Apichatpong Weerasethakul y la espectralia removida

Ago 27 • Miradas, Pantallas • 4844 Views • No hay comentarios en Apichatpong Weerasethakul y la espectralia removida

POR JORGE AYALA BLANCO

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En Cementerio de esplendor (Rak ti khon kaen, Tailandia-Reino Unido-Francia-Alemania-Malasia, 2015), magno opus 7 del artista visual tailandés vuelto hoy líder mundial del minimalismo hiperrealista fílmico de 45 años Apichatpong Weerasethakul (Felizmente tuya 02, Malestar tropical 04, La leyenda del tío Boonmee 10), la humilde señora expoliomielítica de mediana edad ahora bien casada con un soldado estadounidense en retiro Jengira (Jengira Pongas Winder la muy madura actriz fetiche infaltable del realizador) llega en plan de cuidadora voluntaria a la antigua escuela pueblerina donde estudió, ahora improvisada como hospital para alojar a 27 soldados tai a quienes aqueja un extraño mal del sueño, aún no diagnosticado pues nadie sabe sus causas ni si existe posibilidad de cura al corto o largo plazo, y allí es instruida en sus devotas tareas delicadas conoce a un respetado instructor de meditación (Tawatchai Buawat) y a la vidente Keng (Jarinpattra Rueangram) que está logrando comunicarse con los durmientes tras introducirse en sus sueños, de pronto visualizados y prolongados exclusivamente en su imaginación, siempre rebosante de fantasmas análogos a los que pueblan la vida real de todos, para servir de bálsamos a los familiares inconsolables, pero ante todo Jengira queda absorta en el cuidado y la contemplación día con día del soldado Itt (Banlop Lomnoi), en verdad obsesivamente prendada de ese hermoso ejemplar masculino que carece de parientes y que en cierta ocasión parecerá despertar, saliendo momentáneamente de su trance, si bien sea sólo para regresar otra vez a su estado intermedio, en tanto que las amables Jengira y Keng se ligan entre sí por una inasumida relación paralésbica que se sublima hasta en el depósito bucal de un menjurje alivianador sobre la pierna malformada de la primera, y mientras en el vecindario unas ultratecnificadas excavaciones en los terrenos para construir otra base militar ponen al descubierto un antiquísimo cementerio que iguala en magnitud y esplendor la contigua espectralia removida, de manera reveladora.

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La espectralia removida se plantea deliberada y propositivamente como una posibilidad aproximativa y modernizada al más primitivo cine fantástico, concebido a modo de un híbrido de ciencia-ficción aterrizada en lo cotidiano más inmediato y de anacronizante cuento de fantasmas étnicos ancestrales, con esos mutantes haces lumínicos azul/verde/rojos supuestamente curativos que custodian a los narcolépticos y tienen por finalidad infundirles dulces sueños placenteros, por encima de la erección inquieta de aquel instintiva durmiente anónimo y más allá del adulterio que sus congéneres puedan establecer con alguna hembra gozadora en un más allá onírico acaso tan intenso y virtualmente morigerado como el más acá narrativo, fascinante fascinado por hipnótico, sin remedio contagiado por la somnolencia sonámbula de los soldados dormidos.

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La espectralia removida significa otra vez una prolongación, un perfeccionamiento y una redefinición perentoria, aunque en cierta manera definitiva y consumada, del estilo tranquilo, opaco, subartificioso, impersonal y monótono del realizador, fincado sobre largos planos muy abiertos, estática-estética fotografía verdegrís en forma y espíritu del mexicano Diego García (el responsable visual de Fogo), ausencia de música, cero efectismos y una edición de Lee Chatametikool muy espaciada, para conformar un todo rebosante de misterios y sorpresas súbitas muy a lo Apichatpong, como la intempestiva aparición de unos esqueletos decorativos en la Naturaleza atrapada y esas sabihondas fantasmitas de Laos que cancelan cualquier esperanza terapéutica posible para los durmientes.

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La espectralia removida dicta un inasible luto humano porque en su seno el tiempo se ha convertido en una simple dimensión del sueño vivido, mal vivido e imposible de ser abarcado, un tiempo onírico hecha de sopor y sentidos erizados sin ellos mismos saberlo, un tiempo onírico al que se abandonan de manera participante tanto las criaturas en vigilia como los seres dormidos, un tiempo onírico en el que es posible penetrar desde el exterior a través de la empatía y la adivinación, un tiempo onírico más cercano a las coexistencias posfeéricas/simultáneas/sucesivas de las Tres vidas y una sola muerte del chileno Ruiz (77) que de los rebotes de sueño en sueño dentro del sueño discontinuo del Buñuel francés (El discreto encanto de la burguesía 72) o las edificaciones rígidas de Nolan (El origen 10), un tiempo onírico que sólo en apariencia simula estar al margen de la afectividad y por lo tanto del deseo de los durmientes y sus vigilantes-interlocutores, un tiempo onírico del que podrían decir Deleuze-Guattari (citando a Lyotard): “vuelve a introducir la carencia y la ausencia en el deseo, lo mantiene bajo la ley de la castración con el riesgo de traer en ella a todo el significante, y descubre la matriz de la figura en el fantasma, el simple fantasma que oculta a la producción deseante, a todo el deseo como producción efectiva” (por algo la carismática protagonista cincuentona Pongas Winder había sido ya la excursionista mayorcita en éxtasis copulador de Felizmente tuya y la tardíamente sensual tía Jen de La leyenda del tío Boonmee), un tiempo onírico como nueva metafísico-romántica “exploración de la noche” en cuya “imagen fiel de la Vida, el hombre está fragmentado por esa misma separación que divide la unidad primordial en alma y cuerpo” (cual observaba Albert Béguin) a la vez que “tiende, al igual que ella, a la reconciliación”, un tiempo onírico del todo autárquico, aunque jamás hermético, al que sólo podemos acceder los humildes espectadores mortales a través de la expresividad del más depurado estilo fílmico.

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Y la espectralia removida expele en conjunto la desasosegante alegoría de un país estragado por la omnívora presión militar exterior-interior sobre la irracionalidad de la indefensa población civil.

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FOTO: Cementerio de esplendor, de Apichatpong Weerasethakul, tiene fuertes resonancias del cine fantástico. Se exhibirá hasta el 1 de septiembre de 2016 en la Cineteca Nacional. / Especial

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