Amores platónicos

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La amistad de los años juveniles llega a convertirse en enamoramientos fugaces, no siempre correspondidos. En esta entrega de sus memorias, el periodista recuerda a la historiadora Ida Rodríguez Prampolini, fallecida hace unos días en su natal Veracruz

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HUBERTO BATIS 

En la Facultad de Filosofía y Letras, mientras yo era estudiante en los años 50, ocurrían situaciones chuscas. Situaciones de amor platónico, de amores tortuosos, que en ocasiones podían terminar en un tremendo ridículo o en un memorable suspiro. En una ocasión murió un maestro joven y fuimos al entierro en el Panteón Jardín. Estábamos bastante alejados porque había una multitud. Incluso nos tuvimos que trepar en algunas tumbas vecinas, en las lápidas, en los cúmulos, profanándolas. De repente, llegó un rumor. Todos se preguntaban qué había pasado. La respuesta fue: “Se tiró Danilo”. Nunca supe quién era Danilo. Pues resulta que este sujeto se tiró sobre el ataúd gritando: “¡Entiérrenme con él!” Fue algo escandaloso. Algunos decían: “Pues entiérrenlo”. Sacaron al tal Danilo todo sucio de tierra. Los sepultureros tuvieron que sacarlo con sogas. En aquel momento estaba presente el que sería secretario de Educación, Víctor Bravo Ahuja. Estaba allí porque su esposa, Gloria Ruiz, estudiaba Letras. Fue colega mía.

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En la Facultad de Filosofía y Letras, mientras yo era estudiante en los años 50, ocurrían situaciones chuscas. Situaciones de amor platónico, de amores tortuosos, que en ocasiones podían terminar en un tremendo ridículo o en un memorable suspiro. En una ocasión murió un maestro joven y fuimos al entierro en el Panteón Jardín. Estábamos bastante alejados porque había una multitud. Incluso nos tuvimos que trepar en algunas tumbas vecinas, en las lápidas, en los cúmulos, profanándolas. De repente, llegó un rumor. Todos se preguntaban qué había pasado. La respuesta fue: “Se tiró Danilo”. Nunca supe quién era Danilo. Pues resulta que este sujeto se tiró sobre el ataúd gritando: “¡Entiérrenme con él!” Fue algo escandaloso. Algunos decían: “Pues entiérrenlo”. Sacaron al tal Danilo todo sucio de tierra. Los sepultureros tuvieron que sacarlo con sogas. En aquel momento estaba presente el que sería secretario de Educación, Víctor Bravo Ahuja. Estaba allí porque su esposa, Gloria Ruiz, estudiaba Letras. Fue colega mía.Pero también existen las admiraciones que uno nunca sabe si son correspondidas, como me sucedió con Ida Rodríguez Prampolini, recién fallecida. Unos de los profesores que influyeron muchísimo en ella fueron Edmundo O’Gorman y Justino Fernández. El libro Historia y crítica de arte en Ida Rodríguez Prampolini, que le acaba de publicar la UNAM, es una selección de 150 de sus textos, escritos entre 1950 y 1997, sobre las ideas que normaron la crítica de arte del siglo XX.

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Por las fechas en las que la conocí, Ida estaba terminando sus estudios como historiadora y ya empezaba a ser reconocida como crítica de arte. Al morir había cumplido más de 50 años como investigadora. Me vino a la memoria una excursión no planeada con tiempo, sino improvisada en la que nos fuimos a la Hacienda de San Miguel Regla. Yo no conocía ese lugar. En esa ocasión íbamos Ida, mi maestro Sergio Fernández y otra amiga que era crítica de cine. Fui muy afortunado por  haberla conocido. A Mathias Goeritz, que después sería esposo de Ida, lo había conocido en Guadalajara, su primer destino cuando llegó huyendo de los nazis. Después se vino a la Ciudad de México, donde tuvo gran influencia en las artes en general y en la historia y la teoría de la estética.

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En San Miguel Regla, Ida y yo nos subimos a una lancha de remos en una pequeña presa. Queríamos dar la vuelta, pero no hicimos más que girar y girar porque no sabíamos remar ni conducir con el timón de esa lancha. Después aceptamos el fracaso y el dueño de la lancha tomó los remos como si fuera una góndola. Fue delicioso. En la noche, frente a la chimenea estuvimos platicando hasta la madrugada. Las ideas que refulgían en aquellas mentes a lo largo de esa conversación me tuvieron hechizado. Yo estaba en primer año de la carrera de Letras. Tenía escasos 25 años. Eso fue hace medio siglo. Fue delicioso recostar mi cabeza en el muslo de Ida a la luz de la chimenea. Hoy sólo suspiro de acordarme.

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Recuerdo que Ida tenía una casa en Veracruz. En una ocasión que fui allá a dar una conferencia con Emmanuel Carballo, Ida estaba entre el público. Al terminar ese evento, nos fuimos caminando hasta su casa. Fue una delicia caminar a la luz de la luna, con el malecón recién bañado por la lluvia. La dejé en la puerta de su casa y me seguí caminando hasta mi hotel.

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Otras excursiones

Sergio Fernández y yo estamos muy alejados. Él ahora vive en Guadalajara, también retirado. Fue una gran figura de las letras, tanto en aspectos de creación literaria como en estudios. Doctor formado en España y en México, novelista profundo y gozoso. Los estudiantes nos peleábamos por asistir a sus cursos aun antes de que nos tocara por calendario. Vivía en las afueras de la ciudad, en la punta de una colina de donde se miraba todo el Valle de México, por el rumbo del Desierto de los Leones.

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Eran famosas las sesiones de ouija que se hacían en su casa. En una ocasión inventamos un nombre y marcamos el teléfono de un señor elegido al azar en el directorio. Cuando contestó, le dijimos que teníamos un mensaje de un difunto a cuyo entierro fuimos al Panteón Jardín. El hombre se quedó en silencio, estupefacto, hasta que seguramente oyó nuestras risas y nos recordó a nuestras progenitoras.

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La influencia de Sergio Fernández es ex ca-thedra. Dirigía muchos destinos y enredos. A mí me tocó el curso de Literatura Hispanoamericana que impartió como suplente del maestro Ernesto Mejía Sánchez, quien estaba terminando su doctorado en España. Antes de eso había corrido  muchas aventuras en compañía de Ernesto, que tenía una sobrina nicaragüense guapísima. Congeniamos tanto que una noche no nos podían arrancar al uno del otro del fuerte abrazo que nos dimos. “Mago brujito”, le decían mis compañeras cariñosamente. Tenía una esposa celosísima como un dragón chino. Acostumbrábamos irnos a Cuernavaca a casa de un amigo suyo que se la prestaba. Un sábado llegó Ernesto a mi casa para ir de nuevo a Cuernavaca. Como mi mujer y yo estábamos muy cansados, salí a decirle que no iríamos. Lo hice con delicadeza, pero él lo tomó a la mala y se fue muy enojado.

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Muchos amigos me invitaban a esos fines de semana que después resultaban fastidiosos. ¿Quién iba a decir que por razones matrimoniales debí asistir a la casa-retiro de mi suegro en Cuernavaca? Después vi que ésta me quedaba chica y empecé a añadirle cuartos horizontales con dos maestros de obra que habían trabajado en mi casa de Tlalpan, en donde hice mejoras y hasta un tercer piso completo. No hice cálculos de ingeniero ni pedí permiso a las autoridades. Cuando llegaron los inspectores de obra me dieron trato de arquitecto y me dijeron: “Qué bonita está quedando su ampliación” y extendieron la mano para recibir la mordida. Así, sin la seguridad que dan los cálculos, me sostuve en la firmeza de mis caprichos.

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En una ocasión vino a visitarme Federico Campbell y me pidió consejos para planear una construcción. Yo se los di de buena fe. Entonces me interrumpió y me dijo hasta de lo que me iba a morir. Me dijo que era un irresponsable mayúsculo y que ya se iba a ir de mi casa antes de que se derrumbara y quedáramos aplastados en las ruinas. En Cuernavaca las cosas siguieron hasta que terminé una biblioteca de 10 por 10 con una columna central como sostén principal, pero no tardé en añadirle un segundo piso. Le puse un balcón maravilloso a todo lo largo sobre el inmenso jardín de 2 mil metros cuadrados.

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FOTO: El Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM publicó este año Historia y crítica de arte en Ida Rodríguez Prampolini, que reúne el trabajo de más de 50 años de esta investigadora./ Tomada del Twitter @MUAC_unam

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