Arreola y la mujer como deporte, idea y necesidad
Los cuentos de Juan José Arreola conforman un laberíntico castillo, del cual solemos visitar sólo unas cuantas salas, algo que quizá arroja una idea -inexacta, al menos- de la mujer, uno de los temas que más lo obsesionaron. ¿Era Arreola un escritor misógino?
POR JOSÉ HOMERO
Todo lo que he escrito –dijo Juan José Arreola– es el terror de saberme responsable y solo. Mi aspiración ha sido perderme. Las mujeres han sido trampas temporales y accidentales. Y tengo la necesidad de ser devorado”.
La mujer, como epítome de la feminidad, constituye uno de los polos temáticos de la obra de Juan José Arreola al punto que si bien he elegido dicha confesión como íncipit de este ensayo bien hubiera podido brindar otra. Por ejemplo:
“Desde la infancia he sido un ser ávido que busca completarse en la mujer. […] No he sido un desdichado en lo que se refiere a la sucesión de los amores en mi vida, pero he sido, como todo idealista, el desdichado radical y fundamental”.
Y si fuera necesario argumentar, no con las declaraciones del autor explícito sino con las confesiones que arrancamos a los textos mediante la extracción, seguramente colectaríamos otro ramillete de citas que respalde la afirmación. De igual modo una somera inmersión en la bibliografía crítica nos corroboraría su carácter tópico.
¿Por qué visitarlo, si se trata de uno de los sitios favoritos de los guardianes del museo y los turistas? Justamente porque los vigías y los visitantes a menudo se extravían en el laberíntico castillo y sólo alcanzan a merodear en la sala donde se exponen a la mujer amaestrada y a las hembras oxidadas, anticuallas de mercachifle con que se embauca a incautos pero lujuriosos maridos; se ofrecen vistas de la perra lúbrica que se aparea con cualquier macho o de la cerda que no satisfecha con la piara se ofrenda al gato, al perro o al caballo. Limitado a esa experiencia y algo desconcertado, el forastero regresa convencido de que el escritor es un misógino quien zahiere a la figura femenina y la conceptualiza como ente degradado y desagradable, cuya principal propiedad es la sexualidad desaforada; una condición animal, por no espetar “bestial”. De ahí que en las analectas de viaje se registre lo que sus informantes juzgan innegable misoginia. Así encontramos desde estudios, como el de Do lores Koch (El micro-relato en México: Torri, Arreola, Monterroso), hasta revisiones ligeras, por no decir soeces, con el tema, cuya propuesta es encender la explosiva opinión pública antes que un escrutinio cabal.
No se trata de negar tales representaciones sino de comprender su circunstancia. Porque elegir una faceta de este poliedro, la connotación femenina como fuerza vital exuberante, uncida a la sexualidad en detrimento de las elaboraciones simbólicas y en oposición a la “cultura”, implica ignorar las otras fases. De ahí que si bien hay una copiosa cartografía de esta comarca temática, dichas cartas de navegación se antojan incompletas, por ende falaces y en consecuencia deficientes.
Para comprender a cabalidad este territorio es necesario mostrar las otras facetas incluyendo las masculinas, ya que, cabe reiterarlo, la visión de una es intrínseca a la percepción del otro. Más que relapsos maniqueos lo que encontramos son escenas de una relación cuya armonía parece imposible: la del hombre y la mujer. Como pocas, esta obra se ha ocupado de escrutar los arquetipos femeninos pero igualmente a la compleja danza que entablan dentro de esa construcción artificial que es la pareja; y su caso, el matrimonio.
Y aunque en principio haya relatos o escritos de aberrante naturaleza textual que caracterizan a la mujer como un fetiche masculino para descargo de su impetuosa lubricidad (“Parábola del trueque”, “Anuncio”, los cuales, conviene precisarlo, son simulacros: unas autómatas de latón recubiertas de un delgado baño de oro y muñecas sexuales que a pesar de sus atributos producto de una avanzada tecnología carecen de vitalidad); o la reducen a la bestialidad a causa de una sexualidad salvaje cuya peculiaridad es la inmolación del macho (“Homenaje a Otto Weininger”, “Insectiada”, “Balada”), lo cierto es que esos devenires como autómata, perra o hembra fatal no son los únicos. Sorprende que apenas si se repare en las encarnaciones opuestas: virgen, doncella, musa. Bastaría con mencionar estas presencias fantasmales –en tanto proyecciones incorpóreas, fruto del imaginario– para comprender que dentro del océano arreoliano la mujer se caracteriza por su cualidad ideal; es decir por configurarse desde el símbolo.
Del eterno femenino
Auténtica exploración del concepto de la feminidad, esta obra no se limita a las groseras estampas a que muchos insolentes han querido reducirla. Posee también iluminaciones procedentes tanto de los bestiarios como de los libros de horas, los cancioneros y los roman.
Por ello, si en varios de los textos más invocados para probar la pulsión misógina, el trasunto, el hipotexto que dirían los profesores, son tratados antropológicos (Otto Weininger y Johann Jakob Bachofen, pero también las lucubraciones metafísicas de Nietzsche y Arthur Schoppenahuer, que postulan una oposición maniquea que asociaría a la masculinidad con la razón y a la feminidad con el instinto), en otros, la ausencia, la reminiscencia hipertextual, es el corpus del amor cortés.
Es justamente este polo el que se soslaya en la evaluación de este universo: la cristalización erótica como pantalla contra la que se proyectan los anhelos viriles; culto mariano que apenas si vela la liturgia primordial de las venus telúricas y los aromas a pino y muérdago.
Para una comprensión cabal de la acepción femenina, sería necesario no excluir los otros tipos que se exponen en la vasta galería arreoliana: la madre primigenia y nutricia, la virgen, la doncella, la musa; manifestaciones veladas que sugieren una propiedad móvil, nostalgia de un origen matriarcal, avizoramiento de un futuro idéntico, en todo caso, elusión del presente. La masculinidad se revela entonces una construcción articulada con base en oposiciones, que no excluye sino teje la otredad.
Cabe reiterar el carácter simbólico. Sea que se atribuyan rasgos bestiales (la perra lúbrica de “Homenaje a Otto Weininger”, la hembra fatal que devora a los machos en el momento de la cópula en “Insectiada”) o se le cosifique (“Anuncio”, “Parábola del trueque”); sea que se invoque una remota edad más imaginaria que histórica (“Eva”) o adopte los arquetipos de la idealización (doncella, musa, virgen, como ocurre en varios de los textos incluidos dentro de Cantos del mal dolor, serie que expone su diálogo con la biblioteca cortesana), lo cierto es que esa feminidad, como la ya aludida virilidad que se instaura por ausencia, provienen de una concepción; huelga decirlo, de la lucubración. De ahí que la tipología sea también un catálogo de nociones en el curso de la historia… Una hermenéutica: compendio de lecturas.
Fiel a una estética del escolio, el diálogo y la derivación, Arreola examina las formas de ubicar y aprehender el eterno femenino. Es por ello que además de las tesis misóginas de Weininger y de los ecos de condena bíblica que emergen en el pensamiento de Schopenhahuer, quien concibe a la mujer como una fuerza sexual que desvía al hombre de su destino intelectual –similitud que podría encontrarse en la enseñanza del faiblaux de “Le lai d’ Aristote” de Henri d’ Andeli, aunque no en la reelaboración que Arreola efectúa del códice en “El lai de Aristóteles“, ya que aquí se considera como sublime a la armonía, que cabalga a la razón–, se aprecian en este discurso los remanentes del psicoanálisis freudiano –con el que discute de manera evidente–, de las disquisiciones imaginativas de J. J. Bachofen, quien en El matriarcado (1861) plantea unos orígenes civilizatorios femeninos, sin descuidar uno de los grandes influjos de la creación arreoliana: la tradición de la cortezia, con sus bestiarios, sus códigos, ministrales, romans y cancioneros.
En tanto las encarnaciones se vinculan con las imágenes de la mujer en el curso de la historia considero inoperante detenerse en una sola; tan inútil referirse a la cosificación o bestialidad, como destacar el sustrato gentil y las desdichas del amante que enaltece a la amada y la asimila con iconos arcaicos de divinidad. En la comedia humana de Arreola, signada por el erotismo, las relaciones componen un ciclo que atraviesa por la dicha y desemboca en el dolor. Sin embargo en ningún momento se determina que una instancia sea superior a otra ni privilegia perspectivas.
La caza de amor es de altanería
Reparar en el sustrato hipotextual de la cortezia permitirá cambiar nuestro enfoque.
Acuñado por Gaston Paris en un artículo sobre El caballero de la carreta de Chrétien de Troyes, el término “amor cortés” se refiere fundamentalmente al ámbito literario; poemas cuyo desarrollo gira en torno al amor y las dificultades que padecen los amantes para lograr su unión pero cuyos cauces difieren.
La trama por antonomasia refiere el amor que une a un trovador con su dama, por lo común inaccesible, sea por la diferencia de orígenes sociales, o bien porque está casada. Tales detalles indican que más que una concepción unitaria del fine amor (amor delicado), lo que compendiamos bajo ese rubro son una variedad de demostraciones. La popular vinculación de esta erótica con cultos marianos y telúricos sería contribución de Denis de Rougemont en su célebre Amor y Occidente.
Ha sido esta polémica tesis la que infatuó a gran parte de la literatura latinoamericana cuyas construcciones se desenvuelven en torno al ovillo del amor cortés –aunque convendría asentar que el historiador Georges Duby no descarta esa raigambre hermética ni la impronta del catarismo–. No extraña por ello que la otra zona femenina se encuentre regida por este núcleo simbólico.
En Cantos de mal dolor se aprecia fehacientemente este diálogo con la textualidad trovadoresca pero igualmente con sus raíces culturales. Pues a poco de reflexionar encontramos que más que una reelaboración del tópico nos enfrentamos a una compleja entreveración de unidades de la cultura medieval con nuestra época.
Del mismo modo que la misoginia no es la faceta predominante, considerar que en Arreola hay un dominio del amor cortés sería equívoco.
Lo que encontramos en textos tan disímiles como “Armisticio”, “El encuentro”, “Teoría de Dulcinea”, “Epitalamio”, “Gravitación”, “De cetrería”, “Dama de pensamientos”, “Luna de miel” y otros textos, es una compleja pero sutil crítica a la contemplación de la dama como hipóstasis divina. Impele gran parte de estos textos una mirada crítica, una conciencia irónica que descree tanto de la fidelidad femenina (“De cetrería”, “Balada”) y por ello de la monogamia, como de la instauración de un modelo de perfección, tal se observa en “Dama de pensamientos”, de los textos que mejor conjunta esos aspectos contradictorios que enaltecen y denigran a la mujer:
Toma una masa homogénea y deslumbrante, una mujer cualquiera (de preferencia que sea joven y bella), y alójala en tu cabeza. No la oigas hablar. En todo caso, traduce los rumores de su boca en un lenguaje cabalístico donde la sandez y el despropósito se ajusten a la melodía de las esferas.
Para Arreola las manifestaciones de la feminidad y en consecuencia los emblemas de unión son ficciones. Así como su Bestiario es antes que un álbum de zoología una muestra de la percepción del mundo animal a través de la cultura, del mismo modo el hipotexto cortesano es un recurso para expresar divergencia con respecto a la sublimación de la erótica medieval. Que no se trata de zaherir sino de asentar que estas proyecciones son derivas del hombre que se expone tanto en “Dama de pensamientos” como en “Teoría de Dulcinea”, acaso el mejor texto crítico para exponer ese motivo varias veces estudiado sobre la relación de El Quijote con el amor cortés.
Reflexionar sobre los rasgos corteses nos permite comprender que esa representación es en realidad una emanación ideológica, metafísica, de la psique masculina. Tal perspectiva otorga a la obra de Arreola una dimensión que trasciende a su época, ya que del mismo modo que irónicamente el devoto servidor del culto sublime que entrevemos en “Dama de pensamientos” o el tenaz caballero andante que soslaya a la enamorada real por una quimera en “Teoría de Dulcinea”, las perspectivas más actuales de los historiadores proponen dicha sublimación como mecanismo ante una imposibilidad: en tanto la nobleza pobre a menudo carecía de pareja, convirtió a las damas inaccesibles en símbolo. Como ha escrito Danielle Régnier-Bohler: “El conocimiento de las sociedades en el seno de las cuales ha sido elaborado, recibido y perpetuado el modelo cortés, muestra perfectamente que se trata de un dominio asumido por la mujer completamente imaginario”.
La novela no es, pues, el reflejo de la sociedad, sino su “grito de angustia” (Le Goff). La literatura, por tanto, parece expresar “la consciencia histórica de la época en que ha sido elaborada”, las tensiones entre el ideal y la realidad. (“Amor cortés”, Diccionario razonado del Occidente medieval, 2003)
Arreola ejerce un juicio crítico. La elegancia de su estilo, el prodigio de su imaginación, la originalidad de sus códigos textuales que eluden las clasificaciones, no sólo de los grandes dominios (¿prosodia ejemplar o poema en prosa?), sino que al dinamitarlos convierten sus lascas en variantes del micro-relato que quería Koch (viñetas, poemas, estampas, escolios, aforismos, citas, anécdotas, doxias, parábolas, alegorías), como si estuviéramos ante una franja de asteroides que en conjunto obligara a cambiar los campos gravitacionales de la literatura, pareciera ocultar esa conciencia.
Como la de otros grandes fabulistas y maestros de la brevedad, Julio Torri y Augusto Monterroso, la obra de Arreola se convierte en un ejemplo de que la concisión escritural no es ajena a un proceso a la tradición.
Cabría agregar que esa máquina irónica con respecto a las maneras en que el hombre ha razonado sobre una condición que se le escapa, la femenina, exhibió en su propio funcionamiento las contradicciones al encontrarse el tema de la feminidad intrínsecamente ligado al otro polo rector de esta cosmos: la búsqueda de lo absoluto.
Es en la figura del andrógino donde parecieran concentrarse estos elementos. Y así la idea de la mujer termina siendo una manifestación de la búsqueda de lo absoluto al tiempo que se adquiere conciencia que mientras se busca la trascendencia vivimos en la tierra bajo la amenaza de la muerte.
“El ser humano era un bien común unitario, completo y bisexual. […] Yo me considero un dividido, un arrancado de esa ganga total. […] Desde la infancia he sido un ser ávido que busca completarse en la mujer. […] No he sido un desdichado en lo que se refiere a la sucesión de los amores en mi vida, pero he sido, como todo idealista, el desdichado radical y fundamental”. (Juan José Arreola a Emmanuel Carballo, Protagonistas de la literatura mexicana).
Foto: Juan José Arreola en acción arriba del escenario, en una foto sin fecha / Especial