Arreola verbal
Con una obra literaria consolidada y reconocida, Arreola fue un escritor atípico, como lo fue Juan Rulfo también, que dejó de escribir muy pronto en su vida. Sin embargo, a diferencia de Rulfo, que guardó silencio, Arreola habló magistralmente hasta sus últimos días, de lo cual fue testigo el periodista Juan José Doñán, quien, con motivo del centenario del autor de La feria, hace un recuento
POR JUAN JOSÉ DOÑÁN
De Juan José Arreola y también de Juan Rulfo se podría decir lo mismo que dijera de sí mismo un compañero de generación de ambos, el filólogo Antonio Alatorre, cuando respondió a quien le preguntaba extrañado por los pocos libros que había publicado: “Es que no quiero aumentar el cerro de lo prescindible”. Eso hicieron también a su manera Arreola y Rulfo. Aun cuando haya terminado siendo mucho más radical el caso de este último, quien después de la aparición de Pedro Páramo, en 1955, guardó un categórico silencio literario durante el resto de su vida —ni siquiera se puede decir que ese silencio haya sido interrumpido por la publicación en 1980 de tres “textos para cine”, dos de los cuales son tan escuetos que juntos no alcanzan la decena de cuartillas—, Arreola también optó por retirarse de la ficción y aun de la escritura en general hacia finales de los años sesenta, época de la que datan los textos misceláneos que recogió en Palindroma, libro publicado en 1971 y que muy poco vino a sumarle a su ya para entonces bien consolidada grandeza literaria.
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Si bien es verdad que desde el año de la publicación de Palindroma —exactamente tres decenios antes de la muerte de su autor— la bibliografía personal del gran escritor jalisciense siguió creciendo, lo hizo con libros que ni eran de ficción y en la mayoría de los casos fueron compuestos con sus palabras dichas, pero no escritas, pues su materia prima terminó siendo eso que un estrecho colaborador suyo (Jorge Arturo Ojeda) llamó “prosa oral”. Con ella fueron apareciendo, luego de la debida transcripción y el trabajo de limpieza y ordenamiento editoriales realizados por terceras personas (el mencionado Jorge Arturo Ojeda, Hilda Morán del Castillo, Fernando del Paso, Claudia Gómez Haro, Vicente Preciado Zacarías y, entre otros, el hijo del autor, Orso Arreola), títulos como La palabra educación (1973), Y ahora la mujer (1975), Inventario (1976), Ramón López Velarde: una lectura parcial (1988), Memoria y olvido: vida de Juan José Arreola (1920-1947) contada a Fernando del Paso (1994), El último juglar: memorias de Juan José Arreola (1998), Arreola y su mundo (2002) y Apuntes de Arreola en Zapotlán (2004). Aun cuando en estas apreciables obras “arreoleanas” o “arreolescas” puede reconocerse el talento verbal del autor de Confabulario, se trata sin embargo no sólo de libros elaborados por otras personas, sino esencialmente distintos de aquellos que Arreola escribió de su puño y letra. El mismo Arreola lo confesó en una suerte de nota justificativa que aparece al final de “su” libro sobre López Velarde: “Ya no me queda sino deplorar, como siempre, que este libro no pueda ser el que quise. Su prosa oral y frecuentemente descuidada, acusa una renuncia formal a mis hábitos sintácticos”.
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Dicho de otro modo, todos esos libros postreros contienen al Arreola que hablaba pero no al que escribía —o, para ser más precisos, al que había dejado de escribir— aun cuando el autor coloquial solía ser asistido por un excepcional talento verbal. Aparte de ello y a diferencia del personaje de El malogrado de Thomas Bernard (el narrador de esta novela dice del referido personaje que “hablaba hasta cuando no tenía nada que decir”), Arreola, por el contrario, siempre tenía algo que decir y habitualmente algo sensato, chispeante, original, ameno, atractivo… Aun en los casos en que el asunto tratado fuera o pareciera baladí (por ejemplo, equis partido de futbol, algo que nunca formó parte de los intereses del autor de Varia invención) solía estar tan bien trovado que cobraba una relevancia inesperada.
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No obstante lo anterior, este otro Arreola ya no era el maestro solista que había escrito varios libros canónicos de la narrativa en lengua castellana, libros compuestos con una gran inventiva y una prosa castigada e impecable, la cual no sólo raya en la perfección formal, sino que encarna de manera espléndida con la historia o el asunto que aborda, alcanzando no pocas veces la precisión poética; de ahí que no haya sido casual que, hacia mediados de los sesenta, los autores de la famosa antología Poesía en movimiento (Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis) hubieran decidido incluir a Arreola, al lado de Julio Torri, como uno de esos contadísimos escritores mexicanos que han conseguido llegar a la poesía desde la prosa.
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Por un misterio tal vez no muy alejado del no menos recóndito “silencio rulfiano” (¿agotamiento del pozo literario?, ¿una autocrítica tan severa que acaba conduciendo a la esterilidad?, ¿la convicción de haber escrito ya lo que quería decirse, asociada con el escrúpulo de no querer aumentar el creciente “cerro de lo prescindible”?), el Arreola primigenio se fue apagando poco a poco en la década de los sesenta, cuando luego de la publicación de La feria (1963), su única novela (otra semejanza con Rulfo), demoró ocho años para volver a dar a la prensa el que sería el libro postrero de su entera autoría: Palindroma, un libro que, no obstante sus méritos y su buena factura formal (la marca de la casa), nunca ha figurado entre los picos de la ficción arreoleana, pues desde el momento de su aparición ha estado ubicado en los valles de la misma, aun cuando en su caso esos valles sean verdaderos altiplanos o, como dijera uno de sus maestros (Alfonso Reyes), altos valles metafísicos.
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El otro Arreola
Pero a la par de la retirada del Arreola escritor, se fue agrandando el dotado y aun superdotado Arreola verbal, que de la escena teatral (oficio de juventud), la tertulia entre amigos, el salón de clases y la sala de conferencias, se expandió a los medios masivos de comunicación, donde se veló ante el gran público no sólo como un buen sujeto de entrevista, sino sobre todo como un personaje singularísimo de la televisión, donde logró imponerse por sus grandes dotes histriónicas, su desenvoltura ante las cámaras, su capacidad de improvisación y, desde luego, por su cultura y erudición, de las cuales nunca abusó ni tampoco utilizó en vano —y menos con pedantería— sino que recurrió a ellas con toda naturalidad, conectando hábilmente con propios y extraños, es decir, estableciendo una comunicación incluso con aquellos televidentes ajenos a las manifestaciones artísticas e intelectuales.
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De lo anterior no se sigue, sin embargo, que Arreola hubiese renunciado en algún momento a la literatura, aun cuando en ese mismo año de 1971, en la edición definitiva de Confabulario (la de Joaquín Mortiz) haya incurrido en una mentira piadosa a propósito de su propia obra, confesando modesta y retóricamente “[no haber] tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías hasta Franz Kafka”. No, el otro Arreola significaba sólo algo distinto: que para esas alturas de su vida, rebasados los 50 años de edad, creía haber terminado su obra escritural (Rulfo había concluido inopinadamente la suya antes de cumplir los 38), confiándoles esa misión a las nuevas generaciones, a “los jóvenes que harán la nueva literatura mexicana: en ellos delego la tarea que no he podido realizar”.
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Una vez concluida su faceta literaria como fabulador y confabulador de altos vuelos, misión y vocación que, por lo demás, cumplió sobrada y honestamente, Arreola tuvo que reinventarse no sólo como integrante de la república de las letras, sino también como cualquier hijo de vecino que se debe ganar la vida, así como el sustento de su familia. Es entonces cuando a su tarea de admirado docente —que mantuvo hasta la última etapa de su vida en la Guadalajara de los noventa—, a la de solicitado conferenciante y aun de freelance vip, se vinieron a sumar sus colaboraciones para la televisión, las cuales lo dieron a conocer entre un público masivo, tanto el de la televisión del Estado (de orientación predominantemente educativa y cultural) como entre las audiencias más amplias de la televisión comercial.
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Para bien y para mal, la popularidad del Arreola televisivo llegó hasta extremos que ningún otro intelectual mexicano pudo conseguir ni antes ni después (ni Salvador Novo ni Octavio Paz ni Carlos Monsiváis fueron seguidos por tamaña legión de televidentes), permitiéndose hablar prácticamente de todo y con interlocutores de lo más diverso, aunque por lo común con gente de la propia televisión como Jorge Saldaña (en el Canal 13, muchos años antes de la privatización de este medio), Miguel Sabido, Rocío Villagarcía, Laura Zapata, Verónica Castro, Jorge Berry y otras personas relacionadas con el consorcio Televisa, varios de los cuales solían tener problemas para alternar con quien hablaba de cosas que ellos ignoraban.
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En la historia de la televisión mexicana ningún otro hombre o mujer de letras, artes o ideas ha sido programado en el “horario estelar” del mismísimo “Canal de las Estrellas”, hablando de forma amena y emotiva lo mismo del poeta español Miguel Hernández, declamando de memoria algunos de sus versos, que del malogrado tenista mexicano Rafael el Pelón Osuna, pasando por la moda femenina, el origen de determinada palabra, el Tour de France o la vida en los pueblos de México. Y es de creerse que esos programas tenían una alta teleaudiencia hasta el punto de que el Arreola televisivo hizo que una famosa dupla de cómicos (Los Polivoces) creara un personaje que lo parodiaba: el Maestro Juan José Carriola, a quien luego de serle presentado, también de forma paródica, equis figura del deporte o la farándula, respondía siempre sorprendido: “¡No lo conocííía!”, para terminar asociándolo humorísticamente con algún personaje de la alta cultura universal.
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Al lado de las manifestaciones de aprobación y simpatía de escritores como Octavio Paz, Álvaro Mutis y Alejandro Aura, no escasearon tampoco las burlas y las recriminaciones entre otra parte de la intelectualidad mexicana, donde no faltó quien dijera lamentar que Arreola hubiese cambiado la pluma por las cámaras y el micrófono de “la caja idiota”, o el poeta “comprensivo” y aun cómplice, como Efraín Huerta, quien en uno de sus famosos poemínimos (“Canción”) declaraba, parafraseando un conocido refrán mexicano, que en mayor o menor medida todo mundo es un payaso: “Arreolas/ Somos/ Y/ En/ El/ Camino/ Andamos”.
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Pero con todos sus posibles excesos, “el último juglar” (Orso Arreola dixit) se pudo dirigir persuasivamente a una impensada multitud para hablarle de Antonio Machado o presentarle una manera distinta e inesperada de ver el futbol, atendiendo, por ejemplo, a los nombres y a la idiosincrasia de sus practicantes. Gracias a Arreola la televisión mexicana fue mejor o, en un plan muy exigente, menos mala.
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Venturosamente el Arreola verbal e histriónico no se agotó en la televisión y pudo sobrevivir fácilmente a ella, desempeñando, como ya lo había hecho en sus mocedades, otros oficios menos el de escribir, del cual tácitamente se había jubilado, aun cuando siguiera siendo devoto de los autores que lo habían nutrido desde su infancia de niño lector y declamador en Zapotlán el Grande, pasando por su juventud repartida entre Guadalajara, la Ciudad de México, nuevamente Guadalajara, París y otra vez la capital de nuestro país. Esas devociones literarias incluían a Giovanni Papini, Michel de Montaigne, Fiodor Dostoievsky, Marcel Schwob, Georges Duhamel y Marcel Proust, así como un archipiélago de poetas de diversas lenguas, a varios de los cuales solía declamar a la menor provocación.
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El eterno retorno a Guadalajara
En 1991 Arreola se estableció en la capital de Jalisco, luego de aceptar la dirección de la Biblioteca Pública del Estado, de la que fue titular hasta sus últimos días. Además de sus constantes visitas a Guadalajara durante todo el tiempo que residió en otros lugares, ya desde sus años juveniles había pasado por dos etapas tapatías: la primera de ellas entre 1934 y 1935, cuando vivió en la casa de asistencia que sus tías paternas tenían en pleno centro de Guadalajara, época en la que leyó como poseído y frecuentó las salas de teatro y de cine, antes de mudarse por primera vez a la capital del país para estudiar teatro y ganarse la vida en diversos empleos. Su segunda temporada tapatía transcurrió en la casa de su hermana Elena, de fines de 1942 a 1945, una muy provechosa época en la que se dio a conocer como un original cuentista; consiguió un empleo formal (director de circulación del diario El Occidental); conoció e hizo amistad con Antonio Alatorre y Juan Rulfo (dicho trato rindió frutos literarios memorables como la edición de la revista Pan); contrajo matrimonio con Sara Sánchez, una joven de Tamazula, Jalisco, y conoció al gran actor y director teatral Louis Jouvet, quien lo invitó para que se fuera a estudiar a la Comédie Française, lo que hizo a finales de 1945.
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Su tercera temporada en Guadalajara, que también sería la última etapa de su vida, fue una época particularmente ventajosa para la vida cultural de la ciudad, en buena medida gracias a la presencia de Arreola, quien a sus setenta y tantos años de edad seguía teniendo una actividad casi febril, pues no sólo estaba a cargo la principal biblioteca de Jalisco, sino que también acudía a impartir clases a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Guadalajara; participaba en conferencias y mesas redondas sobre alguno de sus mil y un saberes; visitaba con frecuencia la sucursal tapatía de La Europea, donde se abastecía para elaborar uno de sus combustibles favoritos (un clarete que él mismo preparaba mezclando el vino español Siglo con un blanco chileno) y donde en más de una ocasión improvisó una conferencia enológica, ponderando el abolengo y la calidad suprema de los vinos de La Rioja, ante los aplausos de los concurrentes a ese santuario de Baco.
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Pero el centro principal de sus actividades estaba en su domicilio, donde vivía con su esposa Sara Sánchez y con Claudia, la hija mayor de ambos, y donde por las tardes jugaba ajedrez (una de sus pasiones permanentes), daba entrevistas (algunas de ellas para programas de televisión) y, entre otras cosas, atendía a quienes, como Fernando del Paso y Orso Arreola, acabaron siendo colaboradores suyos en algunos de sus últimos libros en “prosa oral”.
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Todo ello fue posible gracias al otro Arreola, quien hacia finales de 1998 enfermó de hidrocefalia, una mal que secó de súbito su torrente verbal y lo privó de la vida una madrugada de otoño (3 de diciembre de 2001) como la que había vaticinado para sí mismo su siempre admirado “compañero Vallejo”, uno de esos contados “poetas imposibles” (Arreola dixit) que en el mundo han sido.
Foto: Jorge Luis Borges, Salvador Elizondo y Juan José Arreola en la Ciudad de México en 1978 / ESPECIAL
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