Álvaro Obregón y la lucha de los sublevados

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Presentamos un fragmento del libro Álvaro Obregón, luz y sombra del caudillo, recién publicado por Editorial Siglo XXI, biografía del único general invicto de la Revolución que, abusando de su suerte, le hizo frente a Pancho Villa, su gran enemigo, y a Venustiano Carranza, su mentor

 

POR FELIPE ÁVILA
El 15 de agosto de 1914, Álvaro Obregón, al frente de 18,000 hombres del Ejército del Noroeste, hizo su entrada triunfal a la Ciudad de México. Uno de los testigos narró así ese suceso:

 

¡15 de agosto de 1914! ¡Cuántos recuerdos encierra esta fecha!
A las ocho, el zócalo, como si ahí hubiera sido el punto de reunión, empezó a ser invadido por enormes avalanchas de gente, que ansiosa de ver, oír y enterarse de todo, ocurría presurosa, soportando mil empellones y fatigas, a presenciar la entrada del Ejército revolucionario. Las calles que desembocan al zócalo encontrábanse pletóricas […] Nadie quería dejar de aclamar a los vencedores, muy especialmente al general Obregón, a quien se deseaba vivamente conocer. Su prestigio y fama de caudillo constitucionalista eran enormes. Se sabía de él que jamás había sufrido una derrota. General en jefe del Cuerpo del Ejército del Noroeste acababa de efectuar, a través de la República, un recorrido triunfal, venciendo y arrollando cuanto obstáculo habíasele presentado a su paso, hasta llegar a las puertas de la capital (a la que pocos días antes pidiera su rendición); ésta entregábasele y aquella misma mañana iba a tomar posesión de ella.

 

Por la Avenida Juárez y ya próxima a entrar a las antiguas calles de San Francisco y Plateros rumbo hacia el Palacio Nacional, avanzaba la extrema vanguardia del Cuerpo del Ejército del Noroeste trayendo a la descubierta al general Francisco Cosío Robelo […] y su escolta, viniendo a continuación el general Álvaro Obregón rodeado de su Estado Mayor, el que era seguido de una extensísima columna de tropas de las tres armas, la que difícilmente caminaba a través de una compacta muchedumbre que entusiásticamente la aplaudía y aclamaba.

 

El cronista narra que detrás de la caballería iban los indios yaquis “altos, corpulentos, de tez broncínea y rasgos enérgicos […] pantalón corto semiajustado, huaraches atados con una sola correa, llevaban liadas a la cintura tres o cuatro cananas de parque Winchester. Caminaban a grandes pasos lanzando gritos inarticulados de un fiero ulular al oír el bronco repiqueteo de su pequeño tambor tribal de guerra”.

 

Los yaquis, de quienes se contaban muchas historias, fueron los que más impresionaron a la población capitalina. Muchos pensaban que la invencibilidad de Obregón descansaba en buena medida en esos fieros guerreros. El desfile duró tres horas. Obregón tomó posesión de la capital y emitió una circular en la que dio garantías a la población y la llamó a colaborar para mantener el orden. Anunció la pena de muerte para quienes lo alteraran y prohibió la venta de alcohol. El 17 organizó una visita para honrar la memoria de Madero en el Panteón Francés y aprovechó la ceremonia para ridiculizar la cobardía de los hombres capitalinos —quienes, según se infería, habían permitido ese magnicidio—, al entregar su pistola a la señorita María Arias Bernal, valiente revolucionaria citadina, a quien le dijo: “No tienen excusa los hombres que pudieron cargar un fusil y que se abstuvieron de hacerlo por temor de abandonar sus hogares. Yo abandoné a mis hijos huérfanos y como sé admirar el valor, cedo mi pistola a la señorita Arias, que es la única digna de llevarla”.

 

Fotografía tomada en Sonora, en los albores de la Revolución constitucionalista. Sentados de izq. a der. el general en jefe Álvaro Obregón y el licenciado Rafael Zubarán Campmany, ministro de Gobernación de Venustiano Carranza. De pie, de izq. a der. Salvador Martínez Alomín, ingeniero Alberto J. Pani, licenciado Miguel Alessio Robles, don Adolfo de la Huerta y licenciado Martín Luis Guzmán
Crédito: HEMEROTECA/ EL UNIVERSAL

 

Dos días después, Obregón fue a Tlalnepantla, donde Carranza había instalado su cuartel general, para informarle de la situación que guardaba la capital del país y de las medidas que había tomado, incluido el nombramiento de Juan Cabral como comandante militar de la plaza. Ahí le ofreció al Primer Jefe ser intermediario para buscar un arreglo a la disputa que tenía con Villa, pleito que se había agudizado después de que el gobernador sonorense, Maytorena, acabara de aliarse con el Centauro. En Sonora, la situación ardía, con enfrentamientos armados entre las fuerzas que apoyaban a Maytorena y los seguidores de Carranza, encabezados por Calles. Obregón no podía permanecer impasible ante la posibilidad de que Maytorena, aliado con Villa, recuperara el control total de Sonora y expulsara a los constitucionalistas. Ése era uno de los motivos centrales de la decisión temeraria de Obregón de ir a meterse a Chihuahua, la madriguera de Villa. Aunque Carranza no estaba muy convencido de que esa iniciativa prosperara y veía inminente la guerra con el Centauro, al final autorizó esa aventura.

 

Antes de partir, el 20 de agosto, acompañó al Primer Jefe en su entrada triunfal a la Ciudad de México. Un testigo de ese desfile describió así ese suceso:

 

La ciudad volvió a presentar un bellísimo e imponente aspecto de fiesta. El comercio, en esta vez, también cerró sus puertas y las casas engalanaron sus fachadas, viéndose por doquier banderas, cortinas y adornos.

 

El señor Carranza, que era de estatura alta y complexión robusta, montando un caballo negro, venía a la vanguardia de la columna acompañado del general Obregón que marchaba a su derecha y de los generales Antonio Villarreal y Lucio Blanco que caminaban a su izquierda, trayendo en su diestra la misma histórica bandera que tremolara el señor Madero el funesto 9 de febrero de 1913 desde el Castillo de Chapultepec hasta el Palacio Nacional.

 

El 21 de agosto, acompañado de su Estado Mayor y una pequeña escolta, Obregón tomó el tren que lo llevaría a Chihuahua. Llegó a la capital del estado el 24. El propio Villa lo recibió en la estación. Frente a frente estaban los dos más grandes generales de la Revolución. Las hazañas de Villa superaban a las de Obregón. Al Centauro se debían las principales victorias sobre el ejército huertista. La División del Norte era el ejército más poderoso y el más temido. Por eso no dejaba de sorprender la audacia, o aun la temeridad de Obregón, de ir prácticamente solo a encontrarse en su propio terreno con el famoso guerrero del norte. Pero el de Siquisiva sabía muy bien a lo que iba. Quería conocer a Villa personalmente, medir su fuerza, oír de su propia voz lo que pensaba de Carranza, escuchar sus propuestas, saber cuáles eran sus planes. Y también, con astucia, detectar sus debilidades. Pero, sobre todo, le interesaba aprovechar la entrevista con Villa para afianzar sus propios intereses, pues en las últimas semanas, en la medida en que crecía su figura dentro del constitucionalismo, el sonorense iba dándole forma a una agenda personal. Su ambición iba creciendo en proporción a las posibilidades que se abrían con el triunfo sobre Huerta.

 

El Centauro, por su parte, quería atraer a Obregón, distanciarlo de Carranza, convertirlo en aliado para hacer a un lado al Primer Jefe. Más que con argumentos, quería que Obregón percibiera su fuerza, el poderío de la División del Norte, de manera que el sonorense lo pensara dos veces antes de volverse su enemigo.
Obregón contó después que, en cuanto estuvieron solos, Villa quiso saber cuál era su opinión de Carranza, cómo lo había recibido la capital, cuánto armamento había entregado el ejército federal. Después, el Centauro, en uno de esos arranques de sinceridad que lo reflejaban, le dijo:

 

Mira, compañerito: si hubieras venido con tropa, nos hubiéramos dado muchos balazos; pero como vienes solo, no tienes por qué desconfiar; Francisco Villa no será un traidor. Los destinos de la patria están en tus manos y las mías; unidos los dos, en menos que la minuta dominaremos el país, y como yo soy un hombre oscuro, tú serás el presidente.

 

Obregón, Pancho Villa y el general Pershing, en Fort Bliss, Texas, Estados Unidos, en 1914.

 

Después de dos días de conversaciones entre Obregón y Villa (en las que participaron también, por el grupo obregonista, Francisco R. Serrano y un hermano de Madero, Julio, y, por los jefes villistas, otro hermano de Madero, Raúl, Felipe Ángeles y el secretario de Villa, Luis Aguirre Benavides), el sonorense convenció al Centauro de que lo acompañara a Nogales para arreglar el problema de Sonora. Llegaron a Nogales el 29 y de inmediato se reunieron con el gobernador, quien estaba acompañado por sus dos principales jefes militares, Francisco Urbalejo y José María Acosta, los dos miembros de la tribu mayo y viejos conocidos de Obregón. Éste, con astucia, logró que Maytorena aceptara su oferta de ser nombrado comandante militar de Sonora; los jefes mayos y Maytorena aceptaban ser parte del Ejército del Noroeste, reconociendo así la autoridad de Obregón. Para lograr esto no tuvo empacho en sacrificar al general Calles, pues en el acuerdo firmado entre todos los participantes, incluido Villa, las fuerzas de Calles dependerían de Maytorena. Obregón parecía haber ganado la partida sin mucha dificultad: nombraba a Maytorena máxima autoridad militar en Sonora, haciendo que Calles fuera su subordinado, a cambio de lo cual lograba que Maytorena lo reconociera como jefe y, de manera implícita, a Carranza. Todo esto con el aval de Villa. No podía haberle ido mejor.

 

Sin embargo, ese acuerdo pronto se vino abajo. Al siguiente día, los partidarios de Maytorena repartieron un volante en el que atacaban a Obregón por traidor y por violar la soberanía del estado, llamando al de Siquisiva y a sus seguidores asesinos. Ante ello, Villa y Obregón acordaron dejar sin efecto el acuerdo y firmaron uno nuevo, dirigido a Maytorena y a Calles. En este nuevo entendimiento, ordenaron a los dos suspender sus enfrentamientos, permanecer en las posiciones que guardaban y, en caso de que alguno de ellos violara esa disposición, tanto Villa como Obregón los atacarían con sus ejércitos. Nuevamente Obregón sacrificó a Calles, cuyas fuerzas pasarían a depender de Benjamín Hill.

 

Después de ello, los dos jefes regresaron a Chihuahua, donde siguieron discutiendo el problema de Sonora, y llegaron a la conclusión de que no se resolvería mientras Maytorena estuviera en el gobierno. Así pues, el 3 de septiembre redactaron un convenio que enviarían a Carranza para su aprobación. En éste decidieron que Maytorena fuera sustituido por Juan Cabral en el gobierno, haciéndose cargo también de la comandancia militar; las tropas de Calles se irían a Chihuahua; Cabral daría toda clase de garantías a Maytorena y a sus colaboradores; finalmente, se convocaría a elecciones municipales.

 

Resuelto aparentemente el asunto de Sonora, Villa y Obregón abordaron el otro problema nodal: el de la ruptura entre Villa y el Primer Jefe. Si el Centauro no había dudado en hacer a un lado a su aliado Maytorena en Sonora, en este otro tema no cedió. La única manera de arreglar sus problemas con Carranza era poniéndole un plazo perentorio al ejercicio del poder del Primer Jefe. Para Villa era imprescindible que Carranza dejara lo más pronto posible la presidencia del país, pero éste se negaba. De acuerdo con el Plan de Guadalupe, al derrotar a Huerta y entrar a la capital de la República, el Primer Jefe se tenía que hacer cargo de la presidencia provisional y convocar a elecciones. Carranza no lo había hecho ni tenía intenciones de hacerlo. Fungía como “Primer Jefe, Encargado del Poder Ejecutivo” y quería prolongar lo más posible esa figura. No quería asumir la presidencia provisional en virtud de que el lema maderista de “Sufragio efectivo, no reelección”, que había detonado la Revolución, se había aceptado como precepto legal. Por lo tanto, si Carranza asumía la presidencia provisional, no podría reelegirse, es decir, no podría ser candidato presidencial. Eso abría el camino para muchos de los principales jefes de los ejércitos presidenciales o de sus más cercanos colaboradores, quienes veían que era posible sustituir a Carranza al frente de los destinos nacionales.

 

Obregón en calidad de general, laureado por la ciudad de Celaya; a su lado, Carranza.

 

Villa tenía muy claro eso desde Zacatecas. Carranza representaba un obstáculo. Por eso había roto con él, aunque esa decisión la hubiera hecho a un lado al aceptar ir con Obregón a Sonora, donde ambos se presentaron y firmaron como comisionados de Carranza. A pesar de ello, su postura de que el Primer Jefe debía dejar el poder pronto no varió. Esa decisión la hizo valer en el documento conocido como Pacto de Torreón, firmado dos meses atrás, en el que los representantes del Ejército del Noreste se comprometieron a exhortar a Carranza para que asumiera la presidencia provisional y se convocara a una convención de jefes militares revolucionarios para formular el programa de gobierno. Ante Obregón, el Centauro volvió a plantear esa exigencia. El sonorense, a quien le preocupaba en ese momento, como a muchos otros de sus correligionarios, enfrentarse al ejército villista, entendió que no era posible hacer las paces con Villa si no aceptaba esa condición de ponerle término pronto al liderazgo de Carranza. Además, no es descabellado pensar que él también comenzaba a tener aspiraciones de suceder al Primer Jefe. Ya era, en esos momentos, el segundo jefe más importante dentro del constitucionalismo. Esa ambición, aunque todavía prematura, y el deseo de no enfrentarse a la División del Norte lo hicieron firmar con Villa las propuestas que le presentarían a Carranza. En ellas acordaron que el Primer Jefe asumiría inmediatamente la presidencia interina de la República, integraría su gabinete y nombraría a los magistrados de la Suprema Corte; una vez hecho esto, se convocaría a elecciones municipales, que tendrían lugar un mes después; integrados los ayuntamientos, se convocaría a elecciones para el Congreso de la Unión y para los gobiernos y las legislaturas de los estados, que tendrían lugar también un mes después; instalado el Congreso federal, éste discutiría las reformas constitucionales necesarias, que incluirían la supresión de la vicepresidencia y la imposibilidad de que los jefes revolucionarios pudieran postularse a la presidencia, a los gobiernos de los estados o a los demás puestos de representación popular, a menos que se separaran de su cargo seis meses antes. Aprobadas las reformas, el presidente interino convocaría a elecciones para presidente constitucional. Ni el presidente interino ni los gobernadores provisionales podrían presentarse a esas elecciones.

 

Obregón regresó a México el 6 de septiembre. Carranza lo recibió hasta el día 9, cuando le entregó las propuestas suyas y de Villa. El coahuilense se debe haber sorprendido por el escrito que le entregó su segundo de a bordo, en el que firmaba con Villa para hacerlo a un lado de la presidencia constitucional. Le contestó el 13, con un escrito en el que, con dureza, le señaló que “cuestiones de tan profunda importancia no pueden ser discutidas ni aprobadas por un reducido número de personas”. De las nueve proposiciones, sólo aceptaba la primera, en la que se comprometía a asumir la presidencia provisional —lo cual tampoco hizo—. Para discutir las otras, el Primer Jefe había convocado ya, desde el 4 de ese mes, a una junta de generales y jefes constitucionalistas, una medida con la que buscaba adelantarse a otro de los puntos centrales del Pacto de Torreón, donde los jefes villistas y los del Ejército del Noreste se habían comprometido a convocar a una convención militar.

 

Ante la negativa de Carranza a aceptar sus tratos con Villa y con el asunto de Sonora complicándose cada vez más, pues Maytorena, Hill y Calles habían reanudado las hostilidades, Obregón se trasladó de nuevo a Chihuahua, acompañado de Juan G. Cabral, a conferenciar con Villa para persuadirlo de arreglar el problema de Sonora. Además, como el propio Obregón admitió después, iba también con la intención de restarle al Centauro el apoyo de algunos de sus jefes, a los que consideraba buenos elementos, los cuales, según percibía, no estaban de acuerdo con los métodos y modos de su líder. El sonorense describió así esa intención:

 

Yo tuve, desde luego, la seguridad de que la guerra sería inevitable y no nos quedaba otro recurso que tratar de restar a Villa algunos de los buenos elementos que, incorporados a él por las circunstancias de la lucha contra la usurpación, sentían natural repugnancia hacia muchos de los actos de su jefe […] con facilidad pude cerciorarme del miedo tan grande que a Villa tenían todos sus jefes subalternos […] en los generales José Isabel Robles y Eugenio Aguirre Benavides empecé a descubrir una contrariedad muy marcada por las dificultades que estaban teniendo lugar.

 

Villa recibió a Obregón con recelo, sabiendo ya que Carranza había rechazado sus propuestas y que los rivales sonorenses seguían enfrentados. Obregón llegó en la madrugada del 16 de septiembre a Chihuahua, presenció el desfile militar organizado por la División villista (uno de sus principales propósitos era percatarse de la fuerza bélica de Villa, por lo que, junto con su secretario Francisco Serrano, estuvo contando los hombres que desfilaban y se calculó que fueron alrededor de 5,200), estuvo en un baile con Villa hasta la madrugada y, al siguiente día, cuando comía con Raúl Madero, Villa lo mandó llamar.

 

El caudillo de espaldas, observa una pila de muebles.

 

El Centauro estaba furioso pues se acababa de enterar de que Hill no sólo se había negado a entregar el mando de sus tropas a Cabral, como lo habían convenido, sino que se disponía a atacar a Maytorena en Sonora. Villa concluyó que Obregón era un traidor: le ordenó que enviara un telegrama a Hill para que detuviera su ataque, lo acusó de querer voltear a algunos de sus jefes en su contra y mandó llamar a su Estado Mayor para fusilar al sonorense. Obregón parecía perdido. Después describió así lo que le dijo Villa, encolerizado:

 

El general Hill está creyendo que conmigo van a jugar […]. Es usted un traidor, a quien voy a mandar pasar por las armas en este momento.

 

El de Siquisiva cuenta que mantuvo la sangre fría y que, en el largo rato que estuvo con Villa, en lo que llegaba la escolta que lo fusilaría, cuando el Centauro lo amenazaba le respondía que, si lo mataba, le haría un bien, al darle una importancia que hasta entonces no tenía. Es posible que Obregón haya mantenido la calma, como él dice; valor no le faltaba. Sin embargo, fueron más de dos horas de angustia para el sonorense, pues Villa no se decidía, discutía con sus allegados, entraba, salía. Además de los dos caudillos, estuvieron también en el cuarto los villistas Raúl Madero y Roque González Garza, quienes abogaban para que no lo fusilaran. En medio de esa tensión, en los largos ratos en que salía Villa a platicar con los suyos, Obregón les contaba chistes a los hombres que lo custodiaban e incluso hizo gala de su prodigiosa memoria. Roque González Garza relata que les propuso un juego: les pidió que escribieran una lista de 50 nombres propios numerados, que se la leyeran sólo una vez y luego que le dijeran un número y él les diría el nombre que le correspondía. Lo hizo varias veces. Asombrados, Raúl Madero y González Garza comprobaron que acertó en todas.

 

Finalmente, el Centauro se echó para atrás. Lo que realmente salvó al de Siquisiva fue que varios de los jefes con más ascendiente sobre Villa, como Felipe Ángeles, Raúl Madero, Roque González Garza, y la esposa de Villa, Luz Corral, intercedieron para impedir el fusilamiento. No convendría matarlo —le dijeron—, Carranza lo utilizaría para desacreditarlos. Los jefes de la línea dura del villismo, Tomás Urbina, Rodolfo Fierro, Manuel Banda y José Rodríguez, por el contrario, apoyaban pasarlo por las armas. Después de un largo rato, Villa desistió y ofreció disculpas al de Sonora. Cuenta Obregón que el Centauro le dijo:

 

Francisco Villa no es un traidor; Francisco Villa no mata a hombres indefensos, y menos a ti, compañerito, que eres huésped mío. Yo te voy a probar que Pancho Villa es hombre, y si Carranza no lo respeta, sabrá cumplir con los deberes de la patria […]. Vente a cenar, compañerito, que ya todo pasó.

 

El sonorense se sintió aliviado. Había, por el momento, salvado su vida. Pero el Centauro no lo hizo gratuitamente. Presionó al sonorense para que firmaran un nuevo memorándum dirigido al Primer Jefe, en el que estaban plasmados todos los reproches y las críticas de la División del Norte a Carranza. Ese documento, que Obregón firmó, no lo menciona en sus memorias de esos días, pero el documento existe y ha sido publicado en varias fuentes. En él, ambos jefes señalaron que la junta a la que había convocado Carranza no era democrática; no precisaba las reformas que era necesario realizar, por lo que había el riesgo de que se hiciera a un lado la reforma agraria. Plantearon nuevamente la necesidad de restablecer el orden constitucional cuanto antes. El Centauro le hizo una última concesión a Carranza: si éste se hacía cargo de la presidencia interina, se convocaba inmediatamente a elecciones generales y se aprobaba el reparto de tierras, el villismo asistiría a la junta en la Ciudad de México.

 

El tren fúnebre que trasladó los restos del presidente electo Obregón, en 1928.

 

Firmado ese documento, Villa le dio permiso a Obregón de regresar a la Ciudad de México por tren. Éste lo hizo acompañado por José Isabel Robles y Eugenio Aguirre Benavides, con quienes afianzó aún más su amistad y un compromiso que se llevaría a cabo meses más adelante. Sin embargo, si Villa y Obregón aún tenían la ilusión de que podría llegarse a un arreglo con Carranza, éste tenía muy claro que eso era imposible. Por ello, aunque Obregón todavía no estaba a salvo, el Primer Jefe —poniendo en riesgo la vida de Obregón— ordenó que se destruyera la vía de tren entre Chihuahua y Torreón. Eso colmó la paciencia de Villa, quien emitió un duro manifiesto en el que rompió definitivamente con don Venustiano, al que calificó de autoritario, de no querer abandonar el poder y gobernar de manera absolutista, violando las garantías constitucionales. Por tal motivo, la División del Norte lo desconocía como Primer Jefe y no asistiría a la junta en la Ciudad de México.

 

En consecuencia, el Centauro ordenó el regreso del tren de Obregón a Chihuahua. Éste llegó la madrugada del 23 de septiembre. Obregón se sintió otra vez perdido, esperando lo peor. A Carlos Robinson, su ayudante, le entregó dinero, así como cartas para su novia María Tapia y su hermana Cenobia. Villa lo recibió y le mostró el telegrama en el que rompía con Carranza. Pero, en lugar de fusilar al “perfumado” —como le decía al sonorense—, le permitió que subiera nuevamente al tren y ordenó que lo acompañara Roque González Garza a la Ciudad de México.

 

A pesar de eso, el Centauro había decidido eliminar a Obregón, pero no en Chihuahua. Le dio órdenes al general villista Mateo Almanza, quien había salido previamente al sur, para que detuviera a Obregón en Torreón y lo pasara por las armas. Así, cuando llegaron a Gómez Palacio, Almanza lo hizo bajar, diciéndole que era su prisionero. La buena fortuna acudió nuevamente en auxilio del de Siquisiva. Roque González Garza intercedió por él, lo mismo que los generales villistas Robles y Aguirre Benavides, quienes lo rescataron y lo enviaron a salvo a la Ciudad de México. El curro llegó a la capital del país el 26 de septiembre, después de su arriesgada aventura. No había cumplido su principal objetivo: no pudo arreglar la ruptura con Villa ni el problema de Sonora. Carranza había tenido razón desde el principio, pero lo había dejado jugar su arriesgado juego, para ver hasta dónde llegaba. Y había comprobado, nuevamente, que no podía confiar plenamente en el sonorense, quien no había dudado en secundar a Villa con propuestas que minaban su poder. El de Cuatro Ciénegas fue tomando previsiones para que las veleidades de Obregón no lo sorprendieran: sus tropas fueron puestas en manos de otros jefes constitucionalistas, de manera que el sonorense se quedó sin sus hombres, mientras que casi la totalidad del armamento recogido al ejército federal le fue entregado a los hombres de Pablo González. A pesar de todo, la visita del curro a Chihuahua no había sido del todo inútil: había conocido el villismo desde dentro; había tendido puentes y futuras alianzas con jefes importantes de la División del Norte.

 

Álvaro Obregón: luz y sombra del caudillo. Libro de Felipe Ávila Siglo XXI Editores, 400 pp.

 

FOTO: Álvaro Obregón, en campaña para su reelección como Presidente, en enero de 1927.  Crédito de fotos: ESPECIAL

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