El teatro y la transgresión de las formas
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La figura de Alfonso Zayas, popular actor del cine de ficheras, es retomada por el protagonista de esta obra para afirmar su hombría en un universo machista y misógino, donde parece no encajar
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POR JUAN HERNÁNDEZ
Algunas opiniones se han vertido en contra de la tendencia de la “narraturgia” en la escena contemporánea; sin embargo, la transgresión inicial de la estructura convencional del texto dramático implica nuevas relaciones entre quienes participan en el hecho creativo, así como una reformulación de la recepción del espectador, convertido en lector activo del relato teatralizado.
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La efectividad de esta manera de aproximarse al hecho escénico depende de muchos factores, pero su posible ineficacia no se debe, necesariamente, al hecho de “abusar” del relato, como una forma del teatro. Por lo contrario, el relato implica otra forma de figuración escénica y de entendimiento no sólo del drama, en su sentido tradicional, sino de la expresión del pensamiento de los personajes sobre temas que importan a un colectivo o sobre los asuntos de la intimidad individual.
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Así, los espectadores del mundo contemporáneo vemos coexistir en escena el diálogo convencional que da forma al drama con el relato que nos cuenta una historia desde el punto de vista de los personajes, o de algunos de ellos. La participación del espectador necesariamente adquiere nuevas posibilidades, pues ya no todo es dado en la situación planteada en sentido literal y realista, sino desde la interpretación heterogénea de la reflexión como acción del pensamiento en la actividad cotidiana de lo humano.
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Recientemente, la Compañía Ocho Metros Cúbicos presentó una propuesta de esta naturaleza: Las 1000 máscaras de Alfonso Zayas, de Luis Ayhllón (Ciudad de México, 1976), con la dirección escénica de David Jiménez Sánchez, y las actuaciones de Antón Araiza, Aldo González y Andrea Celeste Padilla, en el Teatro El Milagro.
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Una puesta en escena de apariencia simple que recurre al uso de algunas cintas métricas para delimitar el espacio, un brincolín pequeño y la caparazón de hojalata cibernética que será usada por uno de los personajes. Por lo demás, el vestuario es uniforme y cotidiano. Nada que, de entrada, predisponga al espectador a enfrentarse a una producción suntuosa.
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Buen principio para una obra que, desde el título, pareciera estar dirigiendo la atención del espectador hacia un referente de la cultura popular, del cine de ficheras: la figura fetichizada del actor Alfonso Zayas. Existe, desde luego, en el texto, esta figura, pero de un modo sorpresivo y legítimo. Permite la convención de la ficción, del juego escénico, en el que uno de los personajes, en la búsqueda de su propia liberación, recurre a un cliché de la masculinidad setentera del siglo pasado, para afirmarse su hombría en un universo machista y misógino, en el que parece no encajar.
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“Alfonso Zayas” es construido como el álter ego del personaje central de la obra, quien desarrollará la discusión y el proceso de su emancipación, en relación con aquella figura retórica, representante de las imposiciones sociales y culturales como las únicas vías para el desarrollo del constructo de la existencia del hombre.
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Por otra parte, el texto implica hacer un montaje del relato dentro del drama. Es decir, que aquello relatado por los personajes es tan importante como la acción vivida en la escena o los diálogos, escenificados a la manera del teatro en su sentido tradicional. No hay contradicción en ello. El pensamiento expresado a través de la prosa potencia el desarrollo de los personajes, desvela su intimidad por medio del pensamiento enunciado y corroborado en la acción, que se aleja de la representación mimética de la realidad, para hacer presente, como una forma de la verdad teatral, aquello imposible de mirar objetualmente en el devenir de la cotidianidad.
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Luis Ayhllón es un dramaturgo sobresaliente de su generación, guionista y también director de cine. Ha sido premiado y reconocido por la capacidad expresada a la hora de crear historias que, sin menoscabo de la profundidad filosófica, se acercan a un público amplio, recuperando para el arte del teatro, referentes de la cultura popular, reconocibles y digerible, sin por ello ser complaciente.
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La puesta en escena de Las 1000 máscaras de Alfonso Zayas, de David Jiménez, cuenta con los talentos de tres actores de gran versatilidad. Resalta, entre ellos, Antón Araiza, quien tiene un entrenamiento musical, que le permite aportar a la puesta en escena, la ejecución de una coreografía impecable; mientras que Raúl Castillo, con el concepto escénico, tiene el acierto de presentar un escenario prácticamente vacío, en el que los personajes se agigantan en su dimensión trágica, sólo resuelta en la consecución de la emancipación, es decir, al despojarse de la tremenda carga cultural que ahoga el ejercicio de la libertad de ser y estar en el mundo como es propio de la naturaleza de cada ser humano, en la intimidad, pero también a la hora de inventar el modelo de convivencia que le funcionan a cada uno.
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Las 1000 máscaras de Alfonso Zayas es una puesta en escena que se revela como experiencia humana que vale la pena ser vivida. De sabor agridulce, deja una cierta sensación de disfrute, al ver encontrar la posibilidad, al menos en el teatro, de la transgresión constante, como forma de vida.
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FOTO: Las 1000 máscaras de Alfonso Zayas, de Luis Ayhllón, dirección de David Jiménez Sánchez, con las actuaciones de Antón Araiza, Aldo Gonzàlez y Andrea Celeste Padilla; concepto escénico de Raúl Castillo, producción de Ocho Metros Cúbicos, con apoyo del Fonca, se presenta en el Teatro El Milagro (Milán 24, Juárez), martes y miércoles, a las 20:30, hasta el 22 de agosto, y de jueves a sábado, del 30 de agosto al 8 de septiembre. / Salvador Perches Galván
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