Bitácora de mi pandemia
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Uno de los más respetados tanatólogos mexicanos abordar el impacto personal de la pandemia provocada por el nuevo coronoavirus. Una lectura que supera la experiencia personal y se convierte en una guía para entender la realidad. Lee un adelanto
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POR ARNOLDO KRAUS
Febrero 20
Después de casi dos meses de iniciada la epidemia, “algo sabemos, mucho no sabemos”. El universo entre las comillas es muy amplio. Las preguntas emanadas del virus covid-19 cuestionan todo: lo humano de la humanidad, lo moral y social de nuestra especie y sus relaciones con el mundo, sin ob- viar algunas lecciones de “nuestro estar” en la Tierra. Una pequeña nota ilustra mis ideas.
En su libro El pensamiento salvaje, Claude Lévi-Strauss comparte la costumbre de una tribu de Nueva Guinea, los Gahuku-Gama, a quienes los blancos les enseñaron a jugar futbol. Aprendieron y lo practican con una inmensa diferencia: “juegan durante varios días seguidos tantos partidos como sean necesarios para equilibrar exactamente los ganados y los perdidos por cada equipo. Transforman el mero juego en un acto ritual, mediante el cual repiten su visión equilibrada del universo”.
Nada que ver con el futbol contemporáneo, con los hooligans, con las compras ultramillonarias de jugadores, con la compra/venta de futbolistas.
Nada que ver con el desequilibrio provocado por el virus, ni con las razones/sinrazones de su invasión, ni con las prioridades de la medicina contemporánea y sus olvidos: la tuberculosis, el hambre, la malaria.
Nada que ver con la suerte y destino de los grupos “no civilizados” cuando, como ahora sucede con las tribus del Amazonas, no son invadidas y saqueadas por las fauces de la modernidad.
Nada que ver con el mundo actual, dominado en todos los ámbitos por noticias acerca del coronavirus, del cual comprendemos sus intimidades genómicas, pero ignoramos de dónde procede y qué sigue. Sabemos menos de lo que no sabemos, y desconocemos qué pasará las semanas y meses venideros.
Febrero 21
Cuando irrumpe el desasosiego, Samuel Beckett (1906-1989) y Susan Sontag (1933-2004) tocan a la puerta. Me confieso: una suerte de adicción a sus textos me invita a escribir cuando el ser humano se dedica a profundizar en los barrancos de nuestra especie. Deberíamos visitar a Sontag y a Beckett. Tiene sentido hacerlo, no solo por la mínima posibilidad de pensar en “el cambio”, sino por la obligación de hablar, denunciar, ser contestatario y concientizar.
Esperando a Godot es una obra de teatro escrita a finales de 1940, es decir, durante la Segunda Guerra Mundial. La obra pertenece al teatro del absurdo. Con todo respeto, hoy, al menos hoy, no es parte del absurdo, es real.
Vladimir y Estragón son dos vagabundos que esperan en vano, a la vera de un camino, a un tal Godot con quien tienen una cita. Pozzo y Lucky les advierten en más de una ocasión que hoy no vendrá Godot, pero mañana, les dicen, seguro se presentará. Sin embargo, Godot nunca se apersona. Algunos críticos consideraban que Godot era Dios; no obstante, Beckett negó esa hipótesis. El final de esta obra es uno de los grandes finales del teatro. Después de aguardar mucho tiempo en balde:
VLADIMIR: ¡Qué! ¿Nos vamos?
ESTRAGÓN: Sí, vámonos. No se mueven.
Susan Sontag, siempre comprometida, acudió a Sarajevo en 1993, asediada por los lores de la guerra y utilizada por los políticos hijosdeputa (los mis- mos de ayer, de hoy, de mañana), y montó contra viento y marea Esperando a Godot: sin recursos, sin calefacción –era invierno–, con alimentos escasos, sin (casi) agua. La obra se representó en un pequeño teatro bombardeado, con una austera escenografía y a la luz de unas velas. El teatro siempre estuvo lleno. El objetivo de Sontag era denunciar el silencio y la ceguera de las grandes potencias, quienes, como en muchas ocasiones, ejercieron, ante la devastación de Sarajevo y las muertes de inocentes, la política del avestruz a pesar de ser naciones cuyo poder tenía la capacidad de detener las matanzas. “Opté por representar una pieza teatral en lugar de escribir un ensayo o realizar una película porque el teatro me brindaba la oportunidad de hacer algo con la gente de aquí y para la gente de aquí”, escribió Susan.
Ni las grandes potencias (¿entre comillas “grandes”?) ni Godot llegaron. Comparto: “El sitio de Sarajevo fue el asedio más prolongado a una ciudad en la historia de la guerra moderna. Llevado a cabo por las fuerzas de la autoproclamada República Srpska y el Ejército Popular Yugoslavo, duró desde el 5 de abril de 1992 al 29 de febrero de 1996 […] Se estima que de las más de 12,000 personas que perecieron y las 50,000 que resultaron heridas durante el asedio, el 85 por ciento de las bajas estuvo compuesta por civiles”.
Beckett y Sontag deberían escribir sobre la epidemia actual. Muertos no pueden. Muertos sí pueden: Godot sigue sin acudir.
Febrero 22
¿Existían indicios sobre el inicio de la epidemia? Las opiniones se dividen, no en número, sino en la idea central: ¿era posible predecir la epidemia? Me decanto, a partir de epidemias y pandemias contemporáneas, hacia una certeza vieja y actual: desde hace décadas, la Tierra ha sido, in crescendo, maltratada. Los malos tratos afloran y rompen equilibrios. Si bien es imposible afirmar que el covid-19 proviene de ese maltrato crónico a la naturaleza y a sus habitantes (plantas, insectos, aguas, aire, animales humanos y animales no humanos), erróneo es menospreciar los costos que hemos pagado y pagaremos por las heridas causadas a nuestro medio ambiente. Los animales que empiezan a salir de sus hábitats naturales son un ejemplo de la relación entre nuestra especie y la Tierra. Aunque sea “un poco tarde”, es hora de cambiar nuestro modo de convivir con ella. La Tierra tiene dignidad: digámoslo, contagiémoslo. Modificar conductas y acciones es prudente. Las líneas previas son una excusa para citar a Søren Kierkegaard (1813-1855).
En O lo uno o lo otro (1843), Kierkegaard, filósofo danés, explora algunas etapas estéticas y éticas de la existencia. “Nuestra época recuerda la de la decadencia griega: todo subsiste, pero nadie cree ya en las viejas formas. Han desaparecido los vínculos espirituales que las legitimaban, y toda la época se nos aparece tragicómica: trágica porque sombría, cómica porque aún subsiste”.
“… aún subsiste”, escribió Kierkegaard en 1843. Entre 1843 y 2020 han transcurrido 177 años.
“… han desaparecido los vínculos espirituales”, escribió Søren. Y han sido sustituidos, aunque siempre han existido, por el poder omnipresente, arrogante, sordo.
“… sombría y cómica” nuestra especie. ¿Hoy más que en 1843? Seguramente sí.
La epidemia retrata nuestra decadencia.
1843-2020
¿Existían indicios sobre la epidemia? 1843-2020
Febrero 23
Las enfermedades y sus variantes, epidemias y pandemias, son maestras. Se habla, se escribe, se compone y se baila música, se filman películas al respecto. Poetas, pintores, cineastas y artistas de todos los campos explotan los infinitos vericuetos de las enfermedades. Hacerlo es lógico y necesario: los daños, los destrozos y las muertes derivadas de ellas son historias esenciales de la vida. En la epidemia actual, conforme pasan los días aumentan los muertos y el número de contagios. Los decesos incrementarán, no hay duda; las interrogantes se multiplicarán, no hay duda. La epidemia nos cuestionará, los fallecimientos nos dejarán una lección dolorosa.
La muerte, salvo cuando la persona sufre una enfermedad terminal, dolorosa y denigrante, conlleva preguntas, sobre todo cuando no hay factores previos para entenderla. El entorno social, económico, laboral y familiar coadyuva para comprender o no el suceso.
La vida no siempre tiene sentido. El sentido o el sinsentido de la existencia dependen de la salud personal, económica y social del individuo y de la comunidad. Para quienes padecen lo indecible y saben que el futuro será peor e “invivible”, resulta complicado cavilar sobre el significado de la vida. Suficiente reto es pervivir. Para incontables seres humanos, miles de millones, vivir implica más dolor que alegría.
Ante su majestad la muerte, sorda y ciega, ahora presente bajo la égida de la epidemia y sus reglas, sordas y ciegas, los derroteros de la vida deberían replantearse. No hay remedio: imposible evitar la realidad. Repensar los valores de la vida a partir de los muertos podría ser un legado de la viremia. Cruda y veraz la oración previa. Cuando se escurre la vida, como ahora sucede, ¿será posible modificar la idea de la existencia?
Escribí al inicio de esta pequeña reflexión que “las enfermedades y sus variantes, epidemias y pandemias, son maestras”. Ante las muertes a destiempo, como sucede y sucederá con el covid-19, quizás algunas sociedades o individuos podrán resignificar el mundo con otras herramientas.
Febrero 24
En octubre de 1939, meses después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, Abraham Flexner (1866-1959) publicó un artículo en Harper’s Magazine titulado “The Usefulness of Useless Knowledge” (“La utilidad de los conocimientos inútiles”). Flexner fue un pedagogo estadounidense muy respetado que se involucró en la educación médica, tanto en Estados Unidos como en Canadá. En 1910 publicó un informe sobre la enseñanza de la me- dicina en el siglo XX; algunas de sus reflexiones siguen vigentes. Comparto las primeras líneas del artículo. Supongo que Flexner lo mandó antes del principio de la conflagración. Supongo también que el párrafo inicial habría incluido otras observaciones tras el comienzo de la guerra:
¿No es curioso que en un mundo saturado de odios irracionales que amenazan a la civilización misma, algunos hombres y mujeres –viejos y jóvenes– se alejen por completo o parcialmente de la tormentosa co- rriente de la vida cotidiana para entregarse al cultivo de la belleza, a la extensión del conocimiento, a la cura de las enfermedades, al alivio de los que sufren, como si los fanáticos no se dedicaran al mismo tiempo a difundir dolor, fealdad y sufrimiento?
Las epidemias son una suerte de diván freudiano o lacaniano, lo mismo da. Son divanes mientras despliegan su poder mortífero y lo siguen siendo cuando finalizan. Durante y después del final de una epidemia, plantean problemas diferentes. Mientras continúa el embate viral –como ahora sucede–, las cuestiones se decantan en buscar responsables, señalar culpables, así como en los infinitos “y si hubiera”, y en los no menos infinitos “¿por qué(s)?”. Cuando finaliza la epidemia y la realidad desvela los sucesos, siempre crudos, corregir, modificar, exigir y replantear prioridades y responsabilidades son las grandes apuestas.
Las epidemias conllevan una serie de preguntas vinculadas con saberes y conocimiento. Saber y conocer supone cambiar. ¿Qué tanto modifica la humanidad su conducta tras tropiezos como el actual, como sucedió con el sida que nunca termina o con la enfermedad por el virus del Ébola? La del sida sirvió para que fanáticos religiosos, a los cuales se refiere Flexner, es- cupieran su ira contra la población homosexual y la del Ébola mostró cuán poco valen las vidas de la población negra.
Las ideas de Flexner perviven. Quisiera pensar que traspiés como el ac- tual suponen cambios. No ha sido así. La contumacia de nuestra especie es infinita. Rescatar ideas viejas, y no tan viejas, como las de Flexner, invita a reflexionar. En la presentación de la edición española de Ética e infinito, de Emmanuel Lévinas, Jesús María Ayuso Díez escribe: “La pregunta primera que el hombre ha de formularse no es la leibniziana que Heidegger gustaba recordar: ¿Por qué hay algo y no más bien nada?, sino estas otras: ¿Por qué existe el Mal? ¿Cómo hacer para que lo que es estalle en Bien?”.
Flexner, Lévinas, Ayuso Díez. Reorientar el conocimiento y sus aportaciones, y redirigirlo hacia el mundo de lo “urgente” es necesario. Las epidemias son una suerte de maestras: exponen, preguntan, enseñan. Flexner, Lévinas, Ayuso Díez.
Febrero 25
Rudolf Ludwig Karl Virchow (1821-1902) fue un médico patólogo, biólogo, antropólogo y político. Al igual que otros higienistas de su época, Virchow trabajaba con los pobres. Su experiencia como galeno y sus afanes políticos le permitieron concluir que las inadecuadas estructuras sociales y políticas eran el origen de los males de los pobres. Para Virchow, la medicina era una ciencia social y la política una suerte de instrumento médico. Muy adelantado a su tiempo, concluyó que la prevención de las enfermedades es, básicamente, un problema político: “La medicina es una ciencia social y la política no es más que medicina en una escala más amplia”. Bella mirada: la medicina sí es una ciencia social y los políticos deben atender –“medicar”– a los suyos. Lo sabía Hitler. Sus primeros discursos los dirigió a los médicos. La razón tenía fundamento: debido a que los galenos eran las personas más cercanas al pueblo, esta relación les confería la capacidad de convencerlos para adherirse al nacional socialismo.
Virchow fue, a partir de sus interpretaciones sobre la enfermedad, un gran lector de la sociedad. He citado en más de una ocasión otra idea suya, tan vieja como actual: “Si la enfermedad es una expresión de la vida del individuo bajo condiciones no favorables, las epidemias son indicadores de alteraciones en los grupos humanos y en la vida de las personas”. Enfermedad (individuo), condiciones no favorables (pobreza), epidemias (grupos humanos). Suma nociva, suma prevalente en países pobres. Sus advertencias son vigentes. Agregar a sus disquisiciones la palabra epidemia compli- ca aún más la situación.
Inmersos en la epidemia por covid-19, Virchow nos reta: los Estados no han cumplido. No protegen a la ciudadanía, no comprenden sus obligaciones con respecto a la salud, o desvían el dinero a otros sitios, o ambas. Me decanto por ambas. Muchas epidemias podrían ser menos nocivas y letales si a la medicina se le diese el significado social que merece. En México no ha sido así. Hace falta un Virchow azteca.
FOTO: Arnoldo Kraus: Bitácora de mi pandemia, Debate, México; 2020, 200 pp. / Especial
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