Un gesto que dura ya 100 años: Andamios interiores, de Manuel Maples Arce

Feb 12 • destacamos, principales, Reflexiones • 3180 Views • No hay comentarios en Un gesto que dura ya 100 años: Andamios interiores, de Manuel Maples Arce

 

Manuel Maples Arce definió al estridentismo como la única expresión artística de la Revolución mexicana e incitaba a la renovación estética mediante la acción rápida y la subversión total

 

POR JOSÉ HOMERO 
“¡Viva el mole de Guajolote!” reza un famoso lema estridente. En la Nochevieja de 1921, tras cenar un platón de mole con una rozagante pierna —la moda no se atrevía a llegar al muslo—, iluminado por una constelación de ajonjolí y un volcán de arroz, un joven cuyo relamido cabello, oscura mirada y acentuadas ojeras le conferían un vago semblante con Valentino, cerrando el portón de la añeja casa se encaminó rumbo al centro.

 

Cuenta la leyenda que el 1 de enero de 1922 las céntricas avenidas y las calles del antiguo barrio universitario de la Ciudad de México amanecieron tapizadas con un insólito manifiesto que “junto a los carteles de toros y teatros” (Maples 2010: 84) competía por la atención de los transeúntes. Siguiendo la proclama de Independencia del cura Hidalgo , Manuel Maples Arce (1900-1981), a disgusto con las escuelas poéticas en la encrucijada de los 20 y las insidiosas camarillas de la vidita literaria, incitaba a la renovación estética mediante “la acción rápida y la subversión total” (Ibid.) en vez de la “explicación racional”. La excitación de Actual, Hoja de Vanguardia era siamesamente revolucionaria: a rebelarse contra el arte vigente y a adherirse a la Revolución. Posteriormente, definiría al movimiento estridentista como “la única expresión intelectual” de la Revolución mexicana; y afirmaría que trató de “imprimirle un sentido estético” (Ibid.: 188). Como en los modelos de Rimbaud y el suprematismo, y en consonancia curiosa con el surrealismo, contemporáneo en surgimiento, esta filiación provenía, más que de la sujeción a un ideario político —al que los poetas, si auténticos, nunca se subyugarán plenamente— a una tentativa titánica: cambiar la vida, la auténtica revolución que avizoran en el horizonte los artistas.
En un país poco acostumbrado a plantear poéticas —me refiero a la exposición de propósitos formales, ideológicos y vitales que formula un autor recapitulando sus decisiones retóricas y temáticas—, más insólito es el lanzamiento de una poética sin una obra precedente. Interesado desde joven en esos pájaros estacionales que denominamos carteles —al punto que delinea las coordenadas de su casa de 1920 identificando al Hipódromo de la Condesa por sus bardas “cubiertas de grandes carteles publicitarios” (Ibid.: 59)—, Maples Arce concibió una estrategia que debía tanto a lo militar como a la publicidad. Más que remedar los preceptos futuristas y ultraístas, tópico que se esgrimió para menospreciar su propuesta —en el que incurre incluso Luis Mario Schneider, pionero de su reivindicación —, el “Comprimido estridentista” que ocupa Actual Nº. 1 configura una poética personal —“teoría”, la llamó Germán List Arzubide, pionero en reconocer la originalidad distintiva de su concepto estético—. Agitación y propaganda, sus 14 puntos urden un planteamiento, una profecía “del libro que vendrá”, para recurrir a la frase de Blanchot. Su “actualización” —en la acepción de “realizar”— se cumpliría hasta la aparición, en julio, del primer modelo con tales principios.

 

La recepción del segundo libro de poemas de Maples Arce, al igual que la del estridentismo —para entonces se había promulgado el segundo manifiesto—, osciló entre la condescendencia, la franca reprobación y esporádicos aplausos. Aunque Rafael Heliodoro Valle, Arqueles Vela y Gregorio López y Fuentes le precedieron en el canto a la musa del provocador Maples, destaca la entusiasta recensión de cierto ultraísta argentino. Con humor, al sopesar Andamios interiores, Jorge Luis Borges rechaza “el estridentismo: un diccionario amotinado, la gramática en fuga, un acopio vehemente de tranvías, ventiladores, arcos voltaicos y otros cachivaches jadeantes”. Mientras la mayoría de los reseñistas se habrían limitado a descartar el libro por el cariz más superficial y perenne, en efecto, de dicha propuesta —como abundaron los ejemplos patrios—, Borges elogia la innovación que juzga singular : “una briosa numerosidad de rejuvenecidas metáforas”. Y concluye advirtiendo su permanencia por su “vivísima muestra del modo de escribir”.

 

La miopía crítica —infamemente encarnada por Carlos González Peña— no vio más allá de ese “diccionario amotinado” ni oyó música distinta a la de los “cachivaches jadeantes”; impotente para percibir la unidad intrínseca cuyas partes configuran una historia amorosa descompuesta en facetas para mayor percepción. En ese aspecto, aún surte lecciones, incluso para nuestros contemporáneos tan proclives a plantear como unitarios libros que sólo comparten un tema, sin auténtico desarrollo ni polivalencia en los poemas. Al remontar con su título al muralismo —cuando Maples evoca a Rivera y amigos, curiosamente se fija en los “andamios” en que trabajaban—, indica una vía de lectura —un arte público a condición de que sea primeramente íntimo—. Únicamente una sensibilidad anquilosada por la preceptiva no advertiría que tranvías, trenes, autos, carteles, focos o telégrafos son vías: medios, no destinos. Esas innovaciones tecnológicas que discurren por vías —férreas, avenidas o carreteras— o trasmiten mensajes —radios, telégrafos, carteles— están al servicio de un relato, el más antiguo y hondamente lírico: el amor.

 

Si el tópico se remoza por el tratamiento y enfoque vanguardista —el cubismo de Maples no reside en las alusiones geometristas ni en su parla artificiosa, sino en la descomposición de un momento, a semejanza de los procedimientos de Cézanne y de Braque más que de Picasso—, en el nivel enunciativo cumple la propuesta de articular imágenes que apunten hacia la pureza lírica, dinamitando el cómodo puente de la comparación y saltando orillas semánticas mediante esa gimnástica imagen que los anglos llamarían “libre”. Sí, Carlos Pellicer la ejercía ya desde la década anterior —adelantándose por una nariz a Vicente Huidobro—, pero su primer libro, Colores en el mar, es de finales de 1921, por lo que sus hallazgos no eran populares. La imagen libre de Maples, igualmente, debe más al cubismo de Blaise Cendrars y sobre todo de Pierre Reverdy —aderezado con la salsa japonista de José Juan Tablada, el maestro que une a Pellicer con Maples— que a los maestros simbolistas y cumple los preceptos de Walter Mehring: mediante un salto doble lleva al arte a la vida cotidiana. De ahí la necesidad de un análisis que trace estas correspondencias que permitirían revalorar al estridentismo sin limitarlo a una manifestación espuria, derivativa, pueril y escandalosa, sino como un acto que persiguió renovar la lírica y el verso aportando nuevos cauces a la emoción. Como otros estallidos —de dadá al punk—, el suyo fue un gesto, un rastro de carmín (Marcus), como el que atestiguó Iggy Pop en la tumba de Valentino, que, no obstante, a 100 años de su aparición, continúa provocándonos y por ello permanece actual.

 

FOTO: Manuel Maples Arce compiló y editó en 1940 la Antología de la poesía mexicana moderna, libro clave para de poesía vanguardista de México/ Crédito de foto: ELEM

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