Apología de las virtudes burguesas
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Es imposible reseñar en tres páginas lo que hasta ahora es una trilogía de tres mil páginas, la de Deirdre Nansen McCloskey (1942). Es, en lo que va del siglo, la tentativa más ambiciosa por rehabilitar al calumniado capitalismo y a la aborrecida burguesía frente a sus pertinaces enemigos, generalmente situados entre el amplio espectro de los intelectuales, a quienes la economista nacida en Ann Arbor, Michigan, incluye en la clerisy. Basta, para darse una idea de lo que se trae entre manos, con reseñar, como me lo propongo, la “Apología. Sumaria de las virtudes burguesas” que abre Las virtudes burguesas. Ética para la era del comercio (FCE, 2015), el primer tomo.
Con un tono coloquial, un poco a la Hayek, la muy erudita McCloskey se dirige a todos sus amigos convencidos de la maldad intrínseca del capitalismo y de la perversidad achacada a todo lo burgués, pidiéndoles, con humor del bueno, el beneficio de la duda. Como economista, McCloskey desea regresar a ese teórico de los sentimientos morales que también fue Smith y retomar a Weber en cuanto al componente ético de lo económico, convencida —y con estadísticas suministradas mediante la mejor prosa polémica— de que la principal actividad de la sociedad capitalista es la producción de capital humano.
Le parece irrefutable a McCloskey que la mayoría de los habitantes del planeta vivimos mejor que nuestros ancestros en 1800, cuando se dio lo que ella llama, “el gran enriquecimiento”, combinación virtuosa de la Ilustración con la Revolución industrial, aunque desoye a Marx en lo sangriento que fue ese parto. Ese enriquecimiento, calcula, hizo que entre esa fecha y el año 2000, toda la humanidad, multiplicándose seis veces en población, tuviese una elevación de varios ceros en su acceso a los bienes y servicios. Estamos hablando de promedios, aclara McCloskey, pero que incluyen, para empezar, el abatimiento, gracias a virtudes burguesas como la libertad científica y la salud pública, de la mortalidad infantil.
La fronda anticapitalista es un componente sin el cual es inconcebible la sociedad liberal y democrática, aunque McCloskey sabe —ya se lo temía Schumpeter— que democracia y capitalismo, como lo prueba actualmente China, no van necesariamente de la mano. Por ello, su primer alegato va contra los empresarios (“La vida de los capitalistas no se reduce a un egoísmo despiadado; pero tampoco todo capitalista es ético”) que han hecho propio el cinismo al cual los obliga la clerisy, despojando de toda ética los discursos en defensa de la creación de riqueza, considerándose ellos mismos “vulgares, incultos y moralmente sospechosos”. A sus colegas economistas, McCloskey, a su vez, los regaña por despreciar a la ética como corazón de la economía. Ética, que no caridad. Las pulsiones anticrematísticas son más viejas que el cristianismo; se remontan a Aristóteles y tuvieron en Rousseau a un aduanero insobornable.
McCloskey argumenta que el obcecado antimercantilismo ha triunfado en despojar de toda virtud moral al comercio (que para Voltaire todavía las tenía y muchas), en su opinión, la actividad más libre de la cual el ser humano es capaz, al grado que su limitación, desde las patentes de corso medievales hasta el colectivismo moderno en todas sus formas, sean privadas o estatales, es casi inherente a lo moderno. Esa funesta superstición, leemos en Las virtudes burguesas, ocurrió entre el terremoto de Lisboa en 1755 y las revoluciones de 1848, cuando el romanticismo se apoderó de las conciencias letradas. La “moderna irritabilidad literaria” (César Graña) provocó la batalla, desde entonces crudelísima, de los “bohemios” contra los “burgueses”, basada en la nostalgia por una época tan criminal, oscura, piadosa y miserable como la Edad Media. Hasta Walpole, “gótico” era un insulto.
McCloskey admite que “merece un escrutinio tolerante” la idea de que han sido los humanistas e izquierdistas quienes le han arrancado esas victorias al malévolo capitalismo liberal. ¿Pero también, se pregunta, el aumento de la esperanza de vida de los 26 a los 66 para un joven que hubiese alcanzado a duras penas los 14 años en 1820, fue, hacia 2006, un triunfo del anticapitalismo? ¿Lo es un mercado que llevó la penicilina y llevará las vacunas anticovid a todos los rincones del planeta? ¿Merece la pena rasgarse las vestiduras porque algunos se enriquezcan temporalmente o de por vida vendiendo vida y salud? ¿No será al revés, ético el Progreso e inmoral el fariseo anticapitalismo?
“La combinación de una vida más larga y una más rica es única en la historia. Es una de las razones por las que el liberalismo se expandió. Hoy existe un número mucho mayor de adultos con una vida lo suficientemente larga y libre de la desesperación de obtener intereses políticos”, afirma McCloskey y remata: “La teoría de que la desesperación conduce a una revolución buena es desde luego errónea, pues en ese caso nuestras libertades habrían surgido de los siervos de Rusia o los campesinos de China, no de la burguesía en el noroeste de Europa, como en realidad sucedió. La riqueza material puede producir riqueza política y artística. No tiene que ser así, pero puede pasar. Y ha menudo ha pasado. Lo que Rusia y China produjeron fueron las pesadillas antiburguesas de Stalin y Mao”.
Contra lo que predica la pesadumbre romántica, al emanciparse Haydn y Beethoven de sus Kapellmeister y dejar de ser criados de librea, el mercado musical se incrementó 102 veces en total en esa zona de Europa y crecieron exponencialmente las oportunidades para los jóvenes compositores, dice McCloskey. No en balde Marx y Engels aplaudieron a rabiar a las fuerzas productivas desatadas por el capitalismo. Pero les ganó el horror inmoral del romanticismo, cuando, como lo creía el barón de Montesquieu, entre más cercano está el hombre a la Naturaleza, más timorato es. “Una multitud agitada de jóvenes empobrecidos favorece la tiranía”, leemos en Las virtudes burguesas.
Estudiosa de los Países Bajos en el siglo XVII y del Japón tras el Shogunato, McCloskey es ajena al “neoconservadurismo” y al “neoliberalismo”. Transgénero, hasta 1995 fue un señor y actualmente es una señora, como lo narra en Crossing. A Transgender Memoir (1999). No cree que la desigualdad sea una ley divina sino el resultado de la falta de ética capitalista en zonas del planeta gobernadas por antiquísimos ladrones y por populistas a la moda. Respaldada en Amartya Sen, recuerda que en las democracias no ha habido hambrunas y en la India, cuando las mujeres pobres empezaron a recibir microcréditos, antes destinados a los despilfarradores varones, el nivel de vida de poblaciones enteras se elevó dramáticamente, como ocurrió en todo el planeta gracias a esa globalización detestada por los bohemios y bendecida en los países más pobres, en los cuales ha hecho crecer colosalmente a la clase media, tan burguesa y tan maldecida en México, por aspiracionista. Sí, McCloskey admite que desde 1980 aumentó la desigualdad en los países anglosajones pero dedica Por qué el liberalismo funciona (2020) a rebatir a Thomas Piketty, lectura que aún no he hecho. No todo en McCloskey, como lector educado en una tradición estatista, me convence; a veces, la pierde el espanto dogmático contra todo gobierno.
La “Apología” de Las virtudes burguesas concluye rebatiendo la idea perniciosa de que las aspiraciones materiales envilecen el alma. Cretinos, digo yo, los ha habido en toda época y lugar, pobres y ricos. La miseria, escribió el poeta Coleridge, aleja al hombre de la trascendencia. ¿De dónde sale esa doble arrogancia que presupone que no consumir en una comuna hippie hiperburguesa de Nueva York es una virtud antisistema y no hacerlo en Santiago de Cuba, es otra encomiable ascética, esta vez cristiano-comunista? Proviene, concluyo por hoy, de haber apartado a la economía de la moral y al capitalismo de su ética, si entiendo bien a Deirdre McCloskey.
FOTO: La economista e historiadora Deirdre Nansen McCloskey/ Crédito: Especial
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