Anatomía de la maldad del hombre lobo: una radiografía
Con autorización de Anagrama, presentamos un fragmento de El mito del hombre lobo de Roger Bartra, un ensayo que ofrece una visión antropológica de la larga evolución de esta figura que se ha popularizado en la literatura y el cine. El escritor repasa la metáfora de lo salvaje, que cristaliza la bestialidad y crueldad de un ser que tiene el privilegio y la desgracia de la metamorfosis
POR ROGER BARTRA
Introducción
Los mitos dibujan de manera sencilla y a veces poética, con metáforas, condiciones o circunstancias muy complejas. Es lo que sucede con el mito del salvaje, que ha permitido delinear a lo largo de los siglos el perfil de la civilización sin necesidad de entrar a definir los mecanismos de las sociedades dotadas de aparatos políticos, estructuras de clase y procesos culturales complejos y sofisticados. Así, el mito logra identificar lo civilizado como lo opuesto a lo salvaje. Se asimila lo salvaje a lo extraño peligroso y lo civilizado a la seguridad del entorno conocido. En la misma línea, a veces lo salvaje significa lo maligno frente al bien de lo civilizado. Es lo que ocurre con el mito del hombre lobo, que en muchas ocasiones deriva en la representación del mal para, por contraste, delinear el bien o la bondad. La evolución del mito del salvaje es sinuosa y enredada, pero con mucha frecuencia ha cristalizado como una encarnación del mal, frente al cual la sociedad que lo rodea aparece como el espacio del bien. Es un poderoso símbolo del mal, con su amplia aura de miedo y de terror.
La popularidad del mito es impulsada por esa reducción de la complejidad a hechos y rasgos sencillos que cristalizan en cuentos, leyendas, obras literarias y películas. En este libro ofrezco una visión panorámica de la larga evolución del mito del hombre lobo y una disección antropológica de sus rasgos. Con el tiempo se fueron decantando sus aspectos malévolos, que ya aparecían en tiempos antiguos. De hecho, la primera mención que conocemos de un hombre convertido en lobo no es un ejemplo de la maldad de quien ha sufrido la metamorfosis, sino de la desgracia que proviene de una divinidad. Es la que aparece en la Epopeya de Gilgamesh, donde un hombre es condenado por la cruel Ishtar, la diosa babilónica del amor, el sexo y la guerra, a vivir como lobo. Esta diosa busca como amantes tanto a hombres como a animales o dioses. Ya ha convertido al jardinero Ishullanu en rana, al león le tendió una trampa y al caballo semental lo condenó a cabalgar sin descanso y a beber agua cenagosa. Es ella, y no sus víctimas, la que encarna la maldad. Ishtar intenta seducir al rey Gilgamesh, pero él la desprecia y le recuerda:
amaste al pastor del rebaño, que preparaba panes en las cenizas para ti y que cada día te sacrificaba cabritos; pero lo tocaste y lo convertiste en lobo y ahora sus propios zagales lo persiguen y sus perros le muerden las ancas.(1)
Como veremos, en la historia del mito volverá a aparecer el hombre que es convertido en lobo por una mujer, a veces su amante. El mito adquirió muchas formas, pero fue volviéndose con creciente frecuencia en encarnación del mal. Pero no se llegó a desvanecer la idea de un hombre que ha quedado atrapado en el cuerpo de un lobo, del que solo escapa temporalmente para volver a quedar preso de su condición lupina. Muchas veces el hombre lobo fue al mismo tiempo víctima de la maldad y bestia maligna. Lo que narra el poema de Gilgamesh se ubica a mediados del tercer milenio antes de Cristo. Durante unos dos mil años la leyenda de este rey sumerio se fue decantando hasta quedar inscrita en textos cuneiformes asirios y babilónicos en las tablillas de la biblioteca del rey Asurbanipal a mediados del siglo VII a. C. La siguiente información sobre humanos convirtiéndose en lobos aparece dos siglos después, cuando Heródoto habla de los hechiceros neuros de Escitia y Platón se refiere al rey Licaón de Arcadia, como se verá en el primer capítulo de este libro. No es posible establecer ninguna conexión histórica entre lo narrado en el poema asirio y el mito de los hombres lobo al que se refirieron los griegos.
Los hombres lobo son una de las expresiones del mito del salvaje. Forman parte de la estirpe de los sátiros, los centauros, las ninfas, los monjes peludos del desierto egipcio, la María Magdalena hirsuta, el mago Merlín, los silfos, el homo sylvestris, Calibán, Segismundo, el monstruo de Frankenstein, los geeks y los superhéroes bestiales de los cómics y el cine. Son los seres que he estudiado detenidamente en mi libro El mito del salvaje, aunque allí no incluí a los hombres lobo.(2) Y no los incluí debido a que los hombres lobo —de la amplia panoplia de los salvajes— son los que han sido más manipulados y contaminados por los mitos cristianos sobre el demonio. Este hecho le dio una dimensión peculiar al hombre lobo, que lo distinguió del resto de los salvajes. Otro rasgo distintivo del hombre lobo es la capacidad de metamorfosis, una transformación casi siempre reversible y muchas veces cíclica. La mayor parte de los salvajes son seres que nacen como tales y no cambian, salvo algunos casos, como el de Merlín. El hombre lobo, en cambio, es capaz de mutar, convertirse en una bestia y volver después a su forma humana. Por todo ello, este mito merece un tratamiento especial en un libro separado.
En cierto modo el lector tiene en sus manos una especie de mitología de la maldad y la agresión. Para usar la expresión de Hannah Arendt, acaso se trata de una exploración de la banalidad del mal cuando cristaliza en las expresiones populares. Detrás de la guerra y la tortura, del asesinato y la crueldad, acaso no hay unos temibles hombres lobo demoniacos y sedientos de sangre, sino unos humanos banales en los cuales hay un vacío, una ausencia de bien, como todo ciudadano civilizado y todo buen cristiano debe hoy saber. El mito del hombre lobo ha impulsado durante siglos a meditar sobre la crueldad, la destrucción y la guerra, pero también ha contribuido a llenar el vacío con ideas o personajes fuertes que encarnan con vigor una maldad trascendente. El príncipe Vseslav de Pólotsk, ese legendario hombre lobo que asedió Kiev en el siglo XI y que fue derrotado en la batalla de Nemiga, tiene su réplica maligna en el autócrata Vladímir Putin del siglo XXI. Como dijo Voltaire:
Elementos, animales, humanos,
todo está en guerra. Hay que confesarlo, el MAL está sobre la tierra.(3)
Voltaire escribió estas líneas a propósito del devastador terremoto de 1755 en Lisboa, y sin duda trasladó las causas del mal a la naturaleza y a Dios. Es lo que ha hecho el mito del hombre lobo: inscribir el mal en la animalidad y lo demoniaco. Ya desde el siglo XIV se atribuyó a san Francisco el poder de metamorfosear a un lobo devastador, no en una figura humana, pero sí en una bestia cristiana noble. Es el ejemplo de los habitantes del pueblo de Gubbio en Umbría, que le piden al santo que los libere del lobo, al que ven como una bestia infernal, seguramente ligada a las leyendas de licántropos, tan populares en aquella época. Francisco encuentra al lobo, que es capaz de hablar, y lo convence de que vaya con él al pueblo a vivir en paz. Persuade a los banales campesinos de que traten bien al manso lobo y lo alimenten. Francisco logró una transformación espiritual de una bestia feroz y la convirtió en una especie de hombre lobo noble. Pero al poeta Rubén Darío no le gustó este final de la historia, ni creyó en la bondad de los campesinos. En su poema «Los motivos del lobo», como protestando contra el santo, completó la narración: cuenta que un día Francisco se ausenta y cuando regresa el lobo se ha escapado y ha vuelto a atacar a los habitantes de Gubbio. El santo va a buscar al lobo para saber los motivos que lo retornaron al mal, y el animal le explica que no pudo soportar a los humanos. Reinaba en todas las casas la envidia, la saña, y en todos los rostros ardía el odio, la lujuria, la infamia y la mentira. Los malvados sometían a los débiles y los hermanos se hacían la guerra. Al final la emprendieron a palos contra el humilde hombre lobo, a quien Francisco había convencido de que todas las criaturas eran sus hermanos. El lobo le dice:
Y así, me apalearon y me echaron fuera, y su risa fue como agua hirviente, y entre mis entrañas revivió la fiera y me sentí lobo malo de repente; mas siempre mejor que esa mala gente. […] Déjame en el monte, déjame en el risco, déjame existir en mi libertad, vete a tu convento, hermano Francisco, sigue tu camino y tu santidad.(4)
El mito del hombre lobo nos lleva a meditar sobre las múltiples dimensiones del mal, un tema que las ciencias sociales han olvidado, como señaló Amos Oz. La historia del hombre lobo nos sirve para volver a introducir el problema del mal en el panorama del pensamiento actual. Lo que hizo Rubén Darío con la leyenda del lobo de Gubbio fue señalar que el mal está en los humanos. Amos Oz dijo con razón que “las ciencias sociales modernas fueron el primer intento serio de eliminar el bien y el mal del escenario humano”. Así, el bien y el mal fueron sustituidos por la idea de que la causa de todo son las circunstancias sociales, las luchas políticas o los intereses económicos.(5) La historia del mito nos hará reflexionar sobre este problema.
El mito del salvaje es fascinante, además, por su larga duración. Este intrigante tema de la continuidad subyace en todo lo que se aborda en este libro, que en cierto modo es una antología de cuentos. En este sentido, pretendo divertir al lector con las aventuras y desventuras de este personaje, el licántropo, en sus diferentes apariciones a lo largo del tiempo. Al ver estas narraciones como mitos he intentado, por decirlo así, rescatar los cuentos de su contexto. Como se verá, perseguir al mito en sus distintas apariciones históricas nos llevará por caminos insólitos que muestran paisajes desconocidos e inquietantes. Se verá que el hombre lobo es un tema esencialmente literario explorado aquí por un antropólogo. Este libro es también una anatomía en el sentido de que es una reunión de partes heterogéneas lograda al hacer una disección del cuerpo mítico para explorar sus entrañas, exponerlas y estudiarlas.
1. LOS HOMBRES LOBO EN LA ANTIGÜEDAD
Cuando observamos que un mito dura no solo siglos sino milenios, estamos sin duda ante un enigma. El caso que quiero abordar es especialmente intrigante: el mito del hombre lobo. Desde los hombres lobo descritos por Heródoto en el siglo V a. C. hasta la licantropía en las películas del siglo XX, se observa aparentemente la continuidad de un mismo mito que atraviesa con diversas formas los milenios. ¿Cómo se ha difundido tan extensamente en el tiempo y en el espacio? ¿Cómo se explica esta asombrosa continuidad? ¿Es realmente el mismo mito? ¿Está asociado a algún ritual?
Heródoto, para narrar la guerra del rey persa Darío I contra los escitas, nos da una maravillosa descripción etnográfica de las tribus que poblaban las regiones al norte del mar Negro. Digo que es maravillosa porque Heródoto presenta una variedad de leyendas sobre grupos étnicos en las que mezcla peculiaridades míticas con costumbres propias de los grupos nómadas que habitaban la región escita, al norte del mar Negro. Heródoto transcribe lo que le contaron sus informantes y en ocasiones comenta que no cree en lo que le dicen. Aparecen en su relato unos extraños humanos con pies de cabra (egipodas), unos pueblos que duermen durante seis meses del año y unos humanos que tienen un solo ojo (arimaspos). Hay unos andrófagos que son caníbales (como lo indica su nombre), carecen de leyes, son nómadas, se visten como los escitas y tienen una lengua propia. Podemos suponer que se trataba de alguna tribu que practicaba la antropofagia religiosa. Describe otro pueblo, los argipeos, cuyos hombres y mujeres son calvos de nacimiento, tienen el mentón prominente y la nariz achatada. Acaso se trata de una tribu de origen mongol que se rasuraba ritualmente la cabeza. Los agatirsos son un grupo del que Heródoto dice que tienen costumbres afeminadas, pues van cubiertos de joyas; entre ellos las mujeres son propiedad colectiva. Habla también de los isedones, un pueblo cuyas mujeres son tan robustas y varoniles como los hombres.
Hay una tribu, los neuros, de la que se cuenta que todos son hechiceros y que una vez al año cada uno de ellos se convierte en lobo durante unos pocos días; después recobran su forma humana. Heródoto aclara que no cree ni una palabra de esto, pero que sus informantes juran que es cierto (Historias IV, 105). Explica que los neuros tienen leyes y costumbres similares a los escitas y cuenta que tuvieron que huir de su región original poco antes de la invasión de Darío, escapando de una plaga de serpientes provenientes del desierto que los invadió; se refugiaron donde viven los budinos, una tribu de escitas cazadores. No da más información sobre estos misteriosos neuros, que son unos extraños hombres lobo. En este relato ya encontramos el núcleo del mito de los licántropos: se trata de humanos que se transforman durante un tiempo en lobos y que después retornan a su forma humana. Heródoto recopiló esta información de los griegos y escitas del Ponto Euxino (el mar Negro) y que vivían en la colonia de Olbia, situada entre las desembocaduras del río Borístenes (el actual Dniéper) y el río Hispanis (el actual Bug). Allí pasó Heródoto una temporada.
Hay otra importante fuente griega antigua que habla del mito del hombre lobo. Platón, en La república (565d), se refiere a la costumbre de un pueblo primitivo de las montañas de Arcadia que ofrecía en el santuario de Zeus Licaón sacrificios de carne humana mezclada con las entrañas de animales; quien probaba aunque fuera un trocito de esa carne se transformaba inevitablemente en un lobo. A partir de esta leyenda, Platón introduce el tema del mal y reflexiona sobre la manera en que un líder puede transformarse en un tirano. Así como el hombre que prueba carne humana está condenado a convertirse en lobo, según Platón
lo mismo ocurre con el dirigente popular. La masa dócil hará cualquier cosa que él diga, y la tentación de derramar la sangre del hermano será demasiado fuerte, al acusarlo injustamente en la corte; lo asesina, destruyendo una vida humana y alcanzando un gusto impuro por la sangre de sus prójimos. Siguen exilios, ejecuciones, amenazas de abolir deudas y de dividir tierras, hasta que su instigador queda, inevitable y fatalmente, destinado a ser destruido por sus enemigos o a volverse un lobo y convertirse en tirano. (565d-566a)
Pausanias, mucho después, en el siglo II d. C., cuenta la historia del arcadio Damarco de Parrasia, quien ganó una competencia de pugilato en Olimpia hacia el año 400 a. C. Dice que se volvió un lobo en los sacrificios a Zeus en Arcadia y que después de diez años, al no volver a comer carne humana, retornó a su forma original (Hellados periegesis, 8.2.6). El propio Pausanias visitó el templo dedicado a Zeus ubicado en la punta del monte Likaión en Arcadia, aunque no asistió a ningún sacrificio, pues estos ocurrían en secreto. Platón, en cambio, cuenta este mito en referencia al tirano que acaba convirtiéndose en lobo. Se refiere a la historia del mítico rey Licaón, quien le ofreció carne de su propio hijo o de un nieto a Zeus, quien, ofendido, entró en cólera y fulminó al rey convirtiéndolo en lobo. En este caso no hubo un retorno a su condición humana, pues el tirano quedó condenado para siempre. Ovidio, en Las metamorfosis (I:226 y ss.), narra la horrenda historia de cómo Zeus en su furia vengativa metamorfoseó al rey Licaón y advierte que este monarca, convertido en lobo, retuvo sin embargo algunos rasgos de su forma humana original. El rey Licaón ha cambiado de forma, pero en realidad es el mismo. Al ser convertido en lobo, mantiene su acostumbrada sed de sangre. Es un humano caracterizado por su fiereza y su maldad, que al ser metamorfoseado en lobo conserva las mismas canas, la misma violencia en su rostro, los mismos ojos brillantes, la misma imagen de ferocidad. Es interesante notar que Ovidio compara la ferocidad de Licaón con la de “rústicos númenes”, seres salvajes como los faunos, los sátiros, las ninfas y otros silvanos de las montañas; la fiereza de estos hace que no ameriten un lugar en el cielo con los dioses, pero merecen un lugar en la tierra donde puedan vivir a salvo de la agresividad de humanos tan detestables como el rey Licaón (I:192 y ss.). Los salvajes de la Antigüedad griega que menciona Ovidio, a los que podemos agregar los cíclopes, las sirenas y los centauros, son, como los hombres lobo, una mezcla de animal y humano. Pero hay una diferencia: mientras los sátiros o los centauros son personajes que nacen como seres híbridos y permanecen como tales, los hombres lobo son el fruto de una metamorfosis que es reversible en muchos casos, como en el ejemplo de los hechiceros neuros.
Otra aparición de un hombre lobo, antes que la de Ovidio, ocurre en las Églogas de Virgilio. Se trata de un mago llamado Moeris que ayuda a una mujer despechada, seguramente una pastora, a conjurar el regreso de su amado Dafnis, que la ha abandonado y se ha ido a la ciudad. En la octava égloga (94-100) ella clama:
Regrésenme a Dafnis al hogar, conjuros míos, regrésenlo
de la urbe.
El mismo Moeris me dio estos venenos y hierbas,
que recogió del Ponto (allí en el Ponto crecen muchas).
Yo he visto muchas veces a Moeris
con ellas transformarse en lobo
[y esconderse
en el bosque,
y llamar a los espíritus de los sepulcros profundos
además de cambiar de lugar las mieses sembradas.
Regrésenme a Dafnis al hogar, conjuros míos, regrésenlo
de la urbe
Moeris recuerda a los hechiceros neuros que describe Heródoto, que vivían al norte del mar Negro y que cada año se transformaban en lobos. La metamorfosis de Moeris es voluntaria y producida por el uso de hierbas recogidas en el mar Negro (el Ponto). Además, Virgilio liga a este brujo con los sepulcros, ya que es capaz de atraer a las ánimas que en ellos habitan. Esta asociación del hombre lobo con el cementerio vuelve a ocurrir en la historia de Nicerote, contada por Petronio en El Satiricón, que expondré más adelante.
Hay otra leyenda antigua griega contada por Evantes, un autor de la primera mitad del siglo IV a. C., de cuyas obras solo han quedado fragmentos de un texto sobre el teatro. Evantes se refiere a una familia en Arcadia, descendiente de un tal Anthos, que por tradición escogía regularmente por sorteo a uno de sus niños para llevarlo al borde de un estanque. Allí el joven se desnudaba, colgaba su ropa en un roble y nadaba hasta la otra orilla, donde se convertía en lobo. Debía vivir nueve años en compañía de una manada de lobos. Pasado este tiempo, si no había comido carne humana, podía regresar a la orilla del lago, volver a la forma humana, cruzarlo a nado de nuevo y recobrar la misma ropa que había dejado colgada en el roble. Aunque Evantes no hace ninguna referencia al déspota Licaón ni a los sacrificios de carne humana en el santuario de Arcadia, es evidente que se trata de una historia muy similar a la narrada por Pausanias sobre la aventura de Damarco de Parrasia, el pugilista.
La historia contada por Evantes fue retomada por Varrón en el siglo I a. C. y de allí se propagó gracias a las obras de Plinio el Viejo y san Agustín. En su Historia natural, Plinio escribe que la creencia de que “hombres se hayan convertido en lobos y de nuevo hayan sido restaurados a su forma original, podemos pensar con confianza que no es cierta, a menos que, en verdad, estemos preparados para creer todos los cuentos que, durante mucho tiempo, se ha visto que son fabulosos. Pero la creencia está tan firmemente impresa en las mentes de la gente común que ha provocado que el término versipellis sea usado como una forma corriente de imprecación”. Plinio, como mucho antes Heródoto, no cree que haya humanos que se conviertan en lobos. Pero decide citar la historia que había contado Evantes, para después exclamar: “¡Es realmente asombroso hasta qué punto llega la credulidad de los griegos! No hay falsedad, no importa cuán descarada, que no encuentre entre ellos a quienes la defiendan con su testimonio” (Historia natural, 34:22). Es curioso que el escritor romano que tanto le debía a los griegos se burlase de su candidez, pero ello sin duda se debía a que el mito del hombre lobo, el versipellis, estaba profundamente arraigado en las creencias populares. La palabra latina versipellis significa literalmente “cambio de piel”, y se refería a los hombres lobo, pero también al hábito de esconder hipócritamente algo. Después Plinio cuenta la historia de Damarco de Parrasia.
Agustín de Hipona cita a Varrón como fuente y se refiere a los jóvenes arcadios que, escogidos al azar, debían cruzar a nado un estanque para convertirse en lobos durante nueve años. También Agustín cita el ejemplo de Demeneto (Damarco de Parrasia), quien gustó del sacrificio de un niño ante el dios Lycaeo y por ello fue convertido en lobo. Al volver a su forma original diez años después se entrenó en el pugilato y triunfó en los juegos olímpicos. Agustín agrega una conclusión que se convertirá en algo muy importante en la historia del mito de los hombres lobo. Se refiere a la intervención del demonio, la encarnación del mal, que tiene el poder de transformar la apariencia de los humanos para convertirlos en lobos. Es lo que hicieron los demonios arcadios y lo que hizo Circe con los compañeros de Ulises (La Ciudad de Dios, XVII:18 y 19). Es interesante anotar que hubo interpretaciones del mito del rey Licaón diferentes a la que hiciera Agustín. En la época del emperador bizantino Anastasio (491-518), hubo un gramático griego, Timoteo de Gaza, que en su tratado sobre los animales explica que hay una variedad de lobos que no atacan a las ovejas y, a propósito de esta afirmación, escribe: “Y hubo una vez un rey Licaón, arcadio de nacimiento y devoto de la justicia. Aun si se volvió lobo, ello no transformó al mismo tiempo su carácter, sino que se mantuvo justo.”(6) Es una curiosa explicación.
La consagración literaria del mito del hombre lobo en la Antigüedad ocurrió gracias a Petronio, un célebre escritor y cortesano de la época de Nerón. En su famosa novela El Satiricón narró con mucha gracia la atractiva historia de Nicerote, quien tuvo un encuentro con un hombre lobo. Nicerote, durante una cena, recuerda la aventura que le ocurrió cuando era esclavo y estaba enamorado de una bella y atractiva mesonera, Melisa, que además tenía muy buen humor. En una ocasión llegó como huésped a su casa un soldado que describe como más valiente que Orco, el dios del inframundo. Nicerote invitó al soldado a dar un paseo y llegaron al cementerio. La luna iluminaba con intensidad las tumbas. De repente el soldado se desnudó, tiró su ropa al lado del camino y se meó en círculo en torno a ella. Enseguida se convirtió en un lobo, se puso a aullar y huyó hacia el bosque. Esta es una escena que veremos repetida hasta nuestros días, con la intensa luz de una luna llena en un tétrico cementerio estimulando la metamorfosis del hombre lobo. Nicerote queda espantado, más tieso que un muerto.
Notas: 1. Tablilla VI, columna II, 58-63. Poema de Gilgamesh, trad. de Federico Lara Peinado, Tecnos, Madrid, 1992, pp. 86-87.
2. Roger Bartra, El mito del salvaje, Siglo XXI/UNAM/INAH, México, 2021.
3. Voltaire, Œuvres Complètes, IX, 474, edición de L. Moland, París, 1877-1885.
4. I fioretti di san Francesco, capítulo XXI, anónimo del siglo XIV. El poema de Rubén Darío se publicó en Mundial Magazine, 32, diciembre de 1913, pp. 107-113.
5. “El mal tiene un olor inconfundible” (Babelia, El País, 1 de octubre de 2005), donde Oz expone los argumentos que expresó en su discurso de recepción del Premio Goethe en Frankfurt.
6. Timoteo de Gaza en Aristófanes de Bizancio et al., Aristophanis historiae animalium epitome subiunctis Aeliani Timothei aliorumque eclogis, 2.237. Traducido por Daniel Ogden en The Werewolf in the Ancient World.
FOTO: En 2022, Bartra publicó El mito de lo salvaje, donde explora a otros seres fantásticos. Crédito de foto: Germán Espinosa /El Universal
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