Andrey Zvyagintsev y el vacío afectivo
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La distancia mutua de un matrimonio de mediana edad, en pleno trance de divorcio, llega al máximo punto de la desdicha con la desaparición de su hijo. Este drama es una de las nuevas muestras del cine ruso con uno de sus mejores representantes: Andrey Zvyagintsev
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POR JORGE AYALA BLANCO
En Sin amor (Nelgubov, Rusia-Francia-Alemania-Bélgica, 2017), estrujante opus 5 del archipremiado estilista ruso postsoviético de 53 años Andrey Zvyagintsev (El regreso 03, El destierro 07, Elena 11, Leviathán 14), con guión suyo y de su imprescindible coargumentista habitual Oleg Negin, la pareja irremediable que aún forman el medroso empleado barboncillo bancario Boris (Aleksey Rozin lamentable hasta el encarnizamiento) y su bella esposa de interminable torso por fin erotizado Zhenya (Maryana Spivak falsamente soberana) no desperdician oportunidad alguna para escupirse mutuamente la incontenible acritud de su desprecio y su rencor acerbo, aunque se hallan en liberador trance de divorcio y pese a que ambos han logrado establecer ya relaciones sentimentales casi amorosas mucho más satisfactorias, él con una deslavada Masha (Marina Vasileva deliberadamente esmirriada) en torpe espera de su primer bebé al pasivo-activo gusto de una suegra omnimanipuladora (Anna Golyarenko), y ella con el opulento galán divorciado otoñal de todas envidiable Anton (Andris Keiss), pero ninguno de los aversivos cónyuges contendientes toma siquiera en cuenta el profundo sufrimiento que devasta al hijo de 12 años solitarios Alyosha (Matrey Novikov rubito doliente), ese estorbo del que ambos padres sólo quisieran deshacerse y que, en efecto, un día desdichado, la madre reportará desaparecido del colegio, y entonces deberá ser buscado de mal modo por todo mundo, a regañadientes por sus progenitores (“Actúa o sigue esperando, depende de ti”) hasta en la casa lejana de la repudiada e inafectiva abuela materna (Natalya Potapova), de burocrática manera rutinaria por el detective policiaco Iván (Aleksey Fateev), a quien sólo le importaba indagar si los progenitores no asesinaron al chavo, e incluso solidariamente por una establecida brigada de rastreadores a los que encabeza un filantrópico dirigente de brigadas (Sergey Borisov) que de inmediato ordena peinar en forma sistemática los bosques y arroyos circundantes, aunque los esfuerzos sean en vano y, erizados de odio en aumento, Zhenya y Boris acaben agrediéndose físicamente en la morgue, ante el cadáver desfigurado de un chico al que los dos desconocen como su posible vástago, tan fulminado como ahora ellos por un indomeñable vacío afectivo.
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El vacío afectivo se sitúa bajo el ominoso signo de la inclemencia, ubicándose exacto en la misteriosa inclemencia hipnótica de los preludios e interludios y posludios de un lírico invierno de congeladas arborescencias espectrales, localizándose en una retrógrada aunque próspera pequeña ciudad posesclava eslava cualquiera, extrayéndole la máxima savia inclemente a los artificiosos enconos grisáceos de esa fotografía de Mikhail Krichman hurgando suntuosos interiores laberínticos en perpetua contraluz blanca y a la edición divagantemente serena de Anna Mass (un pictórico camarógrafo y una calculada montajista vueltos imprescindibles colaboradores de Zvyagintsev desde sus inicios), sometiéndose a las precisas metálicas percusiones casi burlonas de los músicos hermanos Evgueni y Sasha Galperin (los de La familia Bélier de Lartigau 12 en el banal opuesto), siempre convocando a una inclemencia reorganizadora de esos trazos y trazas narrativas con tintes de inermidad absoluta de una historia majestuosamente fundada y construida sobre una anécdota mínima y sus avatares malvadamente previsibles de todos tan temidos.
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El vacío afectivo demuestra así estar inserto dentro del más contundente e impecable cine de autor implacable, al compendiar, en una sola temprana summa dramático-narrativa, la fotogénica deriva territorial de El regreso, los exilios interiores de El destierro, las aviesas corrientes subterráneas de la enfermera-esposa homicida Elena y el sumergido itinerario humano inconsolable de Leviathán, todos ellos sin posibilidad alguna de unitaria solución compasiva, espejos íntimamente quebrados y dispersos de lo que queda de lo que quedaba de un gigantesco país en crispada y secular crisis irrecuperable.
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El vacío afectivo ostenta pues como grandes momentos los más intensos por intempestivos y desolados: la inesperada aparición del rostro lloroso del niño abandonado tras la puerta cerrada en sus narices, el devorador plano fijo de la medrosa confidencia de Boris a un colega sobre su pánico a ser cesado del banco por atreverse a consumar su divorcio, el petulante pavoneo de Zhenya ante una esteticista naca sobre su romance con un ricacho, la guirnalda hallada vagabundeando en una ribera y colgada en la rama alta de un árbol por el tierno Alexey, el antiglamouroso acostón lateral con la triste preñada melindrosa, la autoexcitada cópula con el amante tras confesar la ausencia de cualquier tipo de caricias en la infancia, la visita a la abuela presa de pleno ataque energuménico, la ardua búsqueda absurda tan desnaturalizada como la perdida pérdida, o las invasivas TVnoticias acerca del fin del mundo en diciembre de 2012 y las atrocidades de la guerra de Ucrania, además de otras gélidas epifanías geográficas y plásticas que son también morales, porque estamos de modo hipersensible e inteligente ante una obra maestra visionaria negativa y transdescendente sobre las políticas de la inafectividad, planteadas como emblema e inextirpable plaga de la globalizada vida actual, cuyo poder de incomunicación se simboliza con el omnipresente uso de celulares tóxicos y aislantes.
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Y el vacío afectivo toma venganza contra aquellos que lo conforman y confirman, culminando con un exquisito sembrado de huellas, rastros indelebles en el alma y el cuerpo de las cosas y los seres cosificados tras su socavadora aventura merecida/inmerecida, los carteles localizadores marchitándose en el poste, la caminadora inmóvil de la madre ya no sexenardecida, el salvaje arrojo del padre a su nuevo bebé en un corralito, la guirnalda púber pendiendo ahorcada en una rama y el final abierto reinando en su desplumado desplome.
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Foto: Sin amor es la historia de un matrimonio de mediana edad a punto del divorcio que tiene que enfrentar la desaparición de su hijo. Se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 26 de abril.
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