Aprendiz de limosnero
De nuevo con Fernando Benítez
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En esta entrega de sus memorias, el editor Huberto Batis relata las encendidas discusiones entre el escritor Fernando Benítez y el legendario periodista Manuel Becerra Acosta
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POR HUBERTO BATIS
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En el periódico unomásuno trabajé por más de dos décadas. Ahí llegué con José de la Colina por invitación de Carlos Payán Velver para trabajar con Fernando Benítez en el suplemento sábado. Colina no quiso quedarse con Benítez, y se fue a invitación de Octavio Paz a fundar con Eduardo Lizalde el suplemento de EL UNIVERSAL. Finalmente terminó en El Semanario Cultural del Novedades, donde estaría veinte años.
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Recuerdo que un día Benítez me dijo: “Te tengo una muy buena noticia. Convencí a José Emilio Pacheco para que se viniera a trabajar con nosotros. Así que vamos a su casa por él”. Yo comía en casa de Fernando todos los viernes. De ahí nos íbamos al periódico para planear el próximo número del suplemento. Nuestra dinámica seguía igual a cuando lo conocí en la redacción de la revista Siempre!, al lado de Vicente Rojo, quien nos fue recomendando diseñadores que eran sus alumnos. Cuando llegamos a casa de José Emilio, nos dijo que no se había convencido de trabajar en el suplemento, pero que Cristina estaba dispuesta a irse con nosotros. Fernando dijo: “Éste ya nos chingó”. Simplemente no iba a ir. Cristina resultó un poco pesada conmigo. Un día me dijo que me faltaba amor de una mujer. No sé por qué diría eso.
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Por aquellas fechas yo tenía alojado en mi casa a Guillermo Sheridan, que estaba en la “quinta chilla”. En esa época él estudiaba en la Universidad Iberoamericana, donde había conocido a su primera esposa, María Elena Sofía Cárdenas, también conocida como Magolo. Ellos vivieron en mi casa un tiempo, mientras se establecieron por su cuenta en un cuartito al fondo de un estacionamiento en Coyoacán.
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Guillermo Sheridan iba al suplemento a entregar sus colaboraciones de teatro. Cristina no lo tragaba muy bien. Decía que él hacía fintas de apuñalarla por la espalda. Le pregunté cómo sabía y respondió que lo veía reflejado en los lentes de Benítez.
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Mi relación con José Emilio fue distinta. Él fue de las primeras personas que conocí cuando llegué a la Ciudad de México cuando él trabajaba en la Revista de la Universidad, al lado de Juan García Ponce, Carlos Valdés y José de la Colina. Pero no hacía ronda con nosotros. Él era amigo de Carlos Monsiváis. Eran inseparables. José Emilio fue un hombre de gran talento, un gran escritor, con una memoria increíble. Él y Cristina eran gente bien portada, a diferencia de García Ponce, Colina y yo, que éramos unos “indecentes”. La muerte prematura de García Ponce, Monsiváis y Pacheco han dejado un hueco muy grande.
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Siempre me sorprendió la capacidad de trabajo de Pacheco. Ya platiqué en una entrega anterior que una vez lo encerramos junto con Cristina, que era secretaria de Difusión Cultural, en una oficina del décimo piso de la Rectoría. Lo hicimos para ver qué pasaba. Se quedaron ahí horas y se terminaron casando.
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José Emilio siempre estaba rodeado de libros en su casa de la colonia Condesa, detrás del cine Lido, muy cerca de donde vivía Alfonso Reyes. Entre todas esas montañas sabía dónde estaba cada título, tenía un orden interno. Sabía de dónde sacar cualquier cosa. En una ocasión le dije que quería hacerme de un libro, él me lo envió de regalo.
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El capitán Becerra Acosta
Cuando tronó el unomásuno por el golpe de estado que le dieron a Manuel Becerra Acosta los que se llamaban a sí mismos “disidentes”, le pregunté a Benítez cuál sería nuestra postura porque yo no tenía amistad ni contacto cercano con Becerra Acosta, aunque su oficina estaba a pocos metros de la nuestra. Él me respondió que no teníamos nada que ver con ese pleito y que había que quedarse en el unomásuno. La división del periódico estaba organizada por Miguel Ángel Granados Chapa, Carlos Payán Velver —el subdirector— y por Carmen Lira. En lo más agitado de ese conflicto interno oí a Payán decirle una noche a Becerra Acosta: “Hermano, no quiero irme, pero me veo obligado”.
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Por esas fechas los tres comíamos con cierta frecuencia con el rector Jorge Carpizo. En una ocasión empezaron a comentar qué habían hecho en semana santa. Cada uno dijo: “Yo estuve en Inglaterra”. Otro: “Yo estuve en Roma”; uno más en la “Cochinchina”. Cuando me preguntaron qué había hecho yo, dije que me quedé trabajando en la casa. Cuando salimos de ahí, uno de los ayudantes de Carpizo se me acercó mientras orinaba en el baño y me dijo: “Manito, ya chingaste. Te vas a ir a Europa un año”. Me explicó que a su jefe le había conmovido mucho que todos hablaran de sus viajes y que yo no había ido a ninguna parte. Le encargó decirme que lo fuera a ver a la Rectoría. Prometía mandarme un año a Europa. De regreso al periódico, le conté todo a Manuel Becerra a bordo de su vagoneta. Me dijo: “No te conocía esas dotes de limosnero”. Me amenazó que si aceptaba el viaje a Europa, me olvidara del unomásuno y de él. Por supuesto, nunca fui a ver a Carpizo.
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Pero Benítez se quedó con nosotros sólo por un tiempo. Discutía incansablemente con Becerra. En otra de esas comidas con el rector se pelearon horrendamente, tanto que Carpizo me preguntó: “¿Qué hacemos, Huberto?”, y nos fuimos a dar la vuelta a la manzana. Luego Benítez empezó a decir que en el unomásuno se habían quedado puros periodistas “maletas”, que los más inteligentes se habían ido con los “disidentes”. Terminó por irse a La Jornada a invitación de Becerra Acosta: “Si tanto los extrañas, Fernando, ¿por qué no te vas con ellos?”
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FOTO: “Benítez dijo que en el unomásuno se habían quedado puros periodistas ‘maletas’, que los más inteligentes se habían ido con los ‘disidentes’”. En la imagen, el autor de Los indios de México.
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