Antonio Ortuño: La sociedad post-ética
ALEJANDRO DE LA GARZA
Las novelas de Antonio Ortuño (Jalisco, 1976) se inician luego de la catástrofe. Hay la sensación de un desastre ya ocurrido, una suerte de fatalidad cumplida sin esperanza alguna de modificación; un escenario ya armado al cual entra el lector in medias res y sobre el cual los personajes deberán moverse y sobrevivir aportando su propia ración de caos al desastre general. Pero no se trata de novelas postapocalípticas o distópicas ni sucedidas sobre el consabido mapa de calamidades bélicas, tecnológicas, ecológicas o demás lugares comunes de la posmodernidad. La catástrofe aquí se presiente espiritual, humana, ética y se palpa en la vida diaria como teatro de la crueldad de una sociedad sin alternativa: fanática, dogmática, discriminadora, racista, futbolera, corrupta y regida por el dinero.
Si el púber fascista amateur Álex Faber, protagonista y narrador de El buscador de cabezas (2006), al percibir la dictadura inminente colabora con ella y crece para convertirse en un facho profesional, lo hace por dinero y por salvarse, pero sobre todo por rencor al prójimo detestable (a los progres, los indios, los jodidos, los presuntuosos triunfadores, los jefes, empresarios y curas). Y lo hace sin tocarse el corazón aunque no sin conflictos: “Yo dormía abrazado a la opresión de las ambiciones y los remordimientos como a un oso de trapo”.
Este Faber periodista y agente de la seguridad del Estado atestigua también la docilidad y sumisión en su oficio. La complacencia, el oportunismo y el temor de sus compañeros de trabajo lo hacen perorar: “El periodismo es el verdugo de los vulgares. Es la razón vulgar esgrimida contra la complejidad”. Nadie se salva en esta primera novela de Ortuño: ni los amigos de Álex (sicarios, fascistas o cobardes) ni sus mujeres (tristes y pobres cuando no arribistas y falsas) o su familia, a la cual también incordia su misma presencia y su inclinación al desprecio de todo y de todos. Añádanse las delaciones, la traición, la tortura, los asesinatos y desapariciones procurados por la dictadura de las Manos Limpias y se percibirá la sociedad post-ética propuesta por esta narrativa de doble filo.
En su segunda novela Recursos humanos (2007), el rencor se acrecienta. El ámbito de la degradación se prolonga hacia las oficinas, a las bajezas y miserias de empleados llenos de resentimientos, envidias, represión y criminales deseos ocultos. Es la historia de un odio insalvable y feroz producto de la pobreza, la marginalidad, la mediocridad y el resentimiento de su protagonista, Gabriel Lynch, decidido a destruir la compañía donde trabaja como encargado de impresión o bien a escalar puestos en ella a cualquier precio para llegar a la altura de “los dioses del tercer piso: los jefes”.
Esos personajes de autos lujosos, trajes finos, esposas bellas e insatisfechas, todos cofrades de escuelas jesuitas y universidades privadas en contraste con Gabriel, producto mediocre de la escuela pública, patético al grado de cortar las etiquetas de sus ropas para no ofrecer prueba de su origen pobretón. En esta oficina tampoco se salva nadie, no hay héroes ni inocentes en este mundo post-ético de la narrativa de Ortuño. Las mujeres son escaladoras sociales y laborales a cualquier precio, los compañeros de trabajo, traidores y mentirosos.
En su tercera novela, Ánima (2011), se extrema al máximo la línea narrativa de las vidas canallescas para lograr otra dramática vuelta de tuerca hacia una todavía más negra comedia de la crueldad, desequilibrar los sentimientos básicos del lector y transmitir la agitación y la inquietud de nuestro presente. Aquí los personajes se debaten entre la rotunda mezquindad y la ambición corrupta, los vicios más escatológicos y el lodazal mundano de las envidias y odios profesionales, la desleal competencia artística, la neurosis creativa y la locura en pos del dinero, entre la perversidad de las relaciones utilitarias y las inmoralidades de la hipocresía social.
El escenario narrativo sobre el cual se representa esta comedia cruel es el ámbito de la industria del cine en sus extremos, desde los precarios documentalistas escolares y amateurs en sus esforzados inicios, hasta el logro de la ambicionada presentación en festivales europeos consagratorios (champaña, alfombra roja y fama incluidas).
La densidad de los personajes logrados por Ortuño los salva de ser simples marionetas y los alienta a cobrar vida ante el lector. El Gato Vera, protagonista central y narrador, transita de mozo a utilero y asistente, de provocador a francotirador de las estrellas y directores de “éxito”, y de ahí al rango de director de culto, reconocido, premiado y digno ya de ser insultado por oportunista. Su némesis, Arturo Letrán, es el escalador mezquino y ególatra convertido por vía de los apoyos “estratégicos”, las relaciones públicas y el plagio, en el máximo director de cine del país y ganador de todos los premios. Aparece el crítico Bazaldúa, a cuyas opiniones Ortuño confiere destacada importancia —aunque sin abandonar el tono satírico— acaso en reivindicación de la ya escasa crítica de cine.
El productor y guionista Arturo Romo, El Animal, enano tísico y repelente por sus constantes escupitajos de enfermo, un grotesco mezquino y envidioso quien no obstante se transformará al morir en doloroso emblema de la dignidad y la amistad, única flor rescatada del pantano de estas vidas trágicas o catastróficas tan ordinariamente humanas. Ortuño ofrece así un panorama desolador de las relaciones humanas y reitera la línea narrativa de la comedia de la crueldad en una sociedad post-ética.
Se han destacado de la prosa de Ortuño la sátira, el sarcasmo, la ironía, la acidez, la inteligencia, el filo, la virulencia y cierta melancolía… Puntualizaciones acertadas de esa emanación del idioma y del instinto narrativo que es el estilo. En Ortuño el estilo es su modo de decir la verdad, una expresión de la personalidad, su modo de estar en el mundo y la íntima necesidad de expresión de la conciencia del escritor. No depende sólo de su sintaxis original, las analogías personalísimas, metáforas propias fraguadas a partir de su experiencia, los violentos contrastes verbales o de la simple disposición de las palabras en la página; su aproximación ética a la escritura es rasgo inherente a su mundo y crea su estilo.
Como la técnica plástica del aguafuerte, estas tres primeras novelas de Ortuño trabajan sobre los duros contrastes como herramienta para dar volumen y profundidad a sus personajes. Entre el negro y el blanco pocos tonos grises, más bien cálidos sepias intermedios, espacio cromático donde el lector puede solidarizarse o incluso identificarse con los descarriados protagonistas de sus novelas, cuya única virtud es ser conscientes de su desviación y no engañarse ni justificarse por ello. De igual forma, su fustigar los vicios y las hipocresías sociales al encarnarlos en personajes sin escrúpulos recuerda los aguafuertes de Goya, dirigidos a satirizar a la sociedad, la nobleza y el clero.
Los personajes grotescos, inmorales, crueles, deformes y desalmados retratados por Ortuño se acercan a Los Caprichos del pintor español y para el espectador-lector siempre son un impacto, un sacudimiento tras el cual emerge una sonrisa amarga. Como en el aguafuerte, cuyo procedimiento exige la inmersión en ácido de la plancha de lámina cubierta con barniz donde se ha trazado el dibujo, Ortuño logra mostrar las emociones profundas y motivaciones últimas de sus personajes al descarnarlos con el ácido de su prosa.
A las anteriores novelas el autor suma dos libros de relatos, El jardín japonés (2006) y La señora Rojo (2010). En el primero reúne doce piezas donde mezcla varias de sus primeras obras actualizadas con relatos más contemporáneos, lo cual hace al volumen menos definido en estilo aunque el hilo conductor es el patetismo inherente a la masculinidad en su afán de conquista y posesión de lo femenino ideal contrastado con la carnalidad física de las mujeres, una sátira del deseo no sin dosis de violencia, rencor, urgida posesión, humor corrosivo.
A su vez, en los relatos más compactos de La señora Rojo, el ámbito de la crueldad se traslada a los niños deseosos de la muerte de sus padres, al cultivado rencor del esposo engañado, al maestro asesino de sus alumnos, a los sacrificadores de tortugas por diversión, al verdugo torturador de prisioneros, al cobarde devenido héroe; territorios narrativos donde esplenden el crimen, las obsesiones eróticas, el salvajismo y el sentido distópico de la realidad.
Este 2013, el autor publicó La fila india, un giro en su narrativa al pasar del teatro de la crueldad y la sociedad post-ética donde ubicó sus anteriores trabajos a una exploración novelística de la realidad concreta de los inmigrantes centroamericanos en su infernal paso por el territorio mexicano. Como si la vida terminara por transitar también hacia un momento post-ético, la realidad novelizada aquí a partir del sinnúmero de casos de muerte, violencia, tortura y extorsión de migrantes de todos conocidos, resulta más ominosa que cualquier ficción distópica. El horror del presente.
Para un autor fogueado en el periodismo el reto de tal empresa era contextualizar, complejizar y no sólo repetir lo ya consabido sobre un tema sobreexplotado en crónicas y reportajes, en libros testimoniales, relatos televisivos y en los últimos años hasta en el cine. La única vía posible para alcanzar la plena literatura sobre un tema así era yendo más allá de la “razón vulgar esgrimida contra la complejidad”, según la definición del periodismo del autor en su primera novela.
Aquí Ortuño encarna en personajes los distintos aspectos del fenómeno para dotar de humanidad incluso los prejuicios, las razones culturales y educativas de la discriminación, el racismo y el olvido intencionado de los horrores cotidianos vividos por los migrantes centroamericanos en México precisamente porque son hechos aterradores, pesadillescos, espantosos.
Le desidia, sumisión, complicidad de las autoridades. Los inútiles esfuerzos por cambiar en algo el ciclo fatídico de la corrupción y la desesperación por el dinero, y la ominosa e insalvable presencia del crimen organizado, la vasta extensión de su crueldad y su dominio. En sus novelas de personajes canallescos Ortuño sabe afectar al lector, transmitir con su prosa virulenta incluso cierta incomodidad física; en esta novela esas sensaciones se intensifican ante canalladas y crueldades más inauditas por reales.
Para asir la complejidad del fenómeno la novela está ensamblada a través de un narrador omnisciente (que recupera las voces de funcionarios y autoridades, traficantes de personas, habitantes de un poblado sureño, un periodista en plan de investigación, una joven migrante en el centro de la tragedia, un cura esforzado por ayudar) y la voz principal de Irma, La Negra, empleada de migración enviada del centro para ayudar a las víctimas de un masivo asesinato por fuego en un albergue del poblado de Santa Rita, en la frontera sur.
Personaje central, esta Negra enredada en un mal matrimonio, separada y con una hija a la cual arrastra a su trabajo, es uno de los más notables de la creación novelística de Ortuño y será quien, en medio del suspense, transmitirá al lector la ominosa sensación de sumergirse poco a poco en el corazón de las tinieblas.
La obra de Antonio Ortuño se ubica así en el horror de una sociedad post-ética: la nuestra.
*Fotografía: Antonio Ortuño en una entrevista realizada en agosto de 2011 en la ciudad de México./ Juan Boites, ARCHIVO EL UNIVERSAL.
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