Amor… más allá de la muerte

Sep 14 • Miradas, Música • 3265 Views • No hay comentarios en Amor… más allá de la muerte

POR LUIS PÉREZ SANTOJA

 

Al final del siglo XIX, la música parecía seguir un camino incierto. Algunos compositores se aferraban a los modos clásicos; otros habían sucumbido a las innovaciones de Richard Wagner, creador de un nuevo concepto de ópera: la obra total, con un texto de mayor nivel literario y un argumento alejado de los estereotipos trágicos y bufos, con grandes exigencias a los cantantes, tanto vocales como de resistencia física, pero, sobre todo, con un concepto que, hoy lo sabemos, inició el proceso de transformación de la música: además del enriquecimiento orquestal, un uso más libre y arriesgado de la tonalidad, que expresara mejor la complejidad psicológica de los personajes y del contexto argumental. Era el alba de la Nueva Música del siglo XX concebida en el siglo XIX.

 

Sus seguidores más aventurados también sentían la necesidad de aumentar los recursos sonoros e instrumentales; Gustav Mahler, el más importante creador de esta transición, logró con su Octava Sinfonía sutiles atmósferas tímbricas alternadas con sonoridades descomunales que representaban “al Universo todo que comenzaba a cantar y resonar… como planetas y soles que se desplazaran”. Entre 1900 y 1911, su alumno Arnold Schoenberg desplazaría la orquestación de aquella con una obra singular: Gurrelieder (Los cantos de Gurre).

 

Así como la obra de Mahler posee gran belleza musical y un profundo contenido místico y literario, la de Schoenberg, especie de monumental ciclo de canciones unidas entre sí, casi una opera a base de monólogos, recurrió a un texto del poeta danés Jens Peter Jacobsen, basado en personajes de la historia medieval y en una leyenda mitológica: la tristanesca historia de amor del rey Valdemar y de la doncella Tove. Ambos expresan sus anhelos amorosos y su pesimismo trágico en bellos cantos líricos; cuando Tove es cruelmente asesinada por la celosa esposa del rey, Valdemar reta a Dios en uno de los pasajes más heréticos de la historia de la música y lo acusa de “no ser un soberano sino un tirano” al quitarle “su único cordero a uno de sus pobres súbditos”, amenazándolo con que ahora será el bufón de Dios y le reclamará sus injusticias, además de impedir que Dios los separe a Tove en los cielos y a él en el infierno. La obra deviene en una subjetiva descripción del castigo divino a Valdemar y a sus vasallos, quienes, ya muertos, son condenados a salir de sus tumbas cada noche y emprender una fantasmal cabalgata de frenética destrucción.

 

El resultado es una experiencia profundamente romántica, tan intelectual como emotiva en una obra inolvidable por su conmovedora sucesión de grandes melodías —el cromatismo wagneriano en pleno apogeo— y su impacto sonoro.

 

Gurrelieder está marcada por su tiempo: culminaba el simbolismo en el arte y se diseminaba en novedosas vanguardias; los imperios inamovibles se tambaleaban sobre su incipiente decadencia; el devenir musical buscaba nuevos senderos; es el aire que respiran los compositores —la influencia de Wagner, siempre Wagner— y las afinidades posrománticas reafirman las semejanzas: después de Mahler, gran transformador, R. Strauss, Korngold, Zemlinsky, Schrecker y hasta Bruckner y Casella en los extremos cronológicos. Y ya estaban ahí los vestigios del futuro: el radical lenguaje dodecafónico y serial de Schoenberg y sus seguidores y la piedra angular de Stravinsky con sus cambios rítmicos, sus armonías simultáneas y su orquesta descomunal para apoyar la fuerza primitiva e inclemente. Los músicos perseguían la sublimación que los románticos del XIX habían eludido.

 

Gurrelieder fue interpretada por la Sinfónica de Minería para cerrar su temporada 2013, en la ciudad de México. El espacio impide detallar la enorme orquesta de Schoenberg, pero debemos destacar el esfuerzo de la Academia de Música del Palacio de Minería, por hacer realidad un proyecto de dificultades logísticas y económicas casi insalvables, que sólo se había tocado en México en 1997, con la Sinfónica de Xalapa dirigida por Francisco Savín.

 

Aunque el resultado fue irregular en alguno de los solistas, se logró la apabullante sonoridad del ensamble coral, contundente en la grotesca cabalgata y gloriosa en el esplendor de la renovación cotidiana del sol con uno de los temas más bellos que se haya compuesto; la orquesta se sentía comprometida con las exigencias musicales y la precisa conducción (nunca tan justificado el término inglés) de Carlos Miguel Prieto, en uno más de sus grandes retos profesionales, logró uno de los conciertos más impactantes y emotivos de estos tiempos.

 

Debemos destacar a la expresiva paloma de Ruxandra Donose; a uno de nuestros mejores barítonos jóvenes, Josué Cerón; a Gweneth Ann Jeffers, en su nostálgico anhelo de la muerte; a Victor Hernández, un bufón convincente sorteando dificultades; el colmillo actoral de Marc Embree, en el único pasaje atonal de la obra, su evocador Sprechgesang; y el oficio de Sergio Vela con expresiva naturalidad en su esclarecedora descripción personal de la trama. Sin embargo, también padecimos el “síndrome de la Octava de Mahler” y de otras obras similares, en las que al faltar un verdadero Heldentenor —el tenor wagneriano—, al cantante no se le escucha más allá de la segunda fila, bueno… de la tercera. La intensa dinámica sonora de la descomunal orquesta actúa en su contra, pero el resto de los cantantes, en el límite posible de su emisión vocal, podía escucharse y algunos espléndidamente. En este caso, ese tenor fue el norteamericano John Uhlenhopp.

 

Aunque hubo un lleno casi total el tercer concierto, el público fue escaso en los primeros. La costumbre de preferir los “caballitos de batalla” y un precio más alto en taquilla fueron obstáculos. Pero, si el programa hubiese sido convencional (las inefables carminas y novenas), el costo no habría importado. Nuestro inevitable subdesarrollo cultural evidencia el miedo a la música desconocida, el rechazo a un compositor que representa lo árido y difícil, alejado de las manidas melodías que parecieran ser el único sinónimo de “música” y el serio desconocimiento sobre obras, autores, estilos y épocas de una tradición europea que no hemos logrado reproducir.

 

Quienes no se atrevieron a superar el desinterés por enriquecer su acervo musical se perdieron de una experiencia irrepetible. El consuelo para este enamorado del posromanticismo musical fueron los rostros emocionados, muchos con lágrimas, de quienes salían felices por haber vivido el estremecimiento del arte. Tal vez no todo esté perdido.

 

*Fotografía: La Orquesta Sinfónica de Minería interpretó Gurrelieder, de Arnold Schoenberg, para cerrar su temporada 2013 en la ciudad de México/CORTESÍA OSM.

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