Anotaciones para una teoría del fracaso
POR GABRIEL BERNAL GRANADOS
A lo largo de su obra, Stéphane Mallarmé meditó sobre el fracaso. En su famoso poema Un golpe de dados, Mallarmé equiparó la figura del fracaso a la de un naufragio. Probablemente la imagen la tomó de Poe, quien había imaginado a un testigo y sobreviviente de un naufragio en “Descenso al Mäelstrom” y en la Narración de Arthur Gordon Pym. A su vez, Poe habría encontrado la imagen en el poema narrativo de Coleridge “The Rime of the Ancient Mariner”. Lo cierto es que la imagen del naufragio —asociada a la posibilidad del viaje a los confines de la tierra— estaba presente en el imaginario del arte occidental desde finales del xviii.
Sobre el fracaso pesa la misma condena que sobre lo no deseado. Es una palabra que produce repugnancia y miedo en igual medida. Todo el mundo teme a fracasar. Y sobre los diferentes modos de combatir ese miedo se ha producido una literatura que ha tenido enorme auge en nuestro tiempo: el libro de autoayuda.
En el imaginario de los artistas y escritores de los siglos xix y xx, la idea de fracaso se tornó una reflexión sobre el arte y los medios de producirlo frente a una sociedad indiferente. Artistas y escritores dejaron de ocupar un lugar central y se convirtieron, por voluntad propia, en entidades marginales.
Los poemas se volvieron autorreflexivos y las historias rondaron con incisiva frecuencia la posibilidad de historiar el fracaso del hombre. El tema es muy antiguo y tiene que ver con la heroicidad de los personajes que han poblado las historias desde los tiempos de Homero. Pienso en una escena de Shakespeare, del Rey Lear. Lear, quien se ha despojado voluntariamente del amor de sus hijas, de la razón y de su reino, se enfrenta, en la soledad de un páramo, a la fuerza incontestable de los elementos. No hay manera de guarecerse cuando el hombre enfrenta su destino y se descubre frágil y finito.
En su teatro, trescientos años más tarde, Beckett retomaría el tema de la soledad y la finitud para llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Su modelo, sin embargo, no sería la noción de res que comporta el teatro shakespeariano, sino la de absurdo que se encuentra en el parlamento de los bufones y los personajes secundarios que aparecen en esas mismas obras.
Los artistas que aparecen en este libro no fueron, en sentido estricto, “artistas fracasados”, aunque las vidas de algunos de ellos, como las de Melville y Cézanne, estuvieron marcadas por la incomprensión de sus contemporáneos. Todos ellos, sin embargo, están vinculados por esa reflexión en común sobre el destino. En Mallarmé, el destino aparece figurado como una embarcación enfrentada a la infinita incógnita del mar. Bajo esa imagen romántica subyacía el correlato de la escritura proyectada sobre el esquema de la página en blanco. Para Mallarmé, las ideas debían representarse a sí mismas en el escenario dramático de la imaginación. La escritura era entonces un medio de propiciar ese teatro mediante su lectura en voz alta.
En pintura, Cézanne ocupa un lugar análogo al de Mallarmé en literatura. Su obra es una reflexión sobre la pintura en el mismo sentido en que la obra de Mallarmé es una reflexión sobre la poesía. Cézanne dedicó los primeros años de su carrera a explorar el tema de la marginalidad del artista. Y el retrato de su amigo Achille Emperaire es uno de los más emotivos y significativos de la primera etapa de su trayectoria.
La misma zozobra marítima que aparece en el poema de Mallarmé, con modulaciones escriturales distintas, se encuentra en Moby Dick, de Melville, y en el cuadro de Caspar David Friedrich El mar de hielo. En la pintura de Thomas Eakins, la imprescindible dignidad de la derrota, como diría Borges, se traslada al escenario moderno del ring de box, aunque en este caso están involucradas soluciones plásticas sobre la carne y su exposición a las sociedades del espectáculo.
Ya en el siglo xx, Egon Schiele realiza una serie de autorretratos donde la propia sexualidad se vuelve un arma desacralizadora. No se trata solamente de escandalizar al público, sino de violentar los cerrrojos de lo sagrado a través de una suerte de lucidez enferma.
En el pintor Stanley Spencer la carne es un emblema de saciedad terrenal sagrada. El cuerpo, el universo de lo sensual y lo sensorial, existe en la medida en que puede ser celebrado y representado tal como es, sin inhibiciones de ninguna índole.
Lucian Freud, discípulo de Spencer, estudia esa misma carnalidad y la rodea de emblemas que tienen que ver con la finitud y el carácter eminemente transitorio de la vida y el cuerpo humano; pero también, en un sentido diferente, con la exposición y la corrupción de los ideales morales de las sociedades contemporáneas.
El escritor Pierre Michon, autor de Vidas minúsculas, fusiona ficción y autobiografía en un habitáculo de prosa para enseñarnos que la literatura puede ser el antídoto más eficaz contra el veneno permanente de la vida. En tanto que Borges, a través de un comentario tangencial sobre su vida y su obra, se ha convertido a nuestros ojos en el escritor moderno por antonomasia —reformador del idioma y de los hábitos de nuestra imaginación y pensamiento literarios, a pesar de su conservadurismo a ultranza; escritor disfrazado de lector, protagonista encubierto bajo el disfraz de un mero figurante.
La noción de fracaso es un detonante para comprender el devenir de la poesía y la literatura en los dos siglos que nos preceden. Pero también es un aliciente para ayudarnos a situar a los artistas y a los escritores en la periferia de un movimiento que carece de centro. Los medios masivos han desplazado a las artes y la literatura del centro que ocuparon en otro tiempo. Los escritores y los artistas plásticos realizan su obra a pesar de los dictados de la moda o de la corriente social imperante. Fracasan, en un sentido paradójico, cuando cumplen con el mandato de su vocación y dicen lo que tienen que decir a pesar de esa falta de equidad, de esa ausencia de reconocimiento o poder. El escritor desconoce la victoria cuando se pronuncia, a pesar incluso de que sus pronunciamientos tengan que ver con momentos históricos delicados o limítrofes, como serían los casos de La tierra baldía de Eliot o Esperando a Godot de Beckett. Y esa forma de fallo, o de errancia, se ha convertido literalmente en una forma de derrota.
La trayectoria que sigue un barco desde que zarpa hasta que llega a su destino se conoce como derrota. Esa etimología se encuentra en el origen del poema de Mallarmé Un golpe de dados, donde el poeta se aboca a concatenar imágenes, sonidos y palabras en torno a la posible relación entre el azar y el destino; es decir, entre lo accidental y lo fijo, lo circunstancial y lo eterno. El poema de Mallarmé quedó trunco; sin embargo, una legión de escritores y de artistas que vinieron después, o que escribieron o pintaron antes de la emergencia del poema y la figura de Mallarmé, intuyeron, como él, que la belleza y la vida del hombre oscilan entre esos dos polos inciertos.
*FOTO: Gabriel Bernal Granados: Anotaciones para una teoría del fracaso, México, FCE, 2016, 191 pp/ Especial.
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