Ante la devastación, una sinfonía total
POR IVÁN MARTÍNEZ
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Hace poco más de diez años, durante mi primer viaje a Montreal, caí en cuenta por primera vez de la devastación de la crisis del sida de los años ochenta. Crecí en Zacatecas y aunque siempre tuve información, nunca estuve cerca de ninguna persona que viviera con el virus; en la preparatoria, algunos amigos y yo organizamos actividades de divulgación y prevención y recuerdo todos los conciertos conmemorativos que hicimos por el Primero de Diciembre de la mano de la encargada del despacho estatal para la prevención y la atención del vih/sida.
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Informado como me pensaba e inmiscuido desde entonces en la comunidad gay local, todo me parecía lejano: por la funcionaria con quien hice relación desde la preparatoria, supe del caso de un solo joven de 21 años que había muerto y es lo que recuerdo. La razón era que por esas épocas, en mi estado, cuyo cincuenta por ciento de la población vive entre Illinois y California, alrededor del 90 por ciento de las personas viviendo con el virus eran amas de casa con esposos migrantes.
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La lejanía dejó de existir cuando ya al vivir en la Ciudad de México, fui sabiendo de amigos y conocidos que viven en tratamiento una vida completamente normal. Sin los miedos o los estragos de los medicamentos de veinte años atrás. Pertenezco a una generación privilegiada que goza de una o dos pastillas en vez de los cocteles. Una generación privilegiada por Truvada, el medicamento preventivo que puede usarse efectivamente antes o después de una relación de riesgo. Una generación privilegiada cuyas mujeres seropositivas pueden ser madres de un bebé libre de vih.
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El único golpe que me tumbó fue recorrer por primera vez los bares y discotecas del Village montrealer. En todos encontraba lo mismo: pocos jóvenes, menores de treinta, y muchos adultos cruzando los 50 y para arriba. Nunca debí preguntar. No había población intermedia porque se había perdido más de una generación durante las primeras crisis.
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En esa generación se fueron artistas. Y a los artistas que no se fueron se les fueron sus amigos, sus parejas, sus familias. En Nueva York, meca de las artes escénicas y una de las ciudades más devastadas, tres de mis compositores predilectos confrontaron la crisis de manera diferente: Jerry Hermann, sobreviviente él mismo, compuso una oda a la vida, el musical La cage aux folles; Stephen Schwartz se llevó a esposa e hijos a vivir su bloqueo creativo a la casa de campo y no pudo componer en años hasta que Disney lo rescató; y John Corigliano, entonces compositor en residencia de la Orquesta Sinfónica de Chicago, escribió una de sus obras maestras, su demoledora Primera Sinfonía. Se la estrenó Barenboim en 1990.
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El pasado viernes 9 de septiembre, un día antes de la infame marcha anti derechos de los homosexuales, la Orquesta Sinfónica Nacional dedicó su décimo quinto programa de temporada a esta obra. En poética coincidencia, además de la sinfonía de Corigliano, el director titular de la orquesta, Carlos Miguel Prieto, incluyó como obertura otra obra icónica de otro compositor icónico de la todavía llamada por muchos mafia rosa de la música, el Adagio para cuerdas de Samuel Barber.
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Desde la entrada a la sala, la primer sensación fue de concentración. De seriedad. Así sonó el Adagio, que sin posibles cuestionamientos técnicos, me hubiera gustado escuchar con una sonoridad más constreñida, más arraigada. Menos superficial aunque eso hubiera significado menos intento de perfección en cada nota. A él, siguió L’arbre des songes, para violín y orquesta de Henri Dutilleux, ejemplo de precisión en manos del violinista Ning Feng.
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Tras la Sinfonía, salí conmovido. Y no es solo lo que pueda significar mi primera escucha en vivo de ella. Es también el tratar de describir la ejecución: no hay otra palabra que el compromiso. Admirable para una orquesta de la que se cuentan tantas historias de mediocridad burocrática en sus atriles. No hay que agregar nada a las palabras de varios músicos con los que platiqué después: no se puede ser superficial ante una sinfonía así. Musical y anímicamente. Las dificultades técnicas de esta obra radican más en la concentración que en los dedos. Mientras que su fuerza dramática no se escuchaba en una sinfonía desde, quizá, la Novena de Mahler.
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A propósito de The night, de Rodrigo Blanco, el crítico literario Christopher Domínguez Michael definió hace unos días la novela total: “no sólo está escrita, sino también pensada, punto que suele distinguir a las novelas significativas de las novelerías (…) Su autor diseñó una novela total, ambiciosa, de aquellas cuyo probable fracaso también sería honroso (…) Una de las pocas novelas capaces de atrapar el espíritu de nuestro tiempo”. No dejé de pensar en ello de camino a casa. La de Corigliano es una sinfonía total.
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La Manta: La sinfonía está inspirada en el NAMES Project Aids Memorial Quilt, el movimiento mundial de apoyo a través de arte popular gráfico en tela para familias y amigos de quienes se fueron. La Sinfonía es “la manta” de Corigliano. Desde su estreno, suelen colocarse mantas de los movimientos locales en cada ejecución. La OSN trabajó con la asociación La Manta de México y aunque no estuvieron colgadas, se proyectaron decenas de ellas entre movimientos.
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FOTO: El quinto programa de la OSN incluyó la Primera Sinfonía de John Corigliano (en la imagen)./ johncorigliano.com
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