Antología mínima: una selección de poemas de Guillermo Fernández hecha por Hernán Bravo Varela
En casi cincuenta años, Guillermo Fernández (1932-2012) escribió las trescientas rigurosas páginas de su Arca. Poesía reunida (Secretaría de Cultura del Gobierno de Jalisco, 2010). Los siguientes poemas son una muestra mínima —una “antología estricta”— de aquella compilación, demorada conscientemente por su trabajo como el más importante traductor de la literatura italiana a nuestra lengua. De la prosa orfebre de Visitaciones a la indócil ternura del verso en Bajo llave, Fernández sigue revelándose como uno de los secretos mejor y más injustamente guardados de la poesía mexicana del siglo XX.
Hernán Bravo Varela
POR GUILLERMO FERNÁNDEZ
Nocturno por un silfo
¿Qué extraño aire viene a henchir de signos a esta tu soledad que hiere como un remordimiento incurable? ¿En qué momento la rosa desnuda el sentido del incendio, abandonándote, a la buena de Dios, en esta boca de lobos que no dice la palabra que te invento?
Dime, hermano invisible, el nombre del camino en que extravías tu rastro.
Dime cuál es el cuerpo de mi sombra, la fidelidad antigua que te ciñe en todos los rincones de esta noche —huérfana rama de pájaros—; el asedio sin fin a la orilla de esta luz que no se toca con el pensamiento y aventura la huella de tu nomadía.
Dime la espiga que se guarda el agobiante cuidado senil de la madre que invierte ensueños y ternuras en el unigénito atardecido entre sus manos.
Dime el santo y seña con que aprehenda la estatura nocturna de tus besos, la deslumbrante geografía que he visto en el floreal mapamundi del sueño.
Seré el color que abra la puerta de tu laberinto en primavera, la nota que enhebraba el suceso de los juegos más tiernos y remotos.
Seré el calendario que vaya nominando, escaño a escaño y sin tregua, la escala inexplorada de tu sangre.
Oigo tu paso perdido entre la noche.
Mi voz no tiene más patria que tu oído.
De Visitaciones (1964)
Carta de Nonoalco
“Los muebles se han quedado más quietos que nunca.
Los miro fijamente y perforan sus sitios hasta desaparecer.
La miseria anda medrando en las sartenes vacías,
las cucarachas se fueron sin decirme adiós.
En fin, todas nuestras cosas andan atontadas,
cuchichean en los rincones,
escapan al tacto
y yo sé que no duermen,
que cuando apago las luces se amotinan tras la puerta
o se van a la ventana pensando no sé qué.
Cuando estoy a la mesa con las migas amargas
se ocultan a mis ojos,
cambian de sitio,
me maltratan,
me abandonan a la siempre recuperable soledad.
Qué pequeña resulta la casa sin tus pasos.
Todo te lo llevaste:
los planos del espacio,
las palabras atmósfera y oxígeno,
lo frutal de tu silencio despeñándose en la luz,
las cartografías del sueño y de la libertad.
Estoy clavado por tu silencio enorme,
por la tristeza que te guía como perro de ciego,
por tu fe despilfarrada en las criaturas de las fábulas,
por la mano acariciadora del espanto,
por tratar al desamparo cara a cara y saludarlo distraídamente,
por el aire difícil que tú confundes con un huerto de naranjos.
Si abro la puerta, la casa se inunda de una ira amarilla,
la envidia entra a calcinarme los huesos
porque nunca he odiado como ahora,
porque sólo me faltan tus sollozos para ser feliz.
Conoces mi desgano de inclinar la cara hacia las tumbas,
de caminar por las semanas de las mutilaciones
como un viaje emprendido hacia ningún lugar,
hacia el cadáver remoto que tal vez me necesita,
del momento que se tiende a lo largo del lecho para ofrecerme
lo que la carne recuerda como un galope perdido.
Camino ausente de mis pasos.
Pregunto por mí en el alcohol del llanto
y no me respondo.
Las palabras nada saben,
asumen el dominio de un imperio soñado.
Vuelvo a la sospechosa paz de Nonoalco
a respirar la sombra de una ráfaga inmóvil,
a pensar en las redes del último juego
del que el hombre se levanta como la única bestia coronada.
Ya no sé si estoy vivo o muerto.
Ven a decirme la última palabra.”
De La hora y el sitio (1973)
Ninní
(1934-1940)
A Sergio Pitol
Siempre al atardecer giras la llave
que abre las rejas del cancel
y separa las hojas de la senda
para que llegue al mármol que te nutre
con sus racimos congelados.
Desde el fondo del valle nos invoca
la voz de la carreta rechinante
cantándole al inerme corazón.
¿Por qué tengo que oír a cada tarde
el horror que gotea en el silencio?
Ninní, Ninní, tú lo sabías:
me siguen embrujando los caminos,
las flores brunas de la carne
que acarician mis ojos con su bisturí;
el veneno que dormía en los labios de Ihú,
el que se alimentaba tan sólo de silencio;
las palabras que vienen a mi mesa
a iluminar el pan de la mañana.
Por buscarte, Ninní, he removido
los muladares de la noche,
he roído huesos rechazados por los perros,
he malbaratado bienes del reino lejano,
proyectos de reconstrucción.
Pero no he vuelto a hablar a solas.
Tú plantas los laureles en el sueño
persuades a las aguas
para que sólo reflejen tu reflejo;
por ti alienta aún esa colina
en su primavera de tumbas y jardines.
Cuando yo vuelva
te hablaré de Isabel, Estambul, Nueva Zelandia,
de la isla que nos aguarda en el Atlántico
donde yacen sepultas nuestras alas.
Pero mucho tendré que caminar aún conmigo mismo,
perseguido por todos mis caminos moribundos,
escapar a las trampas tendidas a las corzas
en los calveros de la profanación;
fingir que dormiré cuando esas mismas flores
extiendan su corola en la penumbra empozoñada.
Mientras tanto, los días pasarán
como caballos negros con crineras blancas.
De Bajo llave (1983)
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