¿Me adaptas Anacleto Morones?

Nov 9 • destacamos, Ficciones, principales • 4983 Views • No hay comentarios en ¿Me adaptas Anacleto Morones?

POR MIGUEL SABIDO

 

Lo conocí en 1961. El año en que nos dieron la beca del Centro Mexicano de Escritores a Inés Arredondo, Guadalupe Dueñas, Vicente Leñero, Jaime Shelley y a mí.

 

Yo había leído El Llano en llamas dos veces completas en una sola noche y luego otra vez y cada noche repasaba algún cuento. Dos años antes juré que escribiría cuentos mejores que los de él, pero empecé a dirigir teatro en El Caballito, el mítico recinto universitario donde dirigíamos Gurrola, Azar, Margules, Juan Ibáñez, y se me olvidó que yo iba a ser mejor cuentista que Juan Rulfo. La señora Shedd, directora del Centro, había dado un coctel para los patrocinadores de la institución… Así que cuando lo vi muy callado en un rincón mientras Juan José Arreola iba y venía por el salón platicando alegremente con Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez y todo el mundo, yo me acerqué despacio y le dije: “Soy Miguel Sabido, becario del Centro, y El Llano en llamas es el mejor libro del mundo”. Me vio con una chispa en los ojos: “¿Mejor que la Biblia?”

 

Claro, nos hicimos amigos… hasta donde era posible: Juan era muy callado pero, en medio de su silencio, muy cálido. Un día con la desfachatez de mis 22 años le dije “Voy a poner ‘Anacleto Morones’ en el teatro del Caballito. ¿Tú serías tan amable de hacerme la adaptación? Es un cuento maravilloso”. Asintió. “Nada más tráeme un ejemplar de la edición barata que acaba de salir”. Se la llevé a su departamento de la calle de Nazas junto al IFAL. Y, mientras, empecé a gestionar la puesta en escena. Héctor Azar me autorizó 700 pesos para la producción y dos semanas de funciones en El Caballito. Después de tres no aguanté y le hablé por teléfono preguntando por la adaptación. “Sí: ya está. Si quieres ven mañana por ella”. No dormí pensando cómo sería. ¿Iba a ser un manuscrito autógrafo? ¿O en máquina de escribir? ¿Qué tan larga sería? Llegué temblando al departamento. Me abrió Clarita, jovencita y gentil. Era un departamento como cualquiera de la colonia Cuauhtémoc. Hace más de cincuenta años… pero recuerdo que tenía una foto en blanco y negro de alguien. Salió sonriendo. “¿Qué tal quedó la adaptación? ¿Te costó mucho trabajo? ¿Va a quedar muy larga? ¿Cuánto crees que dure?” Se alzó de hombros: “No sé….” Y me tendió el mismo ejemplar que yo le había llevado. Quedé totalmente desconcertado. ¿Me estaba rechazando la petición? Pero si él me lo había prometido. No me aguanté y le pregunté angustiado. “¿Y la adaptación de ‘Anacleto Morones’?” “Aquí está”. Y me extendió el libro. El mismísimo libro que yo le había llevado. “Pero me prometiste que tú me ibas a hacer la adaptación: ya le pedí el Teatro del Caballito a Héctor Azar y me lo dio dos semanas… hasta tengo el presupuesto. ¿Dónde está la adaptación que me prometiste?” Me tendió el libro “Aquí”. Yo tomé el libro muy despacio y dije en una voz muy pequeñita… “Pero tú dijiste…” Me contestó muy amable. “Tú me dijiste que querías poner el cuento de ‘Anacleto Morones’, ¿no?” Asentí en silencio. Sonrió gentilísimo: “Pues ahí está”. Abrí el libro y empecé a leer el texto… lo que había hecho era tachar con un lápiz muy suavecito las palabras con que las que indicaba que era otro personaje el que hablaba: “Dijeron”, “Y se fueron acercando más”, “Me preguntó una de ellas”, “Les volví a preguntar”… Y luego unos paréntesis en algunos parlamentos (“Se persignaron y se arrimaron hasta ponerse junto a mí, todas juntas, apretadas como en manojo”) (“Viejas carambas! Ni una siquiera pasadera. Todas caídas por los cincuenta. Marchitas como floripondios engarruñados y secos. Ni de donde escoger”)…

 

Lo vi totalmente desconcertado. Volvió a sonreír y me dijo: “Tú dijiste que querías poner mi cuento de ‘Anacleto Morones’, ¿no? Pues ponlo. Ahí está”.

 

“Pero…”, dije desconcertado. “¿Y las acotaciones escénicas? ¿Y la descripción de los personajes? ¿Cuántas mujeres son?” Se alzó de hombros. “Pues allá tú sabrás cuántas actrices tienes”.

 

“Pero, Juan… esto no es una adaptación. ¿Y la escenografía? ¿Y el vestuario? ¿Y la música?”.

 

“Pues no sé si sea una adaptación… pero es mi cuento de ‘Anacleto Morones’”.

 

Asentí. Le di las gracias. Llegué a mi casa y me senté frente a mi viejísima Remington portátil con cinta de dos colores. Armándome de valor escribí: La pared de adobe del fondo del Teatro del Caballito está descubierta. Hay basura por todo el escenario y un nopal seco y retorcido. En un rincón un montón de piedras.

 

Para las dos de la mañana había terminado, respetando las tachaduras de Juan. Le hablé excitadísimo a Martha Zavaleta. “Ya la tengo, ya la tengo”.

 

“Ya tienes ¿qué?”.

 

“La adaptación de ‘Anacleto Morones’ que me hizo Juan Rulfo”.

 

Me ayudó a juntar el grupo: Lucas Lucatero José Adolfo Rodríguez —ahora respetable director de la Biblioteca Central de CU—, Anacleto Morones Lenin Molina, mi compañero de leyes, y empezamos a repartir los parlamentos. Juan tenía los nombres de las viejas en el texto: Ponciana y Nieves, Pancha y la Huérfana. Como me faltaban para completar las diez le pedí a mi madre que hiciera una y a mi hermana Irene otra —salía con la cara tapada por el rebozo para que no se viera que tenía doce años.

 

Las lecturas corrían como agua. Todas me decían que la adaptación era maravillosa, que cómo había logrado que Juan Rulfo, ¡Juan Rulfo!, ¡el mismísimo Juan Rulfo me hiciera esa adaptación! Y sin pedirme un centavo. Y para dos semanas en el Teatro del Caballito.

 

En lugar de un nopal seco le puse tres porque me los encontré en la basura de los Viveros de Coyoacán y los 700 pesos los gastamos en vestidos de percal y rebozos negros que eché a remojar en lejía durante días para avejentarlos.

 

Le hablé una semana antes para pedirle que fuera al estreno. Se disculpó. Me dijo que tenía “Un quéhacer” y que a ver qué día iría.

 

Cuando estaba yo dando segunda llamada me vinieron a avisar que en la sala estaban Seki Sano, Fernando Wagner, Salvador Novo, Juan José Arreola y José Solé. Me aterré.

 

Prendí la luz y José Antonio empezó a decir exactamente el texto con el que empieza el cuento. “¡Viejas hijas del demonio!” Y entraron las diez mujeres y el público empezó a reírse a carcajadas… por el humor ácido y feroz con el que se describe la mochería de los pueblos mexicanos. ¡Y eran los textos de Juan Rulfo! Y de repente el tono cambió y cuando se fueron cantando un alabado las mujeres y se enfrentaron Lenin y José Antonio cambié la luz por reflectores rojos para el pleito y la feroz muerte a patadas y sentí cómo el público contenía la respiración. El final con el cínico parlamento de Pancha (“El niño Anacleto. El sí que sabía hacer el amor”) fue un salvaje regreso al tono descarado y cínico del resto del cuento. Yo mismo hice el oscuro desde el palco que servía de cabina de luces. Hubo unos segundos de silencio y de repente como a una señal todo el mundo se levantó a aplaudir y gritar “¡Bravo!” Entonces se acostumbraba que la primera actriz sacara al director a rastras que fingía que no quería salir… pero yo sí quería salir y gritar “¡Viva Juan Rulfo!” Tuve que dar toda la vuelta por el lobby mientras escuchaba los aplausos. Al abrir la cortina de terciopelo que había puesto Marilú Elízaga descubrí a Juan: había visto toda la función desde la cortina. Lo cogí del brazo y le grité feliz: “Vente, vamos a dar las gracias”. Negó rotundamente en silencio. Yo le gritaba lleno de felicidad. “Juan: oye cómo le gritan a tu adaptación. Da las gracias”. La lucecita volvió a brillar en los ojos y me dijo en un hilito de voz: “Pues ¿no que eso no era una adaptación?” Y tenía razón: era el glorioso, inigualable texto de Juan Rulfo que no necesitaba que nadie lo adaptara lo único que necesitaba para sonar como la obra maestra que es, era que lo dijeran con respeto. Lo abracé con la misma emoción que siento ahora al recordarlo cincuenta y dos años después. Y nos quedamos los dos abrazados, detrás de la cortina escuchando el braverío.

 

*Fotografía: Miguel Sabido, durante la dirección de “Anacleto Morones”/Archivo de Miguel Sabido.

 

« »