Viejo amor
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La vida de los golpeadores a sueldo son una caja de pandora, en la que se pueden encontrar opciones para viejas venganzas o motivos para iniciativas temerarias
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POR ANTONIO RAMOS REVILLAS
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Su marido era un golpeador profesional. No me malentiendan. No era boxeador, era golpeador. Lo contrataban para dar palizas a desconocidos, para cobrar cuentas imposibles, para medirle el agua a los camotes a los cobardes. Lo contratamos para que golpeara a M., un tipo de la oficina que nos caía mal por presuntuoso y hablador. A mí, este sujeto cuyo nombre no diré, me tenía hasta los huevos. Se merecía lo que le pasó.
Una tarde, mientras rumiábamos nuestra venganza, alguien de la oficina dijo que en su colonia había golpeadores profesionales que cobraban poco por darle una calentada a sujetos indeseables. Se armó la vaquita y echamos suertes. Me tocó contratarlo. El compañero me dio el santo y seña de donde vivía y agregó: sólo pregunta por el Terry. Me pareció un nombre muy maricón, pero cuando lo conocí supe que el nombre le quedaba.
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Era un macho de esos que sólo se ven en las películas de prisiones gringas: alto, mamado, con la cabeza a rape, los músculos fuertes: una máquina. “¿Y ustedes solitos no pueden?”, me escupió en cuanto le dije para qué lo necesitábamos. “¿Cómo es el sujeto?” Le di las señas, es así y asá, le gusta esto y lo otro. Pensé que iba a ser muy difícil acordar dónde verlo y cómo madrear a M. pero el Terry no se fue por las ramas. “Cuando sea, donde sea, cuesta tanto. La mitad al inicio, la otra después”. La casa donde vivía era miserable, sus hijos jugaban a su alrededor, persiguiéndose con pistolas de plástico. Pas, pas, pas, se tiroteaban.
Una semana después M. salió en su coche del estacionamiento de la oficina y el Terry lo chocó con su troca. M. se bajó indignado, con su corbata roja y su camisa de corte de diseñador y en cuanto vio al Terry se culeó todito. El Terry ni pidió permiso. Se le acercó, miró la defensa rayada de su camioneta y pum, pum, pum, pum. M. ni las manos metió, recibió los cuatro, cinco golpes secos sobre la nariz, como metal sobre un hueso frágil. Se desdobló todito, bien rápido. Le sangraba la cara, gritaba como niña. El Terry le metió dos patadones en los huevos, un pisotón al pecho cuando M. ya estaba en el suelo, luego se subió a su camioneta y se largó, perdiéndose en la oscuridad. Cuando llegaron los guardias el daño estaba hecho. Todos mirábamos, yo sentía la adrenalina a tope. Pum, pum, pum, aquellos había sido puñetazos veloces, limpios, como si no lo hubiera golpeado una mano sino un mazo, una barra de metal.
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Al día siguiente todos hablaron del suceso y recordé que aún le debíamos la otra mitad al Terry. Lo busqué en su casa y fue cuando conocí a Alicia. Era pequeña, usaba el pelo corto. Resplandecía a pesar de la pobreza. Su vientre no llevaba ningún rastro de embarazos. No me permitió pasar, pero algo en su mirada era una invitación. Pum, pum, pum, volvió a resonar en mi mente el sonido de aquellos golpes contra M. Yo nunca había sido temerario, sólo lo indispensable, pero al ver a Alicia sentí que debía tenerla. Estaba estupefacto. De golpe deseé a aquella mujer. Volví a sentir aquella adrenalina que me invadió cuando el Terry golpeaba a M. Un niño lloró dentro de la casa y cuando Alicia se dio la vuelta la tomé de la mano y la sostuve, le acaricié la palma con los dedos. Se zafó de inmediato. En sus ojos resplandeció el odio. Di unos pasos atrás, acalorado, con las orejas calientes. ¿Por qué lo había hecho? Solté el dinero en la mesa y me largué.
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No dejé de pensar en Alicia, embutida en aquella casa miserable, con los niños mocosos al lado y con el Terry haciéndole honor a su mote alrededor de su mujer; no sé qué tiene la vida sexual de los otros que terminamos imaginando sus escarceos.
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Por esos días M. volvió a la oficina pero ya nada quedaba de él. Algunos compañeros estaban arrepentidos, otros no. Y también por esos días recibí una llamada del Terry. Apenas reconocí su voz tras el auricular temblé como si en ese momento me estuviera golpeando. Temí que ya supiera de mi desliz, pero no llamaba por eso. El hijo menor se les había enfermado y necesitaba unas medicinas con urgencia. El Terry me hablaba para saber si no tendría algún trabajito. Había buscado ayuda por todas partes pero nadie le había echado la mano. No supe qué responderle.
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Quedé de ir a su casa para prestarle algún dinero. El Terry me lo agradeció. Cuando llegué, Alicia fue quien me abrió y me llevó hasta la cocina donde el Terry apenas me vio y se puso en pie. “Te ganaste hasta tres madrizas, tú nada más dime a quién y ahí estaré”. Miraba a Alicia de reojo, sus brazos, sus labios. Le entregué el dinero al Terry, se despidió de su mujer y salió corriendo. Dio un portazo y se fue.
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Me senté a la mesa y Alicia hizo lo mismo. La miré fijamente, con el mismo golpe de adrenalina de antes, con la boca reseca por la adrenalina. El corazón me golpeaba. Las manos me sudaban. Alicia no se movió ni un ápice. Ella también estaba agitada. Había enrojecido. En el escote observé el nacimiento de los senos breves, delicados. Cuando el Terry volvió me miró con recelo y luego a su mujer. No me preguntó qué demonios hacía aún allí, pero sus ojos escupían la pregunta. Le dio a su mujer las ampolletas y juntos se perdieron en una habitación. Cuando volvieron a la cocina ya me había ido.
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El Terry cumplió con su palabra. Una noche golpeó a dos desconocidos en la calle —le dije que eran compañeros de trabajo que me tenían hasta la punta—. Los tipos no supieron ni qué decir, ni cómo defenderse. Los masacró. Fue rápido, certero. Al tercero que golpeó fue a un viejo compañero de la preparatoria. Me la debía desde hacía mucho. El Terry nada más escuchaba con sorna cuando le explicaba mis motivos. “Eres un jodido cobarde”, me dijo aquella vez cuando terminó de golpear al viejo compañero de la prepa. Y se carcajeó al repetir eso.
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Regresé a la casa sintiéndome ofendido. Alicia no le había contado nada, al parecer. Que mientras lo esperábamos me había puesto de pie y encaminado hacia ella. Ella no dijo nada cuando la tomé del rostro y pasé mis dedos por sus labios. Luego escuché la camioneta y regresé a mi sitio. O tal vez sí.
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Sé que volveré a mirar al Terry. Un día aparecerá donde no lo espero. Veré sus puños venir. Me orinaré del miedo. No habrá nadie para ayudarme. Bum, bum, bum, sonarán sus huesos contra mi carne. No serán los suaves labios de su mujer sobre los míos, sino los nudillos de la venganza y tal vez, de la vergüenza, un perro sin dignidad.
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FOTO: Especial
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