Alondra y el deseo

Nov 21 • destacamos, Ficciones, principales • 4438 Views • No hay comentarios en Alondra y el deseo

POR MARITZA M. BUENDÍA

 

Canto I

La idealización del mundo comienza cuando el hombre descubre el deseo. Entonces vislumbra un mundo superior, terso y brillante, tocado por la belleza. Sin duda, una de las primeras utopías. Para revelar sus instintos, incluso para apaciguarlos, el hombre escribe libros-manuales, se rodea de explicaciones y de instrucciones: de cómo besar una espalda, de cómo morder una cintura, de las diferentes maneras de azotar un par de piernas. En algunos otros casos, para intentar aprehender ese sentimiento extraordinario y desconocido, el hombre se imagina en el campo o en el bosque. Ahí se rodea de ovejas y de cabras y se alimenta de quesos y de leche, acompañado de la armonía de la flauta. Nada más natural y digestivo para una ciencia del amor.

 

Ahora, después de comprobarlo a través de largos años, puedo formular la siguiente sentencia: cuando el hombre descubre el deseo teje la primera fábula. Y ese artificio lo acerca peligrosamente al mito. ¿Quién es el hombre? ¿Un insensato que juega a ser dios? ¿Un necio que actúa como bestia? Deduzco: todos los amantes del universo (los vivos y los muertos) provenimos de una misma génesis. El despertar es semejante aunque accedamos por distintos caminos. Yo, por ejemplo, como testarudo fénix, a cada instante recomienzo. Y en tal asunto agoto las horas de los días faustos. Por eso decido, si quieres vivir al interior de tus sueños, si de verdad anhelas palpar su naturaleza, debes empezar por lo elemental: los textos primigenios. Encuéntrate en ellos para reaparecer. Si tu sueño es tan grande como para materializarlo, si no le temes, o si el temor se opaca ante la potencia del anhelo, entonces busca la manera de cumplirlo.

 

“El amor es un proceso, un descubrirse”, alguna vez comentaste después de concluir tus tres horas de lectura diaria. Aún atesoro la imagen de tu cabeza inclinada sobre mis libros sin levantar los ojos de las páginas. Tus brazos blancos, desplegándose en lo alto. De regalo, el golpe siempre dulce de tus axilas. “Si no es así”, estiras la espalda en el respaldo de tu asiento, “hablamos de falsedad, de oropel”. Ante tus palabras, me resulta inevitable imaginar docenas de silogismos y de hipótesis que te contradicen. Mas te dejo fantasear. Te dejo fantasear también ahora mientras recorro con mis ojos tu silueta dormida.

 

Alondra, mi pequeña, vistes tan sólo tu cuerpo transparente, percibo tu calor por debajo de la sábana.

 

Entonces recuerdo cómo la conocí: en el fondo de una librería, impaciente, trastornando a la gente a su alrededor. Para ella, es inconcebible encontrar el libro de Jayadeva en la sección de erotismo, entre Apollinaire y El amante de Lady Chatterley. “Eso no es erotismo”, le reclama a un joven de playera azul que saca libros de una caja y los amontona en una hilera, “es filosofía del cuerpo, filosofía del instinto”. Y grita: “Es poesía. Literatura, sí, literatura”. Alondra arranca del estante más de cuatro libros de Jayadeva, camina segura hacia la entrada y acomoda los libros en la sección “novedades”, a un lado de las ediciones españolas. “Pero señorita”, le reprocha el joven de playera azul que la ha seguido hasta ahí, “esto no es novedad. Nadie pregunta por él”. “¡Que Jayadeva no es novedad!… ¡Qué locura!” Alondra estalla y sin más explicaciones, tal y como entró, abandona la librería.

 

Ella, la que se aparta del mundo al cerrar los ojos, me induce a continuar.

 

Podemos elegir el camino que decidas, el que estimes conveniente. Ésa será tu elección, nuestra elección. Quizá debemos optar por la trayectoria del sueño: el recurrente, el obsesivo. En estos instantes, perdida atrás de tus párpados, acaricias la consistencia de tus sueños.

 

Entonces recuerdo cómo la conocí: es un día soleado. Absorta, la alumna lee un libro de pastas rojas en una de las bancas del salón. Jayadeva, siglo XII. Al verla, el aire se agolpa. Imposible acercarme: un aroma a geranios con almizcle emana de su cuerpo. Ese aroma compacta su figura con el libro. A su alrededor, un inaccesible caparazón de viento.

 

Es un momento irrepetible: una mujer, un libro.

 

Inclinarse por el sueño asegura un itinerario largo e igualmente valioso. ¿Tortura? ¿Dolor? ¿Cómo saberlo? Eso dependerá de ti, también de mi firmeza. ¿Angustia? Casi siempre, el sueño, como el deseo, es inescrutable, y sólo a su dueño se subordina: estado de ánimo, búsqueda personal, incluso, el recuperar una imagen del día, extractos que a la hora de dormir el instinto evoca. Eso dependerá de ti, también de mí.

 

Demoro la mirada en tu cuello: imagino que mis dedos son un collar de piedras rojas, un collar que extiendo hasta alcanzar tus senos. Entreabro la boca mientras la lengua se me ablanda. Si seguimos el sueño, si seguimos el sueño…

 

Entonces recuerdo cómo la conocí: en la biblioteca, justo cuando comienza su primer ensayo sobre la ciencia del amor. Entre los libros y sus notas, memorizo sus gestos y sus preguntas: esa manera suya de cortar el aire con las manos para enfatizar las palabras que en silencio lee, esa manía suya de mecerse la barbilla.

 

Si seguimos tus sueños encontraremos nuestros propios ritos, nuestro rito de iniciación. Por eso, tú marcarás la pauta: que la imaginación sea el credo de nuestras acciones. Por eso, ordeno con esta voz que me brota del estómago:

 

–Alondra… Despierta ya.

 

canto II

Nadie sabe lo que puede pasar por el cerebro de un hombre desesperado: hasta los cobardes e indecisos se arriesgan a las empresas más insólitas bajo su efecto. Yo, lo confieso, toqué el límite de mi ofuscación. Desde hace tiempo, el sueño de Alondra controla mi naufragio y a él me rindo idiotamente. Mas cómo impedirlo, si tan sólo por poseerla, por besar su lindo pie o paladear las uñas de su mano, por aspirar fuertemente el aroma de su ropa hasta embotar mis sentidos, me transformo en un amante aguerrido, en un caballero inmune.

 

“¿Me acompañas?”, Alondra se incorpora de la cama, maliciosa y con los ojos limpios. Pronto, asimilo la gravedad de su invitación: los nervios se me inflaman, quiero hacerla reaccionar, impedirle que se vaya. ¿Por qué lo dice así, tan despreocupada? Parece que se queja.

 

“Está bien, es demasiado rápido… Puedes venir en otra ocasión. Piénsalo”, persigo el final de sus palabras para saltar sobre ella y lanzarla al suelo, y ahí sujetarla. “Tú no vas a ningún lado”, gritarle. “Tú te quedas conmigo… Ni hoy, ni mañana”. Y guardo silencio como un imbécil. “Regreso en una hora”, ella cierra la puerta de la habitación.

 

¿Qué hacer? Es el comienzo, intento consolarme: cuestión de tiempo, de aquilatar las consecuencias. Contengo mis ganas de golpear paredes y de arrojar objetos, nada más vulgar y repugnante. Sin alternativas, acomodo una silla ante la ventana. Nebuloso, como un animal encadenado, puesto en pausa por el candor de mi querida Alondra, reconstruyo partes de mi antigua historia.

 

Apenas ayer gocé del control de mis amantes: cuándo conquistarlas, cuánto invertir en ellas, cuándo abandonarlas. Todas eran un pasaje, un boleto de ida y nunca de regreso. Era evidente que su partida no me afectaba, por el contrario, me permitía acoger o desechar dentro de un amplio repertorio (alumnas, maestras, enfermeras, ejecutivas), mientras cada vez me volvía más inmune a sus pláticas y a sus gastados trucos. ¡Cuánta desesperación ante sus reproches, ante sus caritas pintadas de melancolía, ante su ropa barata y combinada! ¡Cuánta repulsión ante sus perfumes dulzones! Cuánto exceso el de aquella vez, cuando una de ellas intentó matarse. Estúpidamente, quería mantenerse siempre viva en mi memoria: joven, rozagante, difunta. No pude más que despreciarla.

 

La puerta se abre. Veo el reloj: cinco minutos antes de la hora convenida. ¿Buscas complacerme? Sin pronunciar palabra tomas mi mano, me levantas de la silla. Persigo la brújula de tu mirada limpia. Te admiro cuando descubres tu cuello ante mis ojos y exhibes la primera marca: una media luna. El desconocido hizo una pequeña impresión con el arco de su uña. Abrumado, cierro los ojos, disfruto el arco con deleite, paladeo entre mis labios tu piel amoratada, me abandono en tu piel.

 

Es la primera piedra del collar.

 

Es sabido: la cotidianidad se disocia irremediablemente de la fantasía. Por eso hay que separarlas, transitar durante el día con el rostro de cualquier profesor de literatura y confabular por la noche la textura de tus sueños. Así comenzó todo. Desde el primer vínculo de sumisión fue necesario recurrir a los velos, a las trampas, a los engaños, para edificar un mundo mágico atrás de la puerta. Llevar a la práctica este arte cerebral es cuestión de potencia, también de inteligencia, de inundar las acciones de una gravedad absoluta y de medir el inicial impulso del corazón.

 

Alondra tiene a su cargo la parte creativa. Mas esta creatividad exige una comprensión fuera de lo común, aquella que fije sus expectativas. Las pruebas y los suplicios no son más que metáforas que traduce a su idioma personal. Metáforas que con su simple exposición me hacen temblar de deseo, conduciéndome al borde de la felicidad y de la locura. Por eso es intuitiva: yo, como cualquier otro ser humano, tengo mis límites y ella debe identificarlos. ¿Dónde o cuándo la fantasía se transforma en una tortura? La fortaleza es una de mis cualidades, incluso en aquellos momentos cuando entra en juego mi integridad. La mínima debilidad la desecho en seguida al recordar mi misión: comulgar el placer con la vergüenza.

 

Aparece la segunda invitación, las mismas palabras: “¿Me acompañas?” Bruscamente respondo que sí. Que sí, lo repito para mí casi en un grito. Persigo tus pantorrillas. Avanzo entre los cuartos del hotel. Al final me derrumbo. Tú te detienes, tu mirada se nubla de compasión. Acaricias mi cabeza, me arropas entre tus brazos. “Acompáñame… No tiene por qué ser tan difícil. Aprenderás a disfrutarlo”.

 

Alondra es la más puta de todas las mujeres.

 

Furioso, suelto tu abrazo. Tú aprovechas para desaparecer. Doy vueltas en redondo. Me detengo, custodio la entrada del cuarto. Casi en seguida escucho los gemidos. Escucho tu nombre triturado entre una boca que suplica mi propia súplica. Tiemblo, tu perro tiembla.

 

Lentamente retorna la paz. Descanso encima del piso. La hora es exacta cuando abres la puerta y me encuentras en el pasillo, desecho y sudoroso. Tú, con los ojos limpios, jugosa, me muestras tu cuello y la siguiente marca: un círculo, dos medias lunas, una frente a la otra. Con el aliento de quien muere, me levanto, te recargo en la pared y saboreo el infinito en tu piel contaminada.

 

El deseo de sometimiento que con tanta pasión suplica Alondra obedece al maltrato padecido durante la infancia: un ambiente represor, un padre punitivo que castiga a la niña con un cinto y que la encierra durante horas en un baño. Ella desarrolla luego un instinto transgresor que puede observarse como una señal intermitente a lo largo de la adolescencia. Por ejemplo, en cualquier situación solemne (una boda, una conferencia, una cena formal) fantasea con desnudarse y bailar encima de las mesas sólo por el placer de exhibirse y de probar las reacciones de los espectadores. Esta fuerza también se manifiesta a través de indicios, como un abrir de bolsa o un movimiento del cabello. Siempre, algo de tumefacto y herido habita en el interior de cada uno de sus gestos.

 

Ni a la tercera ni a la cuarta, quizá tampoco asisto a la quinta invitación, cuando los hombres se acumulan como moscas en tu cuello y divulgan a través de sus marcas cada uno de tus caprichos. Una huella en forma de línea corta. La zarpa de tigre, línea corta que alcanza los senos. La pata de pavo real, línea curva trazada con las cinco uñas. El salto de la liebre, cinco marcas con las uñas cerca del pezón. La hoja de loto azul.

 

Cada desconocido te regresa profanada. Un poco más.

 

Debido a las obvias razones y al escándalo que provoca cuando exterioriza sus anhelos, en más de una ocasión Alondra fue mal comprendida y, en plena noche, se vio botada de una cama. Y así la conocí: vagando. Diciéndose huérfana hurgó en mis sueños y leyó mis libros. Por eso mi papel es extremadamente difícil, ya que debo aprender a mediar su naturaleza para evitar su zozobra. Parece que no es belicosa y finge que sabe someter su voluntad. Pero todo lo que compete a Alondra es pura conjetura. Su verdadera naturaleza descansa justo en esa cualidad: la incertidumbre, pues para que yo trace la ruta de sus sueños ella transforma su cuerpo en una especie de ofrenda. Inundada de caridad y de luz, sin hacer distinciones entre el rey y el mendigo, ella se regala. Accede así a mi recurrente pesadilla.

 

Mi hora está marcada en el reloj: la hora exacta, mi personal hora cero. Todo coincide en el cuello de Alondra. Despacio, muy despacio, quizá a la octava invitación (¿cómo saberlo?), abro la puerta que separa la cordura de mi delirio y la visión no puede ser menos excitante: Alondra devora a un hombre toro y a un hombre caballo. Al tiempo en que el toro muerde su piel con dos dientes para hacer un punto, el caballo introduce su lingam en la profundidad del yoni. Los dientes y los cuatro labios juntos delinean la figura del coral y de la joya, perfilan la nube quebrada: varios círculos desiguales a causa de la separación de los dientes. Los lingam relucientes del toro y del caballo se alternan entre el yoni que los retiene con fuerza. Viene la postura de un clavo para lograr la abertura del bambú, descansar unos segundos con el cangrejo y girar sin despegarse hasta imitar a una vaca bendita y obesa.

 

Ella, para complacer al toro y al caballo, imita diferentes especies de animales, mimetiza su cuerpo y sus sonidos: es colibrí y es gaviota, patea como una cabra, frota como un jabalí. Es receptiva, se acomoda de lado y encoge las piernas sobre los muslos como la mujer de Indra. Los lingam concluyen con un asalto, con un relincho que ahoga a Alondra y que desbarata sus riñones.

 

Recuerdo que lloré, que el llanto se confundía con mi saliva. Recuerdo que oprimí cada una de las cuentas del collar con una fuerza que corría desde el centro de mis huesos. Recuerdo que ese centro era como recibir un universo entre mis manos. Yo destruí la pureza de un cuello, yo me arrodillé ante una muñeca rota, ante los hombres desconocidos, ante los amantes muertos. Recuerdo que recé con una iluminación que aún ahora me horroriza.

 

 

Este relato forma parte del libro inédito 9 tangos para Barbie y Ken.

 

 

*ILUSTRACIÓN:  Leticia Barradas.

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