Argentina: la guerra de los balcones
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El Covid-19 es hoy un ingrediente más de la polarización política de este país, conflicto ideológico en el que sus líderes parecen haberse olvidado de los más necesitados
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POR MARIANA ENRIQUEZ
Buenos Aires, Argentina, día 15 de cuarentena, o de aislamiento social obligatorio, el nombre formal del encierro que intenta disminuir la circulación viral en el país. Los que podemos cumplirla tenemos información diversa sobre lo que pasa afuera, sesgada por la neurosis de cada uno de los informantes que sólo pueden salir para pasear a sus perros, comprar alimentos, artículos de primera necesidad, ir al médico y asistir a sus familiares ancianos o enfermos.
“La calle está llena de gente” informa uno de los expedicionarios, indignado. “Acá es como un sábado cualquiera”. La exageración ha ganado los discursos: jamás la ciudad podría ser igual que cualquier sábado de sol porque están prohibidas las reuniones, los recitales, los restaurantes, las cervecerías, los deportes con público, las actividades al aire libre, cualquier aglomeración de gente. También están cerradas las fronteras y los aeropuertos salvo para repatriaciones. A diferencia de otras cuarentenas, en Argentina no se permite salir a hacer ejercicio.
Hay, por supuesto, muchos trabajadores en la calle. Los encargados de recoger la basura, los fumigadores –en Argentina también hay dengue–, los médicos, los repartidores de comida, los camioneros y otros trabajadores de servicios esenciales. No todos están bien protegidos, no todos usan mascarillas ni tienen alcohol en gel para higienizarse. En el transporte público sólo se puede viajar sentado. Cada automovilista debe llevar impresa o copiada a mano su autorización para circular. Por supuesto esto implica una burocracia muy complicada y los accesos a la ciudad se han vuelto fronteras, con policías deteniendo personas que no pueden justificar por qué están en movimiento. También da lugar a situaciones incompresibles. Ayer llegó desde el norte un ómnibus con ciudadanos de países latinoamericanos entre los que había hinchas del equipo Independiente de Medellín: según ellos, volvían para ser repatriados a sus países de origen, pero en sus embajadas nadie estaba enterado de la existencia de esta gente. Una de las pasajeras tenía fiebre, así que ahora están en un hotel del centro de la ciudad, haciendo cuarentena.
La situación en las barriadas que rodean Buenos Aires es muy diferente. Se aconseja el lavado de manos casi como la única barrera contra el virus, pero allí no hay agua potable. La mayoría de los trabajadores pertenecen al sector informal; los formalizados, en muchos casos, trabajan en actividades que están suspendidas por la cuarentena. Sin embargo aún no hubo desbordes de importancia. El ejército reparte comida. Los jefes comunales (los intendentes) tratan de asegurar en lo posible el confinamiento (muy difícil en casas precarias y en condiciones de hacinamiento: suele hacerse por barrio más que por vivienda), se reparten elementos de higiene, se trabaja. ¿Alcanzará? No lo sabemos. Más de 30% de los argentinos es pobre.
Los desbordes se dieron en la capital. Desde que empezó la cuarentena, los porteños aplauden a los médicos todas las noches, a las 9, aunque aún no se llegó al pico de la pandemia. Los aplausos se fueron mezclando con catarsis de frustración, miedo contenido, histeria, odios acumulados, expresión política. Durante dos días tuvimos la guerra de los balcones. Por grupos de Whattsapp, los opositores al gobierno del presidente Alberto Fernández organizaron un cacerolazo de protesta para las 9:30. El reclamo: que los funcionarios se bajen los salarios. La lógica: ya que todo el mundo está perdiendo mucho dinero con una economía paralizada, que además arrastra una fenomenal crisis económica heredada del gobierno anterior (el gobierno, justamente, que votaron los que ahora protestan), deben hacer el gesto. Además, durante una conferencia de prensa, Fernández llamó “miserable” a Paolo Rocca, el empresario más poderoso del país que en este contexto despidió a centenares de personas. Dijo algo así como: estos años han ganado mucho dinero, ahora es el momento de perder. Se refería a los grandes empresarios argentinos, que no son muchos y son muy poco solidarios; pero los pequeños empresarios se ofendieron y se sintieron maltratados, en un caso insólito de identificación desclasada con los verdaderos poderosos. No es sólo susceptibilidad, por supuesto. Muchos son partidarios del presidente anterior, Mauricio Macri, y la mayoría son antiperonistas, una antinomia tan argentina que es difícil de explicar pero, a grandes rasgos, sería así: los unos son liberales económicos e ideológicos y consideran que el peronismo es estatista, pésimo para los negocios, con rasgos autoritarios y responsable de la crisis interminable del país. Los otros creen en un estado fuerte, con justicia social en una economía regulada, y también piensan que los liberales son autoritarios y responsables de la crisis interminable del país. Lo cierto es que los vecinos empezaron a pelear de balcón a balcón a los gritos. Unos ponían el Himno Nacional Argentino. Otros la Marcha Peronista. Aullidos: “¡Miserable sos vos, Alberto!”. Respuesta: “¡Desagradecidos, hijos de puta, oligarcas!” Se hace viral el video de una mujer joven que le grita a sus vecinos: “¡Caceroleate la chota!” frase que, traducida al castellano neutro, quiere decir que usen la cacerola para golpearse los genitales (masculinos).
El segundo día, la guerra de los balcones se puso menos intensa pero más variada: incluyó improvisaciones de flauta dulce, canto lírico y petardos. El tercer día desaparecieron. ¿Por qué? Desmoralización, posiblemente. Alguna orden política de detener la erosión de la imagen presidencial. Desde el inicio de la cuarentena, el presidente Alberto Fernández demostró aplomo, decisiones firmes; se ganó respeto y la adhesión de quienes no lo votaron (hay que tener en cuenta que lleva cuatro meses en el poder). Decidió, porque ya era insostenible, que debían abrir los bancos para pagar a los jubilados y a los beneficiarios de planes sociales. La situación se desmadró y un millón de personas vulnerables se lanzó a las calles, a hacer cola, algunos durante la madrugada. En algunos lugares se los asistió con sillas y con bebidas calientes y se les hizo guardar la distancia adecuada, pero en muchos casos, probablemente en la mayoría, sencillamente se aglomeraron. Los viejos y los pobres, aquellos que el gobierno insistió desde el primer día que había que proteger, estaban en la calle desamparados y desesperados por dinero. Apareció el país real, el que no se queja del encierro ni pregunta en redes sociales por recetas y series de Netflix: el país necesitado. Además, una breve explicación cultural: la gente mayor argentina (y no tanto: muchos jóvenes se comportan igual) no usa dinero electrónico ni tarjetas. Hay una profunda desconfianza en los plásticos, todos prefieren el efectivo. El trauma cultural de confiscación de depósitos bancarios y altísima inflación es muy profundo. Todos sabemos que ese es el folklore del jubilado argentino: apiñarse frente a los bancos los días de pago. En esta pandemia, debió haberse previsto. Fue una bomba biológica, gritaban algunos. Esto es igual que el partido de futbol Atalanta-Valencia que disparó los contagios en Italia y España, insistían otros. Mientras la imagen del presidente caía y el gobierno parecía apabullado por el error y la falta de previsión, los epidemiólogos salían a explicar que cierto, fue un desastre inaceptable, pero que después de 15 días de cuarentena la circulación viral es escasa, de modo que seguramente las consecuencias no serán tan significativas. Pero el golpe fue brutal. Al mismo tiempo, después de varios días de buena voluntad y épica nacional, empezaron las miserias. Vecinos que dejan en los ascensores mensajes amenazantes a médicos que viven en los edificios, esos mismos a los que aplauden cada noche y los que pueden salvarles la vida. Pueblos de las provincias que, cuando se enteran de la existencia de un paciente infectado, arman cadenas de mensajes para no dejarlo pasar, dan su dirección, actúan como potenciales linchadores. Nada grave ha pasado en ese sentido. Algunas de las víctimas colaterales del confinamiento son las mujeres. Los feminicidios han aumentado en esta cuarentena: hubo 12 en 14 días de encierro.
Ahora, por la noche, no hay vítores ni protestas. La situación en los bancos está controlada, se respeta la distancia, se atiende a la gente, incluso se les ofrece bebidas y snacks. El presidente acusó el golpe y reaccionó con calma: fue inaceptable, dijo. Pero flota una especie inédita de tristeza, todo es nuevo en esta pandemia que excede el lenguaje. El agotamiento y la sensación de inminencia resultan más palpables, como si el virus, esa molécula que no está viva ni muerta, hubiese tomado forma y cuerpo; ahora sonríe como un enemigo que ya no está al acecho, se muestra y cabalga, se siente invencible.
FOTO: Un jubilado espera turno afuera de un banco en Buenos Aires para recibir el apoyo social./ Juan Ignacio Roncoroni/ EFE
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