El rastro del caracol

Ene 11 • destacamos, principales, Reflexiones • 6642 Views • No hay comentarios en El rastro del caracol

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Apocalipsis now, de Francis Ford Coppola, es una de las obras maestras de la cinematografía mundial, ensayo profundo del alma humana que tuvo su génesis en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad

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POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS

 

A principios de 1890, cuatro años después de ganar la nacionalidad británica que le permite anglicanizar el nombre con el que vio la luz en Polonia (Józef Teodor Konrad Korzeniowski) y cinco antes de irrumpir con éxito en el orbe literario gracias a La locura de Almayer, Joseph Conrad viaja de Londres a Bruselas en busca de un trabajo que materialice el mayor deseo de su niñez: auscultar el corazón de África. Atesorado con la paciencia del caracol por casi tres décadas —Conrad recién ha cumplido treinta y dos años—, ese deseo será una parte central del currículum de Charles Marlow, el álter ego diseñado para figurar en un relato y tres novelas, que lo verbalizará así: “De muchacho sentía pasión por los mapas. Podía pasar horas enteras reclinado sobre Sudamérica, África o Australia, y perderme en los proyectos gloriosos de la exploración. En aquella época había en la tierra muchos espacios en blanco, y cuando veía uno en un mapa que me resultaba especialmente atractivo […] solía poner un dedo encima y decir: Cuando crezca iré aquí […] Pero había un espacio, el más grande, el más vacío por así decirlo, por el que sentía verdadera pasión.”

 

Contratado por la Sociedad Anónima para el Comercio con el Alto Congo, Conrad se desplaza al continente de sus sueños sin saber que en un lapso de apenas seis meses lo verá transformarse en una cuna de pesadillas alimentadas por el salvaje proceso de colonización a cargo del rey Leopoldo II de Bélgica. A bordo del vapor Roi des Belges, que terminará por comandar, el narrador en ciernes se interna en el río que Marlow describirá “como una inmensa serpiente enroscada con la cabeza en el mar, el cuerpo ondulante a lo largo de una amplia región y la cola perdida en las profundidades del territorio”. Preso de la disentería y la malaria, testigo de cuadros pintados por una violencia casi sobrenatural, Conrad se topa directa o indirectamente en su periplo con cinco hombres subyugados por el poder y la degradación. Georges Antoine Klein, agente francés de una empresa comercializadora de marfil, que muere en el Roi des Belges. Arthur Hodister, cazador de marfil y dueño de un harén, a quien decapitan los caudillos afroárabes de la zona. Edmund Barttelot, miembro del grupo de expedicionarios de Henry Morton Stanley, que se rinde a un vértigo de mordeduras, flagelaciones y homicidios hasta que es asesinado. Guillaume van Kerckhoven, capitán belga, que paga por cada cabeza humana obtenida en sus operaciones militares. Léon Rom, oficial de la Force Publique conocido por sus dotes de entomólogo, escritor y pintor, que en 1895 recogerá los cráneos de veintiún mujeres y niños ejecutados en una rebelión para decorar el huerto de su casa.

 

A finales de 1890, Conrad regresa a Europa “tan horrorizado por la avaricia y la brutalidad de los hombres blancos asentados en el Congo —dice Adam Hochschild en King Leopold’s Ghost— que su noción de la naturaleza humana se modifica para siempre”. Ignora, mientras se alista para hacerse a la mar rumbo a Australia, que su experiencia africana dará origen a una de las grandes novelas del cambio de siglo: El corazón de las tinieblas, publicada por entregas en 1899 y en forma de libro en 1902. Ignora que aquel quinteto de exploradores hechizados por el marfil contribuirá a procrear a uno de los mejores villanos de la literatura: Kurtz, némesis y a la vez complemento de Marlow. Ignora que su ordalía fluvial se volverá una ordalía cinematográfica de tres años (1976-1979) para un director titánico y tiránico llamado Francis Ford Coppola, y que un actor llamado Marlon Brando encarnará a Kurtz en otro río (el Nung, trasunto ficticio del Mekong) y otra selva (la de Vietnam) y capturará a los demonios que luchan por el alma del personaje en la jaula de unas líneas indelebles:

 

—He visto un caracol deslizarse por el filo de una navaja. Ese es mi sueño. Esa es mi pesadilla. Arrastrarme, deslizarme por el filo de una navaja. Y sobrevivir.

 

Ignora, aún más, que de su alegato anticolonialista se desprenderá una epopeya antibélica que acudirá a una insignia hippie (Nirvana ahora) para transfigurarla en un título emblemático: Apocalipsis ahora.

 

 

Cierto olor a napalm

El filón pesadillesco y el afán de supervivencia que caracterizaron la travesía de Conrad por el río Congo se trasladaron íntegros a la filmación del octavo largometraje de Coppola, una de las más legendarias de la historia del cine, retratada con fidelidad en el espléndido documental Hearts of Darkness (Bahr y Hickenlooper, 1991) y en El libro de Apocalypse Now (2000), de Peter Cowie. Aunque curtido en el terreno de las superproducciones merced a las dos primeras partes de El padrino (1972 y 1974), el director italoamericano no pudo calcular el alto costo que implicaría embarcarse en la más célebre de las adaptaciones de El corazón de las tinieblas, cuya referencia acabaría por ser borrada de los créditos de la película. Ese costo se reflejaría no sólo en lo económico —el presupuesto inicial de catorce millones de dólares se disparó hasta exceder los treinta millones— sino en lo físico e incluso en lo psíquico: una odisea netamente conradiana que Orson Welles intentó emprender en 1939, un año después de realizar una versión radiofónica de la novela, y a la que renunció al estallar la invasión alemana de Polonia.

 

El detonador de la odisea de Coppola fue el cineasta y guionista John Milius. En 1967, mientras estudiaba en la Escuela de Cine de la Universidad del Sur de California, Milius empezó a concebir una cinta sobre la guerra de Vietnam llamada The Psychedelic Soldier; pero no fue sino hasta dos años más tarde, animado por su amigo George Lucas y por la memoria de sus lecturas preparatorianas, que decidió transportar El corazón de las tinieblas al sureste asiático aunque sin releer el libro: “Quería recordarlo —diría luego— como si fuera un sueño, utilizarlo como una especie de alegoría.” Con un contrato establecido con American Zoetrope —la compañía de Coppola— y fechado en 1969, Milius llegó a rebasar las mil páginas en diez borradores del guión que conocería cinco tratamientos “terminados”: dos en 1975 y tres en 1976.

 

En 1974 quedó claro que George Lucas no dirigiría el guión de Milius porque ya estaba comprometido con otra epopeya que le granjearía la fama: “La guerra de las galaxias es la versión de Apocalipsis ahora que hizo [Lucas], escrita de nuevo en un contexto de fantasía —dice Walter Murch, el magistral editor y diseñador de sonido—. Los rebeldes de La guerra de las galaxias son los vietnamitas y el Imperio es Estados Unidos.” Atareado con la etapa final de El padrino II, Coppola tomó las riendas del proyecto y leyó por primera vez El corazón de las tinieblas; desde entonces, la novela devino un vector de orden en medio del caos que amenazaría con hacer naufragar al cineasta en varias ocasiones durante un proceso cada vez más tortuoso. El caos comenzó a incubarse en 1975, mientras Coppola reunía a un equipo conformado por viejos cómplices y encargaba a Deborah Fine una exhaustiva documentación sobre el conflicto de Vietnam. Ese año surgieron los primeros obstáculos; la opción de filmar en Australia se descartó debido a una coyuntura política y se buscaron locaciones en Filipinas: Olongapo sería Saigón, los decorados se construirían en ciudades de la provincia de Laguna y Pagsanjan fungiría como base principal de Coppola y su grupo. En octubre, ante la negativa de apoyo por parte del Departamento de Defensa estadounidense, se consiguió el respaldo del ejército y la fuerza aérea de Filipinas gracias al presidente Ferdinand Marcos; esto permitió obtener en préstamo veinte helicópteros Huey para la ya mítica secuencia del ataque a una aldea vietnamita aderezado con “La cabalgata de las valquirias” de Wagner. (En 2000 esta secuencia ocupó el quinto lugar en una encuesta efectuada por el periódico The Observer sobre los cien momentos más memorables del cine.)

 

El 20 de marzo de 1976, al cabo de meses de preparativos, el rodaje de Apocalipsis ahora inició para que el caos se manifestara en todo su esplendor. El 19 de mayo, el huracán Olga azotó Filipinas para matar a ciento cuarenta habitantes, destruir miles de hogares y arrasar con los decorados de Coppola, que tuvo que suspender labores por seis semanas y ser internado por desnutrición en un hospital de Manila junto con otros miembros del equipo entre los que se hallaba su esposa Eleanor, que escribiría en su diario: “Cada vez más parece como si hubiera paralelismos entre el personaje de Kurtz y Francis. Está la euforia del poder ante la pérdida de todo, igual que la emoción de la guerra, cuando uno mata y corre el peligro de que lo maten.” El 25 de julio, en plena temporada de lluvias, la filmación se reanudó en un ambiente regido por el exceso de alcohol, ácidos, marihuana y tabaco. Un ejemplo lo puso Martin Sheen, que interpreta al capitán Willard —trasunto del Marlow conradiano—, al alcanzar la cuota de tres cajetillas de cigarros al día.

 

Los dos años siguientes también fueron terreno fértil para el caos. En 1977, Sheen sufrió el infarto que casi le cuesta la vida (“Estaba dividido espiritualmente. No tenía ningún contacto con mi alma”, diría después) y, una vez concluido el rodaje en exteriores, Walter Murch se abocó al ciclópeo trabajo de edición con el material generado en Filipinas: entre trescientos y cuatrocientos cincuenta mil metros de película. En 1978, mientras Michael Herr —autor de Despachos de guerra, el libro clásico sobre Vietnam— pugnaba por dar forma a la narración en off de Willard/Marlow, Coppola postergó varias veces el debut de la que sería una de sus obras maestras y eliminó la famosa secuencia de veinticinco minutos en la plantación francesa, que se recuperaría en Apocalypse Now Redux (2001).

 

Así llegó, al fin, 1979: una década atrás, John Milius había empezado a adaptar El corazón de las tinieblas. El 19 de mayo, luego de ser mostrada en diversos preestrenos, Apocalipsis ahora se proyectó como work in progress en el Festival de Cannes: una presentación inédita que no le impidió compartir la Palma de Oro con El tambor de hojalata, otra cinta basada en otra gran novela. El 15 de agosto, la guerra de Vietnam —en particular el periodo 1968-1969— renació con toda su locura en las pantallas estadounidenses para inscribirse a fuego en la historia del cine. Más allá de los dos Oscares recibidos (mejor fotografía, Vittorio Storaro, y mejor sonido, Walter Murch), más allá de la recaudación en la taquilla mundial que superó los cien millones de dólares, quedaría el olor a napalm posterior a la batalla: el aroma de una auténtica victoria artística.

 

 

“¡Ah, el horror! ¡El horror!”

“Hay un conflicto en cada corazón humano entre lo racional y lo irracional, entre el bien y el mal, y el bien no siempre triunfa. A veces el lado oscuro se impone a lo que Lincoln llamó el ángel bueno de nuestra naturaleza.” Estas frases que podrían describir la metamorfosis de Anakin Skywalker en Darth Vader, epítome fílmico del hombre dividido de Kant, son formuladas por el general Corman (G. D. Spradlin), el personaje pensado como un guiño a Roger Corman —uno de los tutores de Coppola— que desata la odisea física y espiritual de Apocalipsis ahora. La dualidad explorada por Conrad en su novela se traslada puntualmente a la película; la voz de Marlow (“Comencé a fatigarme de tanto descanso. Entonces empecé a buscar un barco; hubiera aceptado hasta el trabajo más duro”) halla réplica en la de Willard (“Todos obtienen lo que desean. Yo quería una misión, y por mis pecados me la dieron”) y da inicio al viaje hacia Kurtz, esa alma escindida por la tentación de sentirse como Dios, para usar otra frase del general Corman. En un reto a las leyes de la geografía, el río Congo tuerce su curso hacia Vietnam y se vuelve el cordón umbilical que lleva al corazón de las tinieblas bélicas, cuyo latido se reduce a uno de los lamentos más pavorosos de la literatura y el cine: “¡Ah, el horror! ¡El horror!”

 

Aunque basados en los antagonistas conradianos, los seres divididos de Coppola también tomaron rasgos prestados de la desastrosa guerra en el sureste asiático que se extendió de 1959 a 1975. Tras la silueta del coronel Walter E. Kurtz (Marlon Brando), que transmite “el misterio inconcebible de un alma que no había conocido represiones, ni fe, ni miedo, y que había luchado, sin embargo, ciegamente contra sí misma” —para citar a Conrad—, se encuentra el coronel Robert Rheault, alto mando de las Fuerzas Especiales del ejército estadounidense, que en mayo de 1969 ejecutó a un doble agente vietnamita cuadruplicado en el guión de Coppola y Milius. Por su parte, el capitán Benjamin L. Willard (Martin Sheen, remplazo de Harvey Keitel) se inspira en Fred Rexer, un boina verde asentado en Laos que colaboró —señala Peter Cowie— “en el programa Fénix para atenuar la influencia del Vietcong en las aldeas”. Caras de una sola moneda, Kurtz y Willard atestiguaron la materialización de los versos finales de “Los hombres huecos”, el poema de T. S. Eliot encabezado por un epígrafe de El corazón de las tinieblas y leído en Apocalipsis ahora: “Así es como se acaba el mundo/ No con un golpe seco sino en un largo plañir.” Ambos aceptaron arrastrarse por el filo de la navaja que separa los sueños de las pesadillas para decir, con el líder replicante de Blade Runner: “He visto cosas que ustedes no creerían.” Ambos decidieron seguir el rastro del caracol que desde hace cuarenta años se desliza, lento pero seguro, por el terreno de los clásicos.

 

FOTO: Martín Sheen interpretó al capitán Benjamin L. Willard en la cinta de Francis Ford Coppola./ Especial

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