Alone y los franceses

Nov 5 • destacamos, principales, Reflexiones • 3163 Views • No hay comentarios en Alone y los franceses

Clásicos y comerciales

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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Tal parece que mi generación fue la última para la cual la literatura francesa fue la más importante de las literaturas, como lo dijo Borges, que la detestaba. La lengua franca es hoy día el inglés y cuando les pregunto a los escritores jóvenes si leen francés, con frecuencia, me miran con sorpresa y me dicen: “No. ¿Por qué habría de leerlo? Tampoco leo chino o portugués”. A ello contribuyeron las muertes, unas previsibles, otras prematuras, de Sartre y Beauvoir, Foucault y Barthes. Los franceses, habiendo derrocado a sus escritores para substituirlos por los maîtres à penser en revolución permanente, dejaron de ser el centro del saber literario, que al migrar a la periferia, es decir, a los Estados Unidos, con todo y Derrida, trasplantaron su pensamiento en la voraz y dogmática academia norteamericana.

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Tampoco ha contribuido mucho la Academia Sueca, ese club de adinerados y a menudo obtusos provincianos que ha seguido castigando a Francia, tras el rechazo del Premio Nobel por Sartre en 1964. Primero la ningunearon durante más de veinte años y después han ejercido el “alguneo”, pues ni Claude Simon (con mucho el más serio de los tres), ni Le Clèzio, lamentable mexicanista a ratos, ni Modiano, quien tuvo la espontánea sencillez de preguntar, cuando recibió la noticia de que era acreedor del Nobel: “¿por qué a mí?”, son como para presumirse, estando entonces vivos, aún, nada menos que Julien Gracq, Yves Bonnefoy y Michel Tournier. Esperemos que el siguiente Nobel francés no sea para el cantante Johny Hallyday.

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Dirán que la literatura francesa está en decadencia –ellos son los primeros en hacerlo, con lo que llaman, “ismisticos”, le déclinisme. Yo hace rato que dejé de creer en la decadencia y me arrimo al ritmo de los ciclos, a la Vico: gracias a la sucesión de gigantes que va de Rousseau a Proust, la Francia literaria tiene ganado su derecho a la retraite, de la cual saldrá, en el momento menos esperado, otro linaje inmortal. Todo esto viene a cuento de que todavía hasta el medio siglo XX, en América Latina, si cada ciudad letrada era una Atenas, cada una presumía de tener a su Sainte-Beuve, el gran crítico que dirimía, implacable, las reputaciones.

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El de Chile lo fue Alone, pseudónimo de Hernán Díaz Arrieta (Santiago, 1891–1984), acaso no fue el más grande de los críticos chilenos, quizá superado por el cura Valente (aquel que Bolaño caricaturizó en Nocturno de Chile, como maestro de marxismo de la Junta Militar) o por su rival en la izquierda, Enrique Lihn. De Alone y la literatura chilena ya me ocuparé otro día. Hoy quisiera dar de alta la Crónica literaria francesa (Ediciones de la Universidad Diego Portales, 2014) donde se ve cómo el chileno administró su papel de traductor en el más amplio sentido de la palabra e intermediario de aquella literatura francesa aun hegemónica.

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Alone fue un afrancesado de la Tercera República, hombre de derechas que abogó por Charles Maurras, el anciano colaboracionista indultado por senectud gracias a los buenos oficios del general De Gaulle o el último de esa estirpe, Henry de Montherlant, quien tantos moños se puso para ingresar a la Academia Francesa y hoy habita un merecido olvido como Léon Daudet, panfletista genial y personaje abominable. Aunque censuró sus groserías, Alone adoraba a Montherlant, como a François Mauriac o a Paul Claudel, aunque nunca los defendió a ciegas en sus columnas aparecidas durante treinta años en El Mercurio, de Santiago de Chile.

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La pureza del amor de Alone por la literatura francesa no puede ponerse en duda, en una época en que ésta era la varita mágica del genio literario, aunque su canon envejeció, como era lógico, amparado en ese biógrafo eficiente pero actualmente inaceptable que fue André Maurois, quien más que un Sainte-Beuve, fue el modelo de Alone. Sorprendentemente, al leer sus gratas crónicas, caí en cuenta que el chileno conocía mal al francés, indiferente al fervor saintebeuviano de la segunda posguerra, al afirmar –Alone– que al reseñar Madame Bovary, Sainte-Beuve no sólo fue injusto con Flaubert, como con muchos otros autores ilustres, sino al hacerlo, rompió su disciplina de sólo hablar de los muertos y de los clásicos. Ello prueba que el chileno no conocía los Premiers lundis donde el padre de la crítica hizo fajina contra sus contemporáneos, reimpresos hacia 1950 y accesibles para quien podía viajar a Europa y además, recibía cuantiosos envíos desde París.

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El gran amor de Alone fue Proust, a quien dedicó una antología para después asombrarse con la biografía de George Painter, de la misma forma que no escapó, en El Mercurio, al embrujo de André Gide. La homosexualidad de ambos, vivida como enfermedad sagrada y pecaminosa por el autor de En busca del tiempo perdido y como liberación paródica por el valiente autor de Corydon, enfrentó a Alone con la suya propia, “inversión” de la cual no habla en sus propias memorias (Préterito imperfecto, 1976), pudibundas y decepcionantes tanto más por ser obra de un crítico quien fue de los primeros en manifestar, más allá del hexágono, que el “gidismo” del futuro tendría su fuente principal en el Diario. Ese canon de la Tercera República incluyó a Julien Green, también homosexual y diarista, a los Mauriac padre e hijo, a Marcel Arland, Valery Larbaud, Saint–Exupéry, Jules Romains (otro súper olvidado), y Marcel Jouhandeau.

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A través de su monumento a Jean Genet, Alone trató de comprender a Sartre, sin éxito, aunque vindicó a la Simone de Beauvoir de las Memorias de una joven formal (1958) pero le asustaron las dimensiones de La vejez (1970). Camus le era simpático y nada más: como otros conservadores lo tenía por el policía bueno del “excrementismo” como llamaba la Reacción al jolgorio azotado de Saint–Germain–des–Près. El resto es lo poco que podía entender de lo nuevo éste enamorado de Balzac: François Sagan y Roger Peyrefitte. No le disgustó del todo Robbe–Grillet (yo alcancé a verlo en la feria de Guadalajara arrastrando por los suelos su bufanda roja), lo cual es sorprendente.

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Alone fue consecuente hasta la última hora con Pablo Neruda, el poeta por cual el crítico se batió sin cesar, pese a ser comunista. El viejo crítico literario de derechas, partidario del golpe de Estado que aceleró la muerte del autor de Residencia en la tierra, se presentó en los angustiosos y humildes funerales del poeta en septiembre de 1973, en un gesto de pundonor ignorado por tirios y troyanos. Leer la Crónica literaria francesa, de Alone, es volver a un viejo mundo, donde nuestros hombres de letras lamentaban no haber nacido franceses, enamorados de la ambigüedad, los matices, decían, de aquella lengua. Los atemorizaba lo rotundo que es el español, según confesión del propio Hernán Díaz Arrieta.

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FOTO: Crónica literaria francesa reúne textos que bajo el pseudónimo de Alone escribió Hernán Díaz Arrieta entre 1921 y 1977. En la imagen, retrato de este amante de Proust, Montherlant y Claudel en 1916 / Biblioteca Nacional de Chile

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