“Aquí deberían estar sus nombres”
POR EDUARDO MEJÍA
Esto nos lo contó Juan Vicente Melo a Isabel Fraire y a mí, en su departamento en Mariano Escobedo casi esquina con Mazaryk: Fue a recoger ejemplares de su novela La obediencia nocturna a la Editorial Era y en la puerta se encontró a Huberto Batis, quien, sonriendo, se despidió diciéndole: “Adiós, hijo mío”, y se rió. Dentro le dijeron que no podían darle ejemplares porque habían detectado un error pero que en unos días ya estaría bien. Como pudo, investigó que en la página de la dedicatoria en vez de “A mi padre./ A Huberto Batis”, como se lee ahora, decía “A mi padre/ Huberto Batis”. Por desgracia deben haber sobrevivido muy pocos ejemplares con esa errata.
Pero hay otro detalle: en su “Autobiografía precoz” (de la colección “Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos”, Empresas Editoriales, 1966), Melo confiesa la enemistad con su padre, quien vio irritado que su hijo no sería médico, tal como la tradición familiar ordenaba. Aunque cursó y terminó la carrera de Medicina nunca pudo ejercerla; dedicarle el libro más complejo a su padre podría ser un intento de reconciliación o un nuevo desafío.
Otra historia parecida: la dedicatoria de la novela Gazapo dice “Este libro es para mi padre”. En su “Autobiografía precoz” –de la misma colección en que se publicó la de Melo– Gustavo Sainz declara que su padre, al ver que en la novela había palabrotas y se describían escenas sexuales, se abstuvo de leerla y escondió los ejemplares que había en la casa para no dejarlos en manos de sus hermanos menores.
Los autores de un libro, una tesis, y hasta una cinta (François Truffaut, Richard Lester, pioneros de este ejercicio ya frecuente en el cine) hacen patente su agradecimiento, amistad, amor hacia una persona en especial dedicándole un libro. El poema “Nocturno”, de Manuel Acuña, es un caso ejemplar, pues la dedicatoria “a Rosario” pasó, en la voz popular, a integrarse al título: “Nocturno a Rosario”.
En el Siglo de Oro los autores dedicaban las obras a sus mecenas o a quienes permitían su impresión. Las Novelas ejemplares y Los trabajos de Persiles y Segismunda, de Miguel de Cervantes, por ejemplo, van dirigidos a Pedro Fernández de Castro (dedicatoria de dos páginas, aunque él mismo aconseja que sean breves y sucintas). El Quijote está dedicado al duque de Bejar, marqués de Gibraleón, conde de Benalcaçar y Bañares, vizconde de la Puebla de Alcozer, señor de las villas de Capilla, Curiel y Burguillos (Alonso Diego López de Zúñiga y Sotomayor). En cambio, William Shakespeare, quien dirigió la mayoría sus obras pero sólo vio publicados sus sonetos, no tuvo que dedicar más que a “Mr. H.V.”, del que sólo se sabe que inspiró alguno de esos poemas. Pero la tradición es más bien reciente, y a veces sospechosa. Sor Juana, por ejemplo, dedicaba algunos de sus poemas a sus protectoras y las hacía partícipes de pasiones que no siempre compartían. Una de las dedicatorias más célebres de Manuel José Othón –“Idilio salvaje” para Alfonso Toro– sirvió para disimular una relación amorosa con una mujer que lo enardeció hasta el arrepentimiento y la desolación.
Pero no todas esconden o revelan pasiones. En la dedicatoria de Moby Dick se lee: “En señal de mi admiración por su genio, este libro está dedicado a Nathaniel Hawthorne”, pero Juan García Ponce en Desconsideraciones aclara que: “Melville confesó que la elogiosa dedicatoria […] ocultaba la malvada intención de aplastarlo con su genio, vengándose así de la incomprensión que el escritor admirado había mostrado por sus obras anteriores”. Es curioso que Desconsideraciones, deliciosa recopilación de notas misceláneas, sea la que García Ponce le dedicó a Huberto Batis y no alguna de las novelas en que este crítico literario es personaje, según se dice.
En el mismo tono, William Faulkner dedicó Sartoris, su primera obra maestra, al novelista Sherwood Anderson, “gracias a cuya amabilidad llegó a publicarse mi primera obra, con la confianza de que este libro no le dará motivos para lamentarlo”. En la entrevista que concedió en 1956 a The Paris Review cuenta que conoció a Anderson en Nueva Orleans, con quien solía tomar caminatas vespertinas y mantener conversaciones con la gente. Por las noches volvían a reunirse y tomaban una o dos botellas mientras Anderson hablaba y Faulkner escuchaba. “Antes de mediodía nunca lo veía. Él estaba encerrado, escribiendo. Al día siguiente volvíamos a hacer lo mismo. Decidí que si ésa era la vida de un escritor, entonces eso era lo mío y me puse a escribir mi primer libro […] Me olvidé que no había visto a Mr. Anderson durante tres semanas, hasta que él tocó a mi puerta y me preguntó: ‘¿Qué sucede? ¿Está usted enojado conmigo?’ Le dije que estaba escribiendo un libro. Él dijo: ‘Dios mío’ y se fue… me encontré a Mrs. Anderson en la calle […] Ella dijo: ‘Sherwood está dispuesto a hacer un trato con usted. Si no le pide que lea los originales, él le dirá a su editor que acepte el libro’. Le dije: ‘Trato hecho’. Y así fue como me hice escritor.” Faulkner no fue pródigo en dedicatorias, excepto en sus primeras novelas, y en la última, muy familiares. Ni El sonido y la furia, Mientras agonizo, Absalón, Absalón ni cualquiera otra de sus obras maestras se la dedicó a nadie.
Igualmente, Juan José Arreola no dedica ni Confabulario ni Varia invención, aunque sí Palíndroma (A Tita Valencia) y un texto suelto a Octavio Paz. Éste, por su parte, tampoco dedicó muchos de sus libros. La Advertencia de El arco y la lira agradece “la ayuda del Colegio de México, finalmente, dio libertad a mis ocios y a mí la posibilidad de ocuparlos en redactar estas páginas. Gracias, pues, a don Alfonso Reyes y al Colegio”. Estas palabras se transformaron a partir de las ediciones subsecuentes: se extendió el reconocimiento por el estímulo de la amistad y las obras de Reyes, y se eliminó al Colegio. En sus libros de ensayos no hay muchas dedicatorias, excepto en El ogro filantrópico, cuyas cuatro secciones están dedicadas a Gabriel Zaid, Enrique Krauze, Eduardo Lizalde y a Mario Vargas Llosa.
En la poesía Paz fue más prolífico, aunque muchas de estas dedicatorias fueron a posteriori. La última versión de “La poesía”, en la sección “Calamidades y milagros” de Libertad bajo palabra, está dedicada a Margarita Michelena, mientras que las ediciones de 1960 y de 1968 están dedicadas a Luis Cernuda. Por su parte, la dedicatoria de 1960 en “El desconocido” decía: “Homenaje a Xavier Villaurrutia”, mientras que en Obra poética dice sencillamente: “A Xavier Villaurrutia”. “Fábula”, de Semillas para un himno, no tenía dedicatoria, pero en la última edición estaba dedicado a Álvaro Mutis. Seguir los cambios en los poemas (y de los poemas) de Paz es tan complicado como ordenar la discografía de algunos conjuntos musicales, como The Rolling Stones: demasiados y demasiado complicados y significativos. Quien se arriesgue a una biografía definitiva de Paz debe tomar en cuenta sus dedicatorias. Chance Guillermo Sheridan o Hugo J. Verani puedan descifrarlas.
Para seguir con otros grandes, Juan Rulfo dedica a Clara (su esposa), escueta pero solemnemente El Llano en llamas, pero a nadie Pedro Páramo. Los relatos de Ven, caballo gris, de José de la Colina, llevan dedicatoria (para José Emilio Pacheco, Emilio Carballido, Yolanda y Enrique Alatorre, Sergio Galindo, entre otros), pero los de La lucha con la pantera están dedicados a María.
Al hablar de Sergio Galindo estamos obligados a rastrear sus dedicatorias, pues él tenía la teoría de que debían dirigirse a alguien que tuviera que ver con la anécdota de la novela o el relato, lo que nos lleva a pensar si son protagonistas o informantes de la trama (una excepción: en Los dos Ángeles uno de los personajes es don Ángel Bárcenas, un sabio que trabajó muchos años al lado de Galindo y a quien ya le había dedicado el cuento “Me esperan en Egipto”; a Jorge González Gaytán le dedicó dos de sus textos).
Las dedicatorias deben leerse con curiosidad. Llama la atención que Norman Mailer, por lo regular escueto en las que dirigió a sus esposas e hijas, haya dedicado El prisionero del sexo, un violento argumento contra las feministas, a Carol Stevens. Aunque el libro es de 1969, se casó con ella en 1980 por unos cuantos días para legitimar a la hija que tuvieron poco después de la publicación del libro. Otra dedicatoria notable fue a Mohamed Ali y Joe Frazier en The King of the Hill, una de las más contundentes páginas de Mailer, breve como knock out del antiguo Cassius Clay. Paul Simon (“A Simple Desultory Philippie”) y John Lennon (“Give Peace A Chance”) le dedicaron canciones a Mailer.
Alfonso Reyes fue prolífico no tanto en las dedicatorias sino en los textos en los que estudia la obra o la personalidad de amigos o autores admirados. La primera edición de Cuestiones estéticas tiene una discreta nota: “A Pedro Henríquez Ureña”, que en el primer tomo de las Obras Completas de Reyes aparece muy destacada. En su primera publicación Cartones de Madrid tenía una larga dedicatoria: “A mis amigos de Madrid y de México, salud”, que suprimió y recuperó para el tomo II de sus Obras Completas. Pero en general, sus ensayos, artículos, reseñas, e incluso sus poemas no necesitan dedicatoria, excepto una muy humilde que aparece en la primera serie de Simpatías y diferencias y que dirige a los tipógrafos y correctores del diario madrileño El Sol: “quienes tantas veces —textual— y con esa serenidad que es la más alta condición de su oficio, tuvieron que tolerar, al componer estos artículos, mi impaciencia o mi tardanza, mis fidelidades a la regla, o mis personales manías ortográficas”. Sobre todo en sus poemas, la dedicatoria consiste en escribir a la manera del homenajeado.
Carlos Fuentes siempre presumió de amistades y eso lo demuestran sus dedicatorias: “A mis padres, este libro escrito con ellos”, dice en Los días enmascarados, dedicatoria que desapareció en la edición de Era. Otras de sus dedicatorias son para Rita (Macedo), Luis Buñuel (dos veces), C. Wrigt Mills, Tere y Manuel Barbachano, José Luis Cuevas, Pilar y José Donoso, Gabriel García Márquez, Carlos Velo, Fernando Benítez (dos veces, y a quien también le dedicaron libros José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis), Bertha Maldonado, Julio Cortázar (dos veces), a sus hijos, a María Casares, Arthur Miller, Shirley McLaine, Hélène Cixoux, Sylvia (Lemus), William Styron, Teodoro Césarman, Peter Lorre, Pablo Neruda, Juan Goytisolo (dos veces), Harold Pinter, José Emilio Pacheco… Como se ve, puras celebridades. Es curioso que dos de sus libros más polémicos, Zona sagrada y Diana o la cazadora solitaria, no lleven dedicatoria, aunque sus protagonistas sean muy reconocibles.
Parco en las dedicatorias de sus inicios (para Angélica María, para “mi papi”, la mayoría para Margarita), José Agustín en un par de libros (Se está haciendo tarde, segunda edición, y Dos horas de sol) dedica a todos sus amigos, mayores, contemporáneos, discípulos. En uno de ellos, las dedicatorias ocupan dos páginas y media, aparte de las menciones juguetonas o a manera de desquite, dentro de los textos. Al revisarlas, es notorio el hecho de que varias de esas parejas ya no lo son.
Las dedicatorias exhiben historias. Las obras de ficción de Juan García Ponce están dedicadas a tres de sus cuatro esposas y a otras mujeres que lo acompañaron siempre. La primera, sin embargo, es para “el maestro Salvador Novo”, quien presidió el jurado que premió su obra teatral El canto de los grillos, publicada por el gobierno. Esta es la única que no va dirigida a los miembros de su generación.
Pero la más célebre de las dedicatorias es la que encabeza El manto y la corona, una de las obras maestras de la poesía mexicana. En ella, Rubén Bonifaz Nuño declara: “Aquí debería estar tu nombre”, un enigma más o menos descifrado por los cercanos a uno de los cinco mayores poetas mexicanos de la segunda mitad del siglo XX. Fue parodiado por Monsiváis y Pacheco en el homenaje a este último en Bellas Artes.
Para Carlos Guzmán, José Emilio Pacheco, José Agustín, Juan García Ordóñez, Marco Antonio Campos, Héctor Perea, Carlos Ramírez, Francisco Elorriaga, y con envidia, para Hugo Hiriart por su magistral ensayo “El arte de la dedicatoria”.
*FOTO: Ilustración de Leticia Barradas.
« La literatura es un espejo negro: Ana Clavel Deseo y plasticidad narrativa en Ana Clavel »