Alvarado-Ruiz y la herencia volcánica

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Después de que en 1982 el volcán Chichonal hubiera hecho erupción en Chiapas acabando con diversas poblaciones, este docuficción sigue, en clave onírica y acorde a la visión zoque, los trabajos de una pequeña comunidad por desenterrar los restos de sus antiguos hogares

 

POR JORGE AYALA BLANCO 
En Pobo’Tzu’/Noche blanca (México, 2021), arrasante trabajo docuficcional como debutantes autores totales conjuntos del capitalino licenciado en artes visuales también fotógrafo del film de 32 años Yollotl Alvarado Gómez y la hidalguense también egresada de artes visuales a los 36 años Tania Ximena Ruiz Santos (tras un curso de dirección de actores naturales con el colombiano Víctor Gaviria), el cincuentón poeta zoque de barbitas ralas Trinidad Díaz Arias Trini se encuentra desasosegado por las visiones oníricas que suelen asaltarlo a todas horas, de día y de noche, pese a vivir en equilibrada integración a la ardua vida cotidiana campesina, machete u hoz en mano, al lado de su redonda compañera madura Fulgencia Domínguez Martínez, y en perfecta armonía con su comunidad de ejidatarios zoques de Esquipulas Guayabal Chapultenango en Chiapas, aprovechando cualquier ocasión para mostrar in situ algunos restos humanos provenientes de la devastación causada por el despertar del volcán Chichonal en marzo de 1982, una inmensa montaña coronada de cenizas y un hecho catastrófico siempre dramáticamente presentes en ese territorio, sea como subrepticia amenaza latente, sea a través de la majestuosa permanencia en sí del volcán todavía hirviente, o inclusive, en la ausencia física de éste, como traumático recuerdo, idea imborrable, causa eficiente y contexto ineludible de la actual situación de los pobladores de la región, pues determinó la trágica fundación de un nuevo asentamiento rural en la cercanía del anterior sitio, de inmediato evacuado tras producir una súbita mortandad muy extendida, por lo que no le es difícil al buen Trini contagiar su inquietud y reunirse con otros miembros de su comunidad zoque, para excitarles la curiosidad y la añoranza por sus antiguos hogares, tanto como la codicia, organizando una gavilla campesina armada de picos y palas con el objetivo de acometer a cámara, y sólo para la cámara, un regreso aplazado aunque perentorio so pretexto del desenterramiento de las valiosas campanas de la iglesia del abandonado Esquipulas Guayabal primitivo (“Una campana grande y dos pequeñas que deben valer más de doscientos mil pesos”) que desaparecieron y deben permanecer en algún lugar bajo los escombros, y en efecto, el probable sitio exacto no tarda en ser deducido a memoria por los más viejos dentro de la inmensidad del pedregal sin forma (“Me acuerdo muy bien de las calles, las casas, incluso de las danzas que se hacían, ya nada queda de eso”) y en el transcurso de premiosas jornadas de labor logran ser desenterradas algunas deterioradas torres, el pedestal de una cruz rehecha a partir de sus pedazos incompletos, paredes sin desmoronarse, el pórtico espléndido, varias galerías y el campanario del magno edificio plurisecular, pero las campanas que ansían, de seguro proyectadas muy lejos por la pedriza y el magma, jamás aparecen, resolviendo el grupo retirarse finalmente del lugar, si bien llevando consigo el peso moral de las almas que yacen todavía enterradas y, según sus creencias, acaso llenas de enigmáticas demandas y presagiando en sueños un nuevo despertar del volcán, sintiéndose los desenterradores en su conjunto, los añosos y los apenas adultos, orillados a emprender ceremonias e invocar conjuros para devolverles por un tiempo su tranquilidad a los muertos, merced a una concitada y omnitranquilizante herencia volcánica.

 

 

La herencia volcánica se mueve seductora y hermosamente, como ninguna docuficción mexicana comunitaria lo había logrado antes, en los espacios intermedios y en los intersticios entre el sueño y una vigilia magnética (¿o magmática?) que contagiosa o apabullantemente conserva los tintes de ese mismo sueño o de algún otro, colindante o análogo, gracias a la crucial edición de Yibrán Asuad y Liora Spilk: espesas masas de niebla filmadas con dron para desplegar impresionantes visiones del cráter con su corona esmeralda, niebla y nubes blancas confundiéndose a menudo para cerrar el paso, casas geométricas reinventadas, un continuum de árboles y ganado pastando, luces rojas reducidas al espacio acotadísimo de una ventana lejana o una rendija de puerta aún más distante, haces de linterna pugnando en vano por horadar la noche, pietaje de archivo delicadamente homologado sin perder su temple apocalíptico, predomino quasi ominoso de los cielos impecable e implacablemente blancos, fotogenia atareada de los recolectores de frutos con impermeables de hule azul o morado (“Hace poco tuve un sueño en que me habló la dueña del volcán, que iba a despertar, no me di cuenta antes de lo que iba a pasar”), pero también fotogenia por montaje cadencioso de los desenterradores afanosos.

 

 

La herencia volcánica posee así momentos mágicos de vasos comunicantes, como el hervidero de las blancas aguas contaminadas por el volcán y el hervidero de los pucheros cociéndose en una enorme olla doméstica con una tristeza encantada y casi impregnada de terror, eventos colectivistas de la incursión/excursión, marcas topográficas deliberadas con piedra caliza, humaredas volcánicas cual monólogos interiores para imponer un generalizado mal del sueño (“¿Por qué estará despertando?”), un sembradío de chimeneas sin motivo aparente, danzas enmascaradas para el fiero combate contra los océanos de ceniza blanca, actos intrigantes sin explicativa narración fuera de campo alguna, en rigor, el summum de una experiencia sensorial envolvente que pareciera sin abierto término orográfico previsible.

 

 

Y la herencia volcánica jamás culmina, simplemente se disuelve y se extravía satisfecha, si bien hondamente intimidada en la grandeza de las claridades celestes, en el alba solar, en la mujer y otros ensombrerados y una anciana esquelética asomándose a un profundo hoyo negro o cráter que parece contemplarlos desde una toma subjetiva, mientras se escucha ya en la oscuridad absoluta un resuello de las profundidades inalcanzables (“Mi ombligo te habita/ uno soy en ti”).

 

FOTO: La edición de Yibrán Asuad y Liora Spilk genera ante el espectador la impresión de observar sueños/ Especial

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