Arqueología de una disidencia

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Reflexiones a propósito de la muestra Arqueologías, de Eloy Tarcisio, que se presenta hasta este domingo 12 de noviembre en el Museo de la Ciudad de México

 

POR RAFAEL SEGOVIA
La Iglesia y convento de Santa Teresa la Antigua es el punto de convergencia de esta reflexión sobre un artista con alma de artista, Eloy Tarcisio. En efecto, cuando en 1993 me enteré de que ese lugar excepcional y a la vez arquitectónicamente incongruente, que invitaba a hacer locuras en él, había sido investido por la comunidad de las artes plásticas como un centro de arte contemporáneo de vanguardia, experimenté una gran satisfacción. Era un pequeño gran triunfo para las expresiones que hasta entonces habían sido más o menos marginales, en esa historia de la disidencia artística, que venía escribiéndose como la repetida ruptura de una ola con la anterior, sin que por ello la nueva ola dejara de alimentarse con la resaca de su predecesora. Así había sucedido en los años 50 y 60 con el grupo de pintores y escultores que fue posteriormente definido como La Ruptura, mientras en paralelo ya se formaba la cresta de una nueva ola representada por un arte más experimental y atrevido, en las figuras de los espíritus independientes de Arnaldo Coen, Felipe Ehrenberg, Myra Landau, Beatriz Zamora, Phil Bragar Pedro Friedeberg y varios más, que gravitaron en torno a La Ruptura pero proponían un arte más desbocado, en el que reclamaban ya su fuero el happening (que luego sería performance), el arte utilitario, el pop art, el arte conceptual en general, el arte efímero y muchas otras manifestaciones que no cabían en la corriente central, aún orientada por la estética, ya fuera abstracta, figurativa abstracta o simbólica, pero finalmente anclada y enmarcada en la forma.

 

Recapitulando, al nacionalismo figurativo de los muralistas había sucedido, desgarrando las convenciones del momento, La Ruptura, igual que el muralismo había representado un cambio respecto al simbolismo y al movimiento romántico previos a la Revolución; pero ahora, tal vez debido a la fuerza de la ola de La Ruptura, las nuevas propuestas del arte no ocupaban el carril central de la cultura plástica y permanecían en los márgenes. A decir verdad, esto fue en realidad afortunado, puesto que si de disidencia se trataba, el hecho de ocupar espacios consagrados, institucionales, sancionados por la crítica, hubiera desarticulado su discurso, disuelto su virulencia, neutralizado su denuncia.

 

Así habían surgido ya nuevas generaciones, que, surfeando las olas de disidencia anteriores, no encontraron ya ni siquiera una relación de “movimientos afines” con las corrientes centrales. Y así, crearon sus propias islas ideales, núcleos de producción y experimentación: tal fue la “Generación de los Grupos” SUMA, La Quiñonera, Tepito Arte Acá, No-Grupo, etc., espacios visitados sólo por un público reducido, y difundido por algunas gaviotas de alto vuelo, como fueron, entre otros, Olivier Debroise, María Guerra, Maris Bustamante, Guillermo Santamarina, Felipe Ehrenberg y otros críticos también disidentes que podían volar sobre las aguas lejanas de las vanguardias más exóticas y extremas.

 

Así pues, la creación del Centro de arte actual X-Teresa tenía un sentido particularmente significativo en este contexto. Era al fin la posibilidad de que los artistas del margen, de la experimentación y del anticonvencionalismo tuvieran un lugar en la vida cultural pública. Se abría ahí una aventura de encuentro tanto para los públicos como para los artistas. Para mí, además, tenía un significado particular, ya que años antes había descubierto la iglesia de la calle Licenciado Verdad y, fascinado por su peculiaridad, había intentado conseguir el espacio para una obra de teatro, sin éxito.

 

Por ello, recuerdo haber pensado entonces que aquello tenía que ser una conquista lograda por los propios artistas, quienes ya tenían la experiencia y los conocimientos, adquiridos en sus islas ideales, como para llevar a cabo una iniciativa de autogestión. Y en efecto, por un lado la creación (o rescate) de ese espacio semiabandonado fue iniciativa de Eloy Tarcisio y unos pocos seguidores, y por otro lado hubo en ese proyecto, a pesar de haber sido cobijado por el INBA, una decidida incidencia y participación directa de los colectivos artísticos, al menos durante los primeros años.

 

Tarcisio, de quien yo había oído hablar muy elogiosamente un año atrás, cuando organizó el Primer Festival del Performance, tras haber sido el instigador fue el primer director del centro, además de uno de sus más activos participantes.

 

Así las cosas, mientras yo estaba aún digiriendo el éxito de esta iniciativa, desde mi puesto en la agregaduría cultural de México en Montréal, pensando en poder ir pronto a México a conocerla directamente, recibí una convocatoria para presentarme oficialmente en el Festival de Performance del centro Inter Le Lieu, uno de los centros de arte actual más activos en Quebec. Varios artistas mexicanos habían sido invitados como parte de un proyecto de cooperación binacional. Y el más destacado era Eloy Tarcisio, precisamente. Su instalación me dejó perplejo y entusiasmado.

 

Se trataba de una serie de corazones expuestos en soportes diseñados especialmente; frente a cada uno de ellos había un soplete, escupiendo sobre el corazón una llama intensa que chamuscaba lentamente la pieza. El significado simbólico de esa imagen me atrapó. Allí se decía toda la historia de la opresión colonial y también la del momento histórico actual, tan corrupto y represivo, con la fuerza de los rituales de los antiguos mexicanos, con recursos tecnológicos que no dejaban de ser elocuentes, y con una contundencia (movida por el horror, el asco, la sorpresa) que insertaba la imagen en el espectador como una flecha.

 

De ese encuentro tan esclarecedor con el arte de Eloy Tarcisio saqué una conclusión importante: que el arte contemporáneo, al que se critica tanto por buscar exclusivamente ser “original”, “inédito”, “escandalosamente hermético”, y en última instancia muchas veces vacío desde el punto de vista estético tanto como desde el conceptual, en realidad sí tenía algo que decir, sí tenía la fuerza expresiva que podía esperarse de la mentalidad desengañada, rebelde, pujante, de las generaciones ya no tan jóvenes y actuales, nacidas en revoluciones ideológicas como el 68, las nuevas luchas de clase, la liberación sexual, el cuestionamiento místico – y ya no social – de las religiones, etc.

 

Eloy Tarcisio me produjo esa revelación, y ha seguido convenciendo y revelando a quienes conocen su obra, con el arrojo de sus propuestas, con la perspicacia de su visión de la contemporaneidad, con su precisión expresiva multifacética, que es capaz de inventar un nuevo lenguaje para cada nueva idea.

 

Como muestra de esas facultades, la exposición Arqueologías ha sido una confirmación de su postura de artista: ahí resurgieron a la luz los esqueletos, los fragmentos de edificaciones, de artefactos y de templos y frescos que marcaron su carrera a lo largo de 50 años. Ahí se manifiesta a través de la lectura arqueológica la historia y la prehistoria de un artista incansable constructor/destructor, saboteador de costumbres, fiel a su independencia, en pocas palabras: irreverente.

 

El análisis crítico de la obra de Tarcisio es una labor (pendiente) que tiene vastos territorios por descubrir. Pero baste aquí decir que tal vez uno de sus rasgos más notorios es la paradoja. Tarcisio la emplea como un reto juguetón, como la sonrisa ante la sorpresa, como el motivo para no estacionarse. Su propuesta es la de un arte sin concesiones, que tiene algo que decir y lo dice de la manera más descarnada; que sabe enfrentar todos los retos expresivos y solucionarlos con elegancia; que es capaz de sortear todas las oposiciones, malinterpretaciones, críticas sin sustancia, gracias a su contundencia, a su sinceridad y su autenticidad.

 

Eloy cuenta que, cuando decidió que sería artista, su primer mentor, que veía la escasez de recursos del joven aspirante, le recomendó: “ponte un saco, buenos zapatos, que la gente te vea bien vestido, bien peinado. Con eso irás a todas partes.” Se trataba, más que de la apariencia en sí, de la importancia de inspirar confianza, demostrar seriedad. Y no debemos olvidar ese aspecto de la personalidad del artista. Inspira seriedad porque lo que tiene por decir es algo serio, es la profundidad de la existencia; y porque su objetivo en el arte está trazado con la claridad nacida de la convicción.

 

  1. La historia sucedió así: En 1988 me encontraba en una búsqueda febril para encontrar un espacio de presentación para una obra de Strindberg llamada Pascua, que había traducido con un amigo sueco, el psicoanalista y profesor Yani William, y que estaba montando junto con un grupo de maravillosos actrices y actores. Las premisas de mi búsqueda eran que no quería que la obra se presentase en un lugar convencional, que por su contenido espiritual cristiano debía ser un lugar antiguo o significativo, y que debido al diseño escenográfico que ideamos Arturo Nava y yo, sería interesante que hubiera una perspectiva no convencional en la arquitectura del edificio  en cuestión. Tras descubrir la iglesia, y pensar que era el lugar ideal para ese montaje, solicité el uso del espacio a diferentes autoridades del entonces DDF, pero no logré mi objetivo.

 

 

FOTO: Tomada de la galería digital de Arqueologías, de Eloy Tarcisio. Crédito: https://eloytarcisio.com/arqueolog%C3%ADas

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