Arreola, el hijo de Zapotlán

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Durante su juventud en Zapotlán el Grande, Jalisco, Arreola tuvo la fortuna de tener como mentor al escritor y diplomático Guillermo Jiménez —autor de Zapotlán (1940), libro hermano de La feria (1963)—, figura determinante para que Arreola se hiciera escritor, como nos cuenta esta crónica a propósito del centenario de Arreola

 

POR ALBERTO SPILLER

 

Desde la terraza del restaurante Los balcones, la plaza de Zapotlán el Grande, Jalisco, se ve como en feria. Es una noche de sábado y la gente camina entre puestos de comida, se apiña alrededor de los juegos mecánicos, disfruta del frescor sentada en las bancas. Al fondo, iluminada, se alza la catedral, a la que los sismos de 1973 y 1985 dejaron sin torres. Ausencias que llaman a la memoria la de los dos colosos que dominan al pueblo —hoy Ciudad Guzmán—, ocultos en la negrura de la noche, pero inmortalizados por artistas y escritores, como Dr. Atl y Juan José Arreola, quien, en Memoria y olvido escribe, hablando de su coterráneo José Clemente Orozco: “A propósito de volcanes, la orografía de mi pueblo incluye otras dos cumbres, además del pintor: el Nevado que se llama de Colima aunque todo él está en Jalisco. Apagado, la nieve en el invierno lo decora. Pero el otro está vivo”.

 

Sentados en equipales hablando de Arreola, unos escritores zapotlenses narran una anécdota sucedida en esta plaza hace más de un siglo, la cual no sólo influyó en el desarrollo futuro de este pueblo del Sur de Jalisco, sino de las letras nacionales, y en particular de uno de sus principales representantes: el propio autor de Confabulario y de La feria.

 

Era un día de febrero de 1916, y un estudioso zapotlense, encaramado en un árbol, dio la bienvenida al presidente Venustiano Carranza, llamándolo “Caballero azul de la esperanza”, explayándose en expresiones de regocijo y alegría por tener tan ilustre visita en el pueblo. Ese joven se llamaba Guillermo Jiménez (1891-1967), y sus palabras impresionaron de tal manera al “Caudillo de las Cuatro Ciénegas”, que este suceso le dio la posibilidad de relacionarse con el mundo político e intelectual del país.

 

Allí empezó para Jiménez un periplo que lo llevó antes a Guadalajara, luego a la Ciudad de México, y finalmente a viajar y tener varios puestos diplomáticos en Europa, entre ellos como canciller en Madrid, cuando era embajador Alfonso Reyes, y cónsul en Viena, Austria, en 1953. A la par, en 1916 empieza su carrera literaria y periodística, a lo largo de la cual publicó libros como Constanza y Zapotlán, y colaboró con medios nacionales e internacionales, entre ellos EL UNIVERSAL.

 

Pero también fue un gran impulsor de la cultura en el país y su pueblo natal, y mentor de jóvenes escritores, entre ellos Juan José Arreola, con el que tuvo una relación casi paternal, sobre todo cuando en la capital éste estudiaba teatro y Jiménez era director general de información de la nación.

 

“Juan José iba por lo menos una vez a la semana a cenar a mi casa en la Ciudad de México, quería mucho a mi mamá. Cuando iba, a veces también con Juan Rulfo, mi papá les prestaba libros”, cuenta Margarita Constanza Jiménez, hija del escritor y diplomático.

 

Estatua en homenaje a Guillermo Jiménez en Ciudad Guzmán, cabecera de Zapotlán el Grande, Jalisco. / Foto: Carlos Zepeda / EL UNIVERSAL

 

“El día en que se hizo el homenaje del centenario de mi papá, Juan José fue el que habló, y fue un discurso que yo siempre le estaré agradecida, maravilloso. Ya él era un personaje importante y reconocido, y tuvo la humildad de decir que mi papá lo guió y lo ayudó para llegar a ser lo que era”.

 

Arreola pudo conocer a autores europeos y norteamericanos gracias a Jiménez, que durante sus estancias en Europa estuvo enviando constantemente libros a su amigo Alfredo Velasco Cisneros en Ciudad Guzmán, quien se encargaba de entregarlos a la biblioteca local.

 

“Velasco llegó a ser un hombre muy importante de la vida de Ciudad Guzmán porque también era escritor y un promotor de la cultura local”, explica Orso Arreola —hijo del escritor—. “ Y fue el primer guía espiritual de mi padre, junto a Jiménez. Los dos tuvieron un trato en momentos de la vida de Arreola que fueron definitivos, en particular en su juventud”.

 

Cuando Guillermo Jiménez estaba en Europa —continúa Orso—, le enviaba cartas y noticias a Velasco Cisneros, “que eran casi como hermanos —hablando espiritualmente—, entonces le llegaban obras literarias de Francia y de España para su biblioteca, que era la más importante del Sur de Jalisco”.

 

Vicente Preciado Zacarías, discípulo de Arreola en Zapotlán, en este sentido dice que “fue en la biblioteca de don Alfredo donde Juan José, como lo declaró en su vida, empieza a leer por primera vez a los autores que serían la base de su vida literaria. Comienza a leer a Papini, que Jiménez visitó en su casa de Florencia, a Marcel Schwob y a Baudelaire en francés; a Giacomo Leopardi, y es allí el inicio realmente formativo para él”.

 

Por ello, dice Orso, “son los dos maestros, junto con Arturo Rivas Sáinz, que tuvo Arreola en Jalisco y que tuvieron que ver con su obra, con su gestación literaria y su proceso de desarrollo como escritor”.

 

El alma de Zapotlán

“Cuántas veces, montado en la barda de un potrero, a la orilla de la laguna, encaramado en un guayabo, vi esfumarse el crepúsculo: veía muy bien desde la barda de mi potrero la estación del ferrocarril, y escuchaba los silbidos melancólicos de la locomotora. ¡Qué ganas me daban entonces de subirme a una máquina y llegar a un lugar desconocido!”

 

Zapotlán está asentada en un valle rodeado de montañas: los dos volcanes, la Sierra del Tigre y la Sierra Madre Occidental. Situación que, según Vicente Preciado Zacarías, caracterizaría el ánima rérum —del latín, “el alma de las cosas”— de pueblos con esta misma orografía. Y la anterior cita del libro Zapotlán (1940), es una muestra de ello.

 

“El libro de Jiménez descubre un ánima rérum muy especial de Zapotlán, que como todos los pueblos encerrados por montañas, se comportan en su actitud psíquico-social como ciudades medievales amuralladas, y es por eso que dan tantos escritores, pintores y músicos, porque el ánima de estos habitantes salta, quiere huir, entonces se van a otras partes y regresan aquí con el recuerdo a través de sus obras”, explica Preciado Zacarías.

 

En el citado homenaje para el centenario de Jiménez, que tuvo lugar el 9 de marzo de 1991 en la Plazuela de Ameca, lugar de Ciudad Guzmán donde el escritor solía ir a pasear en compañía de Alfredo Velasco —como describe Héctor Alfonso Rodríguez Aguilar en su libro Guillermo Jiménez— Arreola dijo estas palabras:

 

“Me gusta imaginarlo en las alturas de la Cruz Blanca, viendo, con la misma mirada del misionero español, el valle azul de nuestro pueblo. En una de esas tardes largas y amarillas, cuando el viento empuja suavemente la delgada y blanca nube de la pastora sobre la falda del Nevado, cuando el sol se pone sobre un paisaje de paz, y dora por última vez las piedras oscuras de la parroquia y las blancas aguas de la laguna”.

 

Zapotlán y su feria ocupan un espacio importante en la vida y obra tanto de Jiménez como de Arreola. Lugares que ligaron a los dos autores no sólo sentimental y personalmente, sino también en su producción literaria.

 

“Juan José me llegó a decir, en alguna ocasión a propósito del libro Zapotlán: está lleno de lirismo, un lirismo auténtico, es una declaración de amor a Zapotlán por parte de Guillermo Jiménez. Entonces bástenos esta opinión para entender que lo estimaba como amigo y como escritor”, explica Vicente Preciado, autor de Apuntes de Arreola en Zapotlán (2004).

 

Pues de alguna forma, Zapotlán y La feria (1963) son dos novelas hermanas, cuenta en la terraza de Los balcones el escritor y alumno de Arreola Víctor Manuel Pazarín, también originario de Ciudad Guzmán. Aunque guardan unas debidas diferencias.

 

Zapotlán es una novela intimista, mientras que La feria es una especie de microhistoria, donde los protagonistas son los pobladores”, explica el autor de Arreola, un taller continuo (1995). “La obra de Jiménez son proyecciones que se vuelven recuerdos, ‘una nostalgia por’, mientras que la de Arreola es una novela viva”.

 

Sin embargo, ambas retratan la idiosincrasia de Zapotlán, con personajes reales, “y la cosa que las hermana grandemente es que narran la historia de la locura de ciertos pobladores”.

 

En suma, el ánima rérum del que hablaba Preciado Zacarías. Aspecto éste que en su momento les acarreó a ambas novelas el descrédito en su terruño.

 

“Juan José dijo que se inspiró para La feria en Zapotlán”, recuerda Margarita Jiménez quien actualmente tiene más de ochenta años, “novela que estuvo prohibida por un pasaje de un sacerdote que se enamora de una chica. El que estaba como obispo prohibió el libro y dijo que quien lo tuviera lo quemara. Y se quemaron muchos”.

 

“Jiménez escribió Zapotlán, que es un antecedente de La feria —explica Orso Arreola—, entonces hacía como estampas. Estaba mucho dentro del estilo estético de los escritores franceses de principio del novecientos que también para Arreola fueron muy importantes. Por ejemplo, pienso que Arreola tenía su primera referencia en Marcel Schwob, que tiene un libro que influyó mucho en mi papá, que es Vidas imaginarias”.

 

Arreola y Europa

Guillermo Jiménez, además de introducir a Arreola con la intelectualidad de la Ciudad de México, fue uno de los que lo empujaron a que viajara a Europa. “Mi papá siempre lo animó a que conociera Francia e Italia. Y siempre dijo que era un muchacho que verdaderamente iba a hacer algo grande, porque era muy buen escritor”, narra Margarita Constanza.

 

En París tuvo la oportunidad de estudiar con el director de teatro francés Louis Jouvet, quien fue uno de los autores que marcaron profundamente a Arreola, y con quien, explica Orso, “redondea” su formación de escritor.

 

Según Preciado Zacarías, tanto Jiménez como Arreola “poseían el don de la poliglotía, y aprendían el idioma de una manera por lo menos curiosa: en el caso de Arreola, aprendió francés yendo al Cine Rialto, aquí en Zapotlán; hundiéndose en la butaca tapaba con las rodillas los letreros en español y escuchaba el francés. Llegaban muchas películas de Francia en los años veintitantos, entrando a los treinta, y es cuando Arreola empieza a admirar al teatro y cinema francés, los actores franceses, y es allí donde conoce a Jouvet”.

 

Jiménez llevó a Zapotlán a Pablo Neruda y a Ramón del Valle Inclán, recuerda Margarita; entabló relaciones con Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Alejo Carpentier, y en México fue amigo de Diego Rivera, José Clemente Orozco, de Alfonso Reyes, y Javier Villaurrutia y Carlos Pellicer, que fueron, dice Orso, los Contemporáneos con quienes se relacionó Arreola.

 

A Villaurrutia, Arreola mandaba sus primeros textos, aunque en alguna ocasión le mostró uno de éstos a Jiménez, como recuerda Preciado Zacarías: “Juan José me decía que el día en que hizo uno de sus primeros escritos se lo llevó a Jiménez, y éste tuvo la atingencia y la visión de decir: Juan, tu escrito es muy bueno, tú ya eres un escritor. Y Juan José cuenta que esas palabras fueron un impulso vital para su vocación de escritor, porque le ayudaron como una expresión espontánea y sincera”.

 

La Zapotlán que ya no existe

Hay otra anécdota sobre Arreola y Jiménez que cuentan en Zapotlán, y que también está consignada en el ensayo biográfico de Héctor Alfonso Rodríguez Aguilar. En los años 1960 y 1961 Guillermo Jiménez, por invitación de algunas personas del pueblo, se postuló a candidato local. Su suplente, era Juan José Arreola.

 

Aunque en el libro el autor dice que no se sabe por qué no ganó, aquí en la terraza de Los balcones dicen que la candidatura fue más bien una provocación de los dos autores, cuyo objetivo final era hacer presión para que el gobierno terminara la construcción de la carretera que conecta a Ciudad Guzmán con Guadalajara, y que ya había sido inaugurada por el anterior gobernador, Agustín Yáñez (otro escritor y político amigo personal de Jiménez).

 

Ahora este camino es transitado casi enteramente por los habitantes de las localidades que cruza, pues hace tiempo que existe una moderna autopista. Tampoco la plaza de Zapotlán es la misma que conocieron y describieron en sus obras Jiménez y Arreola.

 

Ya no existen los jardines donde el pueblo recibió a Carranza aquel día de febrero de 1916, ni el cedro en que se encaramó un joven Guillermo para lanzarle sus alabanzas. Unos cuantos libros de los atores que leyó el joven Arreola y que enviaba al pueblo Jiménez, descansan en la biblioteca de Vicente Preciado Zacarías, legado de Alfredo Velasco Cisneros; los de la biblioteca, misteriosamente, ya desaparecieron todos.

 

Quedan la suntuosa mansión de Velasco Cisneros, en la calle Colón, y a dos cuadras, por la de Federico del Toro, la de Guillermo Jiménez; y queda la casa donde nació Arreola, en la calle Lázaro Cárdenas —entonces Antigua calle de la montaña—, y en la que vivió, en la calle Pedro Moreno. Sus bustos se erigen en la plaza (el de Arreola), y en la Plazuela Ameca (el de Jiménez).

 

Pero sobre todo quedan las obras y las palabras con las que los dos autores siguieron volviendo con la memoria a su pueblo natal, dejando estampas de sus lugares, su historia y su gente, de su habla y tradiciones, desde que lo fundó el Fray Juan de Padilla y “vino a enseñarnos el catecismo” —como se narra al inicio de La feria—, hasta mediados del siglo pasado en que se publicaron sus obras.

 

Allí, Zapotlán el Grande seguirá viviendo, aunque ya no existe ni en nombre; desde que, como escribió Arreola, de pueblo tan grande “nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años, pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán”.

 

 

FOTO: Escritorio que perteneció a Arreola y otros objetos personales exhibidos en la Casa Taller Literario Juan José Arreola, en Ciudad Guzmán, Jalisco. / Carlos Zepeda, EL UNIVERSAL

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