Andrzej Zulawski y el microcosmos obsedente
POR JORGE AYALA BLANCO
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En Cosmos (Francia-Portugal, 2015), bizarro opus 13 póstumo del desquiciante polaco alguna vez forzado al exilio y recién fallecido a los 75 años Andrzej Zulawski (1940-2016, cuando ya no era el neorromántico vehemente de La tercera parte de la noche 71 o el diabólico truenacocos de Posesión 81 sino una mezcla del frenético futurista filosófico de En el globo blanco 88 y el enrarecido sexomaniaco maduro de Chamanka 96), con guión suyo basado en la inadaptable novela nebulosamente autobiográfica del también polaco Witold Gombrwicz (1904-69), el escéptico e impenetrable joven tronado de leyes Witold (Jonathan Genet) y su compañero Fuchs (Johan Libéreau) abandonan sus afanes y se alojan como huéspedes en la pensión regional de la intrigante matriarca Madame Woytis (Sabine Azéma), al inicio para pasar allí una corta temporada, pero no tardan en caer en todas las trampas de la seducción plural, de los fenómenos inquietantes (un gorrión y un gato ahorcados en un árbol, la huella-cicatriz de una quemadura en cierta pared) y de los desazonantes comportamientos anómalos y contagiosos, que tienden alrededor de ellos los absorbentes huéspedes, el padre viejo perturbado Léon (Jean-François Balmer), la bella hija casada Lena (Victoria Guerra), la criada de estallados labios en flor Catherette (Clémentine Pons), teniendo como satélites de su nonsense establecido a los inquietantes especímenes-súcubos Lucien (Andy Gillet), Tolo (Ricardo Pereira) y hasta a un cura (António Simao), como si se tratara de una familia sustituta siempre sospechosa de estar sujeta a reglas e impulsos deleznables, hasta que los obliga a entrar en su torbellino excéntrico y perder de vista toda conducta e iniciativa normales en ese vertiginoso y abismal microcosmos obsedente que jamás osaría reconocerse como tal.
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El microcosmos obsedente hace que en su rompecabezas narrativo todo suceda como si se encontrara bajo el dominio, la acción y la influencia de un espejo deformante, pues sabe bien que en el principio fue el deseo idílico de liberarse del yugo de la fe y de cualquier sujeción a un orden establecido, pero después vino el asalto y la irrefutable constatación de la realidad caótica, ese caos esencial cuya revelación bordea más el trastorno de los sentidos que la diafanidad fantástica, creando el malsano espejismo de un Cosmos tan autónomo cuan malévolo y trastornante, pero que absorbe y perturba por igual, pero dentro de él sólo caben la mirada fascinada y el fracaso existencial, tanto en el territorio de la vigilancia de la vigila como en el de las regresiones irremediables y pulsionales.
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El microcosmos obsedente se ubica en un núcleo jamás inerte, más evidente que La habitación-útero del filme homónimo de Abrahamson (15), en donde tanto el vampiresco Witold como su burdo colega Fuchs deberán volver a ser paridos para poder conjuntar las ascuas de sus almas rotas en pedazos y añicos, antes de arder hasta la calcinación erotanática, jugando con ellas como si sólo esperaran, unos y otras, la nada, una nada abrasada y abrazada a modo de farsa vital que pone en tela de juicio explicaciones e incluso todo delirio meramente intelectual y confortable, en aras de una ingobernable inquietud tragicómica siempre registrada y sentida, en sus indicios, señales y signos ominosos, como algo más potencial e inminente que con plena realidad objetiva o subjetiva.
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El microcosmos obsedente instiga las delicias de una farsa inclasificable llena de humor ácido y corrosivas divagaciones metafísicas, aunque todo está disfrazado bajo los contrastantes oropeles de una fotografía atrapante de André Szankowski y los arabescos de una música en atonales volutas envolvente de Andrzej Korzynski, porque todo debe remitir a una descomposición lingüística y lógica (mucho más que simples juegos de palabras o irracionales asociaciones postsurrealistas), una descomposición que busca y halla equivalentes mil en términos fílmicos a la del inclasificable libro seudonovelístico y metapoemático original (ganador del prestigioso premio Formentor en 1965), una descomposición hermética porque acaso únicamente los lectores de aquella escritura en jirones a nivel de frase y hasta de vocablo podrán apreciarla pero jamás abarcarla por entero ni entender lo inentendible (¿era este Cosmos un discreto homólogo irreductible de aquel enigmático e inabarcable Finnegans Wake de James Joyce?), una descomposición que alía la crispación de la eterna adolescencia feroz de Gombrowicz y el encrespamiento del poseso eternamente desilusionado Zulawski, una descomposición omnívora que ha elegido cual principio irrenunciable caminar con pie ligero casi inadvertido, una descomposición que primero será acechante, después acosadora y al final decepcionada y decepcionante: una descomposición que hace de la frustración una esencia y un credo irremisibles, una descomposición atrapada por la incapacidad de actuar con eficacia sobre el universo del deseo propio, una descomposición del exilado voluntario con respecto a sí mismo, una descomposición más allá de la anarquía total o de una inextirpable melancolía vuelta visionaria.
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Y el microcosmos obsedente se afirma en cada episodio rapsódico como un manojo de velados casos criminales de régimen antipoliciaco comenzando por el del anterior inquilino de la habitación asignada (“Quizá se ahorcó al saber que usted se acostaba con otro huésped, o fue una afición por colgarse lo que le llevó a hacerlo”), un ímpetu de pasión adúltera autodestruida (“Si yo, Witold, quisiera matarte, sería por ti, Lena”), un poema visual que socava histéricamente los espacios cerrados (“¿De dónde vendrá el ataque del depredador?” y los espacios abiertos hacia una miniurbe pedregosa en la niebla (“Es como si me hubieran proyectado desde otra arte, desde la luna”), y unos labios desmesuradamente abiertos para devorar el odio y el resentimiento y la culpa (“El corazón late lejos de sí mismo y es imposible escucharlo”).
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FOTO: Cosmos, de Andrzej Zulawski, se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 17 de noviembre.
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