Apuntes para olvidar el tiempo
POR JESÚS RAMÍREZ-BERMÚDEZ
Como toda tribu nómada en busca de territorio, nuestra familia, formada por Margarita Bermúdez y José Agustín Ramírez, nacidos en los años cuarenta, y por Andrés, Jesús y José Agustín Ramírez Bermúdez, nacidos en los años setenta, se desplazó con una geometría irregular dictada por la economía, el paisaje, el árbol genealógico. Mi padre era hijo de un piloto aviador del ejército mexicano, quien era a su vez hijo de un sacerdote. Mi madre nació en la ciudad de México, conoció en la escuela preparatoria a José Agustín, y escapó de su casa para vivir con él. Entiendo que se han casado tres veces: en los años sesenta, y luego una década después, tras una temporada de divorcio; finalmente, en los años ochenta, bajo el rito católico, para dar gusto a mi abuelo materno, preocupado por la salvación de nuestra alma o de nuestro perfil social. Pero tengo fotos de un cuarto matrimonio celebrado en los años noventa solamente por la pareja, en una iglesia de Cuautla, Morelos. Hincados, reciben la comunión, vestidos con ropa blanca, sin ornamentos. ¿Era una misa conmemorativa? ¿Celebraban sus bodas de plata? Todo depende de quién lleva la cuenta.
Cuando mi padre vivió en la cárcel, estuvieron separados siete meses, pero la relación se fortaleció. El relato según el cual mi mamá lo visitó diariamente, para llevar comida, no es otra criatura literaria. Ni en sus peores pleitos el escritor ha dejado de honrar los días en que una mujer le dio de comer a un presidiario.
Vivimos un tiempo junto al río Churubusco en la ciudad de México. Cuando los regentes del Distrito Federal decretaron el encarcelamiento de los ríos, la decisión de migrar se convirtió en destino. Junto a las barrancas del río de Cuautla, mi abuelo paterno, el capitán Augusto Ramírez, construyó la casa que sería nuestro hogar tras algunos años de aventura en Estados Unidos. En esas barrancas, mi padre concibió la historia de un indígena morelense que alcanzaba una alta jerarquía en la policía judicial y dirigía una banda de asaltantes y asesinos. La novela es Cerca del fuego, publicada en 1985; su historia se prefiguró durante la estancia en la cárcel de Lecumberri, como puede leerse en el texto “La novela que Lucio escribe”, publicado en La Jornada Semanal que dirigía Roger Bartra: “Un día, mi viejo y libra amigo Juan Tovar me contó que esa madrugada Elsa —Cross, su esposa en aquella época— soñó que unos ancianos le indicaban que él tenía que ir a visitarme y decirme que, a partir de ese día, anotara todos mis sueños, pues de allí saldría una novela. Por supuesto, me pareció el colmo de la buena onda que un sueño ordenara que se escribieran otros sueños; juzgué que un aviso de esa índole no era para ignorarse, y me propuse anotar mis sueños; esto es, tan pronto los tuviera, pues hasta ese momento apenas recordaba dos o tres en toda mi vida”. Mi padre relata que a partir de ese momento comenzó a soñar con gran intensidad.
Hoy, en el estudio y biblioteca de mi padre, mi hermano Agustín me revela una cantidad enorme de cuadernos de aquella época. Algunos tienen una letra tan pequeña que nadie, ni siquiera el autor, logra descifrarlos. La mayoría son cuadernos de sueños: el origen de Cerca del fuego y los libros de relatos No hay censura y No pases esta puerta. La investigación onírica se proponía estudiar los mecanismos narrativos de la ensoñación, y el entramado de la vida inconsciente que se manifiesta en secuencias de sueños interconectados. Las mejores historias de horror de mi padre se inspiraron en estos cuadernos: textos como “Transportarán un cadáver por exprés”, que coloca una cámara lúcida en un deplorable adicto a los inhalables y le obsequia al lector un frenesí nocturno, sexual, truculento. En el cuento “Es el cielo” se narra el testimonio de una experiencia opresiva posterior a la vida del cuerpo. “Cómo se llama la obra” es una respuesta al Buñuel surrealista en una comedia metafísica acerca de perros muertos. La atmósfera de estos relatos expresa la desesperación silenciosa de un escritor que salía de la casa en las noches, con su taza de café, para escribir en el estudio-biblioteca diariamente hasta las dos o tres de la mañana. “Me encanta el infierno” describe la repugnante tensión erótica entre el Pellejo y el Licenciado, en el ambiente carcelario. Juan Villoro calificó a esta pieza como un “koan gore”. Se trata también de un homenaje a El apando, de José Revueltas, a quien mi padre conoció en la cárcel de Lecumberri, junto a otras celebridades del subterráneo nacional. Estos textos descienden también de las Notas del subsuelo, de Dostoyevski, el presidiario lejano que nos hermanaba más; el inconformismo radical del personaje era muy seductor, pues nuestra familia soportó una cierta marginalidad en el ambiente literario de México, rigurosamente excluyente. Fuimos extranjeros en Estados Unidos; en el estado de Morelos éramos inmigrantes en territorio indígena: mis tenis panam no eran apropiados junto a los huaraches de cuero de mis compañeros, y mi español era tan inadecuado en las escuelas de habla inglesa de California, como lo era frente al náhuatl de mis compañeros en Tetelcingo.
Fui consciente poco a poco de la imagen de José Agustín como poeta maldito, adicto a drogas psicodélicas y gurú del desmadre rocanrolero. Pero fue común encontrar lectores decepcionados al cruzar la puerta de nuestra casa, porque esperaban encontrar un paraíso de mujeres desnudas y jeringas en el antebrazo. La historia del padre ausente por asuntos de drogas o enredos no la encuentro por ninguna parte cuando escarbo en los recuerdos. Su sistema de autoridad era clásico, vertical, basado en la presencia. Mientras viví con mis padres, comimos y cenamos juntos casi siempre. El desayuno es punto y aparte: como todo noctámbulo respetable, José Agustín se despertaba al terminar la mañana. Mi madre, sintonizada con el paisaje natural, pensaba en una sana dieta naturista y contemplaba la lentitud de las nubes en el agua, mientras el padre y los tres hijos discutían las intrigas policiacas, violentas, la trama mitológica o futurista de la novela o la película, mediante saltos atropellados y exclamaciones vehementes, hablando todos a la vez, en una típica fuga de ideas polifónica. Lamento mucho la circunstancia de Margarita. Convivir con cuatro cavernícolas fue un reto a la altura de su talante budista. La estridencia de Roger Waters, Van Morrison, Mick Jagger, Jimi Hendrix, tan solo aumentaba la densidad masculina por metro cuadrado.
Ante todo tengo presente las noches en que mi padre nos contaba El asno de oro, de Lucio Apuleyo: el protagonista de Cerca del fuego toma ese nombre, Lucio, y hereda el impulso espiritual de transformarse a sí mismo. En su traducción al inglés, Robert Graves comenta el título original de esta novela latina: Las transformaciones de Lucio Apuleyo de Madaura. La alquimia llena de humor y malicia de aquel filósofo platónico, convertido en asno por intrigas eróticas, dirigía hasta cierto punto el mundo emocional de mi padre. La herida abierta de la cárcel, con su derrame paranoico, le pedía recrear diariamente la pesadilla de la noche previa, pero la exigencia perfeccionista, impuesta por sí mismo, obstaculizaba el deseo de dejarse llevar por la escritura. Un día la mano incluso se paralizó. La parábola de aquel combate literario puede leerse en el epígrafe del capítulo “El gran hotel Cosmos”, tomado de una canción de Dire Straits: Angel of mercy, angel of light, give me my reward, give me heaven tonight. La historia bíblica de Isaac, acerca del combate nocturno con el ángel de Dios, para conseguir una bendición definitiva, es al menos en parte el guión subterráneo de la novela. Cuando mi hermano Andrés nos prestó la novela de Gustav Meyrink El ángel de la ventana de occidente, quedamos maravillados. José Agustín fue lector devoto de El Gólem, pero la historia de los alquimistas y ladrones que buscan la bendición del ángel de occidente le hablaba al oído: en algún momento del libro un rabino pregunta cómo llamar la atención del ser supremo de indiferencia sublime: ¿cómo dar, literalmente, una bofetada en el rostro de Dios para interesarlo en los asuntos humanos?
Los criterios cuantitativos para el writer’s block varían muchísimo entre un escritor y otro. Desde su prefiguración en la cárcel, hasta su finalización, mi padre se quejó de la dificultad para escribir esta novela, y sin embargo ahora observamos las decenas de cuadernos de escritura a mano, con letra diminuta: más de mil cuartillas de ficción. Contemplamos asombrados los dibujos simbólicos y los mandalas, las libretas de sueños, de textos autobiográficos, de narrativa realista o de pleno surrealismo urbano contemporáneo, incluso las fabulaciones futuristas. Un capítulo hiperrealista de Cerca del fuego sobre un terremoto que destruye la ciudad de México tuvo que ser retirado del libro, porque años después sucedió realmente el terremoto de 1985, y la novela no pudo publicarse antes; ante el riesgo de que la anticipación literaria fuera leída como realismo periodístico, su decisión fue publicarlo en 1988 como un cuento independiente, bajo el título “En la madre, está temblando”. Ante los lados B de su obra literaria, que forman pilas y pilas de documentos, mis hermanos y yo concluimos lo más obvio: somos hijos del escritor que construye una novela de mil cuartillas sobre las dificultades para vencer una sola página en blanco.
La historia central de nuestra infancia fue Mono, de Wu Cheng-En. Mi madre preparaba la cena en la luz naranja de la cocina, mientras él nos leía durante meses la historia del chango de piedra que despierta en el mundo y despliega su poder conquistador, basado en el talento natural. Se trata de un estudio sobre la irreverencia hacia los sistemas legales, religiosos, morales, y hacia los propios dioses: la identificación de mi padre con el personaje era perfectamente esperada si hablamos de un escritor nacido en el año chino del chango, que abandonó su casa a los 16 años para alfabetizar a los campesinos de Cuba, como puede leerse en el Diario de un brigadista: un escritor que había publicado una novela y se casó dos veces con dos mujeres llamadas Margarita antes de cumplir veinte años.
El mono realiza desastres hilarantes en el reino del cielo, humilla al Emperador de Jade y engaña a Lao Tse: el gran filósofo del siglo VI antes de Cristo lo encierra en su horno alquímico, pero el mono evade la aniquilación al refugiarse en el hexagrama del viento, dibujado por él mismo dentro del horno. Encerrado en la montaña de los cinco elementos, mediante una fórmula mágica dictada por el Buda Tathagata, el mono espera la eternidad, pero recibe en forma inesperada la misión de acompañar al monje Tripitaka, quien debe llevar las escrituras sagradas del budismo, desde India hasta China.
José Agustín nos leyó este cuento chino con la misma consciencia privada dedicada a Las transformaciones de Lucio Apuleyo: si un filósofo platónico acusado de sostener comercio con los demonios puede descender a la vida animal, entonces un mono de piedra dotado con la intuición de vivir puede transformarse en Buda. Una vez, mientras escuchaba en la recámara la lectura en voz alta, me quedé sentado en el piso de mosaico rojo. Un alacrán pequeño caminó por mi muslo y yo no dije nada. Esperé a que descendiera de mi pierna y siguiera su camino, bajo la cama, hasta que estuvo lejos de mi conciencia. No informé de este suceso a mi padre ni a mis hermanos, y la historia de Lucio Apuleyo o del mono mitológico siguió su curso. Quizá no lo dije porque hice un pacto secreto con el alacrán: él no me picaría si yo guardaba el secreto. ¿Tal vez guardé silencio para no interrumpir el relato?
Con ternura, mi padre se reía de la relatividad histórica de la literatura, que dibuja a los monjes taoístas como villanos en la novela de Wu Cheng-En, aunque mi madre y yo éramos, en lo esencial, súbditos felices de las palabras de Lao Tse y su Tao Te King, anterior a la separación entre filosofía y poesía. Mi padre fingía no entender a Lao Tse cuando afirma: el Tao que puede nombrarse no es el Tao verdadero. Pero en secreto mi padre creía en el poder de la literatura para recordarnos la meta del conocimiento: alcanzar una conciencia anterior y posterior a toda palabra. En esta paradoja crecimos y aprendimos a vivir; en la contradicción nació nuestra inteligencia. Esta meditación hecha de palabras no encuentra la irradiación definitiva del espíritu anterior a toda literatura. Pero guarda el entusiasmo de un padre que comparte un mito personal, tan sincero como lo han sido siempre los secretos.
*Fotografía: José Agustín y su familia/GRACE QUINTANILLA.
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