padre (“Yo tenía un hermano mayor; era siempre cinco años más amable y más sereno; quería un escritorio y un caballo y una manera nueva de contar los sueños”). Con éste basta para clavarlo en las antípodas del poemario —o poema— ganador del premio que lleva su nombre.
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Si alguien quiere trazar un mapa de antípodas poéticas mexicanas, Orlando Guillén y Aura formarían parte. Si quisiera ilustrarlo con imágenes, podría echar mano de una fotografía para saber que aquel hermano mayor del poeta Aura, era idéntico a Olimpo, su padre —un hermano padre, como lo es, a su manera, el padre de Orlando Mondragón, en la segunda parte del Epicedio—. El mapa de antípodas poéticas mexicanas por supuesto que tendría dobleces. Olimpo se llamó Alejandro y no el hermano, y el “epicedio” o canto fúnebre al padre es, más que despedida, una bienvenida, un acercamiento.
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Así son las antípodas: lo que más difiere, más se acerca. Como México e Indonesia, donde hace poco participé en dos festivales literarios: en la antípoda se reconoce el libro universal, y en éste las hojas que al abrirse evidencian el eje común que comparten y la separación de las costuras culturales.
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Epicedio, dice la Real Academia española (ilusión lo de española, que debiera decirse “castellana”, pero dejemos eso a un lado):
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1.m. En la Antigüedad, composición poética que se recitaba en las ceremonias fúnebres.
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2. m. Composición poética en que se llora y alaba a una persona muerta.
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¿Pero Orlando Mondragón llora y alaba?
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Tres títulos de los libros de Aura, Alianza para vivir, Volver a casa y Júbilo contienen diez veces el espíritu del autor. En contraste, el “Epicedio al padre” rompe con las alianzas y, aunque sí regresa a casa, no hay en él un júbilo: madura al precipitarse en la distancia que él traza.
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Más que un poema que celebra o llora, es desnuda narración de una relación padre-hijo. Pasa por ser auto-no-ficción, o memoria, o ficción, pero en todo caso estudio de un padre homófobo ante un hijo homosexual. Ratificación de la ausencia paterna y del silencio de y ante la madre, también de la presencia del padre, del anhelo del padre, y certeza del rechazo y reconciliación. Es un ejercicio de crueldad y ternura, de matrificación del poeta, de impudicia femenil y reproche:
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Mi padre era como un caballo
oscuro y silencioso
o su estatua
la estatua dormida de un caballo.
Lo cierto es que mi padre era tan alto
que debía mirarlo hacia arriba de
su sombra.
Su corazón tan alto,
el relámpago de su voz tan alto
la oscura lluvia de sus manos cuando
me alzaba en brazos tan alta.
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Hay en “Epicedio al padre” una conversión. Durante el poema, el hijo derrota a los enemigos (él y el padre), y también se apropia de sí mismo y del padre: “éramos un solo cuerpo”. Porque el breve e intenso volumen contiene tres partes. La primera deja las fichas en el tablero —el hijo homosexual, el padre que lo rechaza—. Contiene una especie de inculpación de sí mismo por parte del poeta, “Desearía regalarle a mi padre un hijo que no esté roto”, pero simultáneamente la acusación de la intolerancia paterna.
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En la segunda parte estalla el conflicto, “lo odiaba” —dice el hijo de su papá: odio que parece recíproco— y se expande en la enfermedad que padece el padre viejo, el Alzheimer, la vejez, la incontinencia, los exámenes médicos —Orlando Mondragón es doctor.
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La tercera es la muerte del padre, la aceptación amorosa, el dolor ácido y dulce.
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El tremendo y oscuro Epicedio al padre provoca felicitar al joven poeta por su triunfal ingreso al mundo literario, si cabe decir “felicidades” y no un “lo siento mucho” porque el poema contagia la carga emocional de la historia que narra.
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El magnífico poema, valiente, honesto, y también terrible, está hermosamente editado por Elefanta Editorial y la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México. Aplaudo el libro como hará todo lector. Lo agradezco por la gracia colateral de recordar al bello bailarín vencido y victorioso, siempre feo, encantador, atractivo, Alejandro Aura.
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FOTO: El poeta Alejandro Aura y su hijo Juan. / Cortesía: Carmen Boullosa.
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