Asesina íntima

Oct 16 • destacamos, Ficciones, principales • 3331 Views • No hay comentarios en Asesina íntima

 

Este es un adelanto de la novela Asesina íntima, de Bernardo Esquinca, recién publicada por la editorial Almadía

 

POR BERNARDO ESQUINCA

Andrea Luna. Reportera
I

 

Tendrían que haber estado ahí para entenderlo. Las gradas llenas, el griterío de la gente, el calor, las luces, la energía que se desprende del cuadrilátero. Los cuerpos gigantes de los luchadores, sus músculos brillantes por el sudor. Es algo mágico lo que pasa en la lucha libre. Ese pacto entre el público y los enmascarados. Todos saben que es un teatro, pero fingen que es real. Los fanáticos se desgarran las gargantas apoyando a sus ídolos e insultando a los rivales; pueden decir las peores groserías a los luchadores, y estos se hacen los ofendidos, pero nunca les van a hacer nada. Es la catarsis perfecta. Mejor que el psicólogo. Yo misma, a pesar de saber que estaba haciendo mi trabajo como reportera de televisión, me dejé llevar por el ambiente. Se me erizaba la piel, sentía la adrenalina a tope. En más de una ocasión estuve a punto de gritar, pero me contuve. En verdad, si el pueblo mexicano no tuviera el escape de la lucha libre, ocurrirían más crímenes. Eso fue justo lo que le pasó a Chana Barrera. Cuando ya no pudo subirse al cuadrilátero y ponerse la máscara para encarnar a su personaje, y no tuvo manera de sacar la frustración y la rabia acumuladas a lo largo de tantos años de abusos, comenzó a matar…

 

Pero me estoy adelantando.

 

Esa noche en la Arena Coliseo había algo raro en el ambiente. Ya sé lo que están pensando: a raíz de la noticia que salió una semana después, cuando todos supimos que ella era la Mataviejitas, comencé a inventarme mi propio mito. Pero les juro que es verdad. La gente se mostraba más enardecida que de costumbre. Aventaba vasos con refresco y cerveza al ring o le gritaba a los luchadores: “¡Te voy a matar!” Y los luchadores también estaban muy excitados. Devolvieron los vasos a las gradas como si fueran proyectiles e incluso aventaron una silla a los aficionados de la primera fila. Al terminar la última función, nadie se quería ir: parecía que el público pedía más violencia. Y allí, en medio de esa tensión, de esa electricidad que se negaba a apagarse, estaba ella. Alta, robusta, con su pelo corto y su suéter rojo. Destacaba de manera inevitable por encima del resto. Tenía una sonrisa de satisfacción en el rostro que nada podía borrarle. En cuanto la vi, le hice una seña al camarógrafo para que me siguiera y preparé el micrófono. Ni siquiera me fijé si estaba bien peinada y maquillada para salir a cuadro. Simplemente le pedí al camarógrafo que empezara a grabar. Había algo magnético en ella. La sonrisa. Perdónenme que insista, pero su gesto reflejaba algo que jamás olvidaré: Chana Barrera era feliz allí.

 

Sé que han visto la grabación que salió al aire, pero quiero contarles el diálogo que tuvimos en mi propia voz, porque me lo aprendí de memoria. Una conversación que me ha asaltado en sueños:

 

—Yo soy la señora Chana Barrera —me dijo, con esa seguridad que le caracteriza.

 

—¿Cuánto tiempo tiene viniendo a la lucha libre? —le pregunté, ingenua, sin tener la menor idea de con quién hablaba. Pero bueno, nadie la tenía en ese momento…

 

—Diez años —me respondió. Y añadió—: Aparte de eso, me dedico a la lucha libre.

 

—¿Ruda o técnica? —quise saber.

 

—Ruda de corazón —me dijo, extasiada. ¿Se imaginan? Días después yo no daba crédito…

 

—¿Y dónde es más ruda? —se me ocurrió preguntarle—. ¿Aquí o en casa?

 

—En los dos lados.

 

—¿A quién apoya?

 

—En casa, a los hijos.

 

—¿Y aquí?

 

—Aquí a los rudos —me volvió a decir—. Y al pretendiente.

 

—Aficionada de hueso colorado —le dije, ya para terminar.

 

—Sí, de corazón —fue lo último que me dijo.

 

Una semana después, cuando la apresaron y su rostro salió en todos los televisores del país, en todos los periódicos y noticieros, cuando aquella imagen de la asesina —posando junto al busto de arcilla que se hizo a partir de su retrato hablado— se instaló para siempre en el imaginario popular, tuve un ataque de histeria. Mi entrevista fue reproducida en muchos lados; los jefes de la televisora me llamaron para felicitarme, y hasta un aumento me dieron, pero yo no me podía quitar de la cabeza el hecho de haber estado frente a frente con una asesina de la vida real. Tuve pesadillas. Me despertaba en las madrugadas sudando frío. Imaginaba que la Mataviejitas entraba en mi casa para reclamarme, como si mi entrevista hubiera propiciado su captura, como si aquel primer encuentro con los reflectores anticipara su inminente fama. Imaginaba que me decía: “Te voy a matar. Aunque seas joven, voy a poner mis manos alrededor de tu cuello y te voy a estrangular lentamente, porque eres la culpable de mi tragedia”. Me puse tan nerviosa y paranoica que mejor me fui de vacaciones. Y aunque poco a poco me sentí mejor, Chana Barrera se convirtió en mi obsesión. Seguí atentamente todas las noticias que surgieron a partir de su detención. Grababa los noticieros, tomaba apuntes. Supongo que quería entender el porqué de tan insólita coincidencia, por qué fui yo quien la entrevistó tan sólo una semana antes de su detención. Entre todos los reporteros, entre todos los aficionados, la Mataviejitas y yo tuvimos nuestro momento en una especie de cita cósmica. Nunca he creído que se tratara de mi olfato periodístico, sino de… me estoy desviando. Lo que quiero decirles es que me volví experta en ella, y por eso me sé su vida al derecho y al revés.

 

Es un personaje complejo, con una historia familiar terrible, que desde su niñez sufrió los peores abusos. Chana Barrera no conoció el amor de pequeña y, sin embargo, estoy convencida de que posee una gran capacidad para amar. Por más que haya asesinado a sangre fría: ella repartió amor a sus hijos, a sus parejas. Incluso se casó en la prisión. Lo que les estoy contando es la historia de una mujer que siempre ha buscado dar el amor que nunca tuvo. ¿Entonces por qué mató? ¡A mí no me pregunten! No soy criminóloga. No tengo la capacidad para analizar su mente retorcida. Sólo sé que la tuve cerca, que vi el brillo en sus ojos mientras la entrevistaba. Porque el otro gran amor de Chana Barrera, además de sus hijos, es la lucha libre. Nadie sabe cómo va a reaccionar cuando se queda sin nada. Recuerden que uno de sus hijos murió brutalmente asesinado. Luego el médico le dijo que no podía volver a luchar, por la lesión que se hizo en la espalda. ¿Y perderlo todo justifica el asesinato? Me lo pregunto a diario…

 

Creo que si la vamos a juzgar como asesina, también hay que juzgarla como la madre amorosa que es. Piensen en esto: tras su detención, lo primero que hizo fue hacer una llamada telefónica para ver quién recogía a sus hijos en la escuela. Si alguien sabe lo que significa ser madre, es ella: a los trece años tuvo un aborto, y a los dieciséis fue madre por vez primera. Y aunque su primer embarazo fue fruto de una violación, después engendró tres hijos más por la vía del amor. En lo que nunca le atinó fue a la hora de elegir pareja, pero la verdad, ¿quién le atina? Tampoco soy afortunada en ese rubro. Siempre me enredo con los hombres equivocados. ¿Acaso hay de otros?

 

Chana Barrera se enamoró primero de un taxista, luego de un traficante, luego de un conductor de microbús. La embarazaban y entonces cambiaban su actitud hacia ella, como por arte de magia. Cuando nos ponemos panzonas desaparece el encanto, es una ley de la vida. Yo no me he embarazado, pero sí me puse gorda una vez, ¡y no se me acercaban ni las moscas! Ahora que me mato con las dietas y los productos mágicos que anuncian en la tele, y que volví a ser delgadita, regresaron los pretendientes. Pero bueno, esta no es mi historia, ni que yo fuera una persona interesante…

 

Les decía que Chana fue enamoradiza. Se cree que la mayoría de los asesinos son fríos y distantes, pero ella tuvo muchos amores. A los veintitrés años de edad se casó por primera vez: esa historia duró un lustro. A los treinta lo volvió a intentar; el amor se prolongó por once años. De los cuarenta y dos a los cuarenta y ocho —cuando fue detenida—, vivió entregada a sus hijos. Sin embargo, se dio tiempo para el amor: otro taxista, que incluso fue su cómplice en algunos de sus crímenes. Él la llevaba a los domicilios de las víctimas, y la esperaba afuera en su coche, para que pudiera escapar rápido, y se repartían el botín. Ahora él también está en la cárcel.

 

Fíjense lo que le hizo el primer taxista del que se enamoró, y que fue el padre de su segunda hija. Ella quería abortar, pero él la convenció de tener a la chamaca: “Nada nos va a faltar, me va bien con el taxi, hasta podemos comprar un terrenito a las afueras de la ciudad”, le dijo. Ella le creyó, y tuvo a la bebé. De inmediato la historia cambió, comenzó a verlo distante, trabajaba más, llegaba tarde y con aliento alcohólico, con el perfume de otra mujer pegado a la ropa. Un día le dijo: “Voy a hacer una chamba a Acapulco, un cliente quiere que lo lleve de ida y vuelta, me va a pagar muy bien, vamos a poder comprar todo lo que le falta a la bebé”. ¡El hijo de la chingada nunca volvió! Chana pensó primero que se había accidentado, pero las noticias no decían nada. Luego lo fue a buscar a Acapulco, con todo y niña. Pensó que tal vez tenía algún problema y quería ayudarlo. Pasó varios días en un hotel de mala muerte, viviendo de limosnas. Preguntó aquí y allá; nadie le supo dar razón de su marido. La niña casi se le deshidrata con el calorón, así que decidió regresar. Tiempo después se enteró de que su marido andaba en Reynosa y tenía una nueva familia… Luego está la historia del traficante. ¡La vida de Chana da para una telenovela! Este sujeto se hacía pasar por una persona de bien, su fachada era la de un vendedor de medicinas que viajaba por toda la República mexicana. Tenía una camioneta en la que transportaba su mercancía. En una ocasión, la policía lo detuvo en un retén, y descubrieron que todas las medicinas estaban caducadas. Iban a revisar la camioneta, que poseía un compartimento secreto, pero un fajo de billetes evitó una inspección mayor. Porque si la policía hubiera visto lo que este cabrón llevaba escondido, lo hubieran refundido en la cárcel. El compartimento secreto iba repleto de bolsas de cocaína. El problema fue que su negocio no prosperó, porque siempre tuvo que untar de billetes a la policía. Las ganancias se le iban en sobornos, o eso es lo que él decía, lo que le argumentaba a Chana, cuando tenía que explicarle por qué nunca les alcanzaba el dinero. Yo creo que de allí fue de donde, años más tarde, Chana sacó la idea de hacerse pasar, primero por enfermera, y después por trabajadora social, para engañar a las abuelitas. Las mañas que le aprendió al traficante las utilizó para hacer su propia carrera criminal.

 

Ahora el chofer del microbús es punto y aparte. Chana afirma que estuvo muy enamorada de él. Este zángano tenía varios hijos cuando se juntó con ella, y primero le dijo que ellos vivían con la madre, pero poco a poco los fue llevando a casa de Chana, hasta que acabaron viviendo todos juntos. ¡Eran como seis! Y el chofer se desaparecía por largas temporadas, sin avisar, dejándole a toda su prole, claro, y sin dinero. Ella aguantaba porque se había encariñado con los hijos, pero llegó un momento en que no pudo más. A veces ni comía para que se alimentaran los chamacos. Un día, Chana se dio cuenta de que el chofer aún vivía con su madre, una anciana que rentaba cuartos en una vecindad. Esa fue la gota que derramó el vaso. Sin avisarle, se presentó en la vecindad con todos los chamacos, y se los devolvió. Chana dice que lloró mucho, porque sabía que eso significaba el fin de la relación, que él jamás le perdonaría el atrevimiento de desenmascararlo.

 

A pesar de todo esto que les cuento, Chana siempre luchó por sus hijos. Fue una persona trabajadora. Luego robó y mató, ya lo sabemos, pero antes de eso, antes del quiebre que la llevó por el camino incorrecto, fue una mujer movida, que buscó la manera de ganarse la vida, siempre ligada a la lucha libre. Un ama de casa que se convirtió en luchadora profesional. ¿A poco no es como de película? Cuando veo las fotos de Chana con su disfraz, ese leotardo rosa que lucía con dignidad, y la máscara de mariposa que le cubría el rostro, me conmuevo. ¿Saben por qué? Porque creo que si hubiera podido seguir luchando no hubiera hecho lo que hizo. Sus manos no estarían manchadas de sangre. El nombre que eligió para luchar dice mucho también: la Mariposa del Silencio. Ella ha contado en varias entrevistas que es muy callada, que le gusta más escuchar que hablar. ¿Se dan cuenta? Estamos ante una persona que, tras esa fachada de mujer ruda, corpulenta y atemorizante, que era capaz de lanzarse de las cuerdas del ring y someter a sus rivales con llaves y patadas, en realidad es solo un ser vulnerable. Las tragedias que sufrió en su vida por supuesto que la marcaron. Pero no les quiero hablar de eso: no me interesa presentarla ante ustedes como una víctima. Lo que quiero destacar es su capacidad para amar. Soy una romántica, qué le voy a hacer. No en vano me desempeñé durante muchos años como reportera de la prensa rosa, de los asuntos del corazón, de los chismes de las estrellas. ¿Quién lo hubiera pensado? De la prensa rosa pasé a la nota roja sin proponérmelo, aquel día que la entrevisté, atraída por su imagen y carisma. Nunca me he dedicado a cubrir crímenes, pero ahora estoy ligada a Chana para siempre. Y aunque sigo haciendo notas para la sección deportiva del noticiero, no dejo de fijarme si en cada persona que entrevisto hay un potencial asesino. Me quedé paranoica. Mi encuentro con la Mataviejitas me marcó para siempre. ¿Creen que exagero? ¿Ustedes han mirado alguna vez a un asesino a los ojos?

 

Está bien, no me voy a poner pesada. Les decía de sus hijos: Toribio, Angélica, Ernestina y Juan. Sólo les voy a hablar de los tres últimos. De Toribio no, porque no quiero rememorar tragedias. Revisen los periódicos de la época y se enterarán de lo que le pasó. El caso es que Angélica, Ernestina y Juan conocieron el ambiente de la lucha libre desde pequeños. Chana siempre los llevaba consigo, aunque le tocara luchar. Ellos sabían que su madre era la Mariposa del Silencio, y hasta le echaban porras cuando subía al ring. Se emocionaban, estaban orgullosos de su mamá. Y pues, ¿cómo no? Si eres un chamaco, y te gusta la lucha libre, claro que se te va a hacer chingón que tu madre use una máscara y se aviente patadas voladoras. ¡Pero si es el sueño de muchos niños mexicanos…!

 

Ellos heredaron el amor por la lucha libre que tenía su mamá. Y obvio que también querían ser luchadores, querían dedicarse al arte del pancracio cuando fueran grandes, y hasta inventaban sus personajes, pero ahí como la ven, Chana les dijo que no, que ni lo soñaran. Ella conocía de primera mano todas las dificultades de la profesión, la vida dura dentro del ring. No quería que sus hijos salieran lastimados. Toribio, el más grande, se resignó, y unos años más tarde entró a trabajar en una fábrica de tornillos, en la cadena de montaje. Angélica, Ernestina y Juan, que eran más pequeños, siguieron teniendo esa fantasía durante mucho tiempo, y luego, cuando su madre se convirtió en promotora de luchadores y organizaba funciones populares, le insistían en que los dejara luchar. Pero Chana se mantuvo firme. “Con una luchadora en la familia es suficiente”, les decía. “Ustedes no tienen idea, pero los guamazos duelen en serio, y los moretones duran días. Pero lo que más duele es el orgullo”.

 

Fue en esa época, cuando trabajaba de promotora, en la que vio menos a sus hijos. Chana viajaba a poblaciones cercanas para montar sus espectáculos de lucha, y allí no se los llevaba. No quería que se perdieran la escuela. Una vecina le ayudaba a cuidar a los chamacos. Cuando regresaba, les mostraba fotografías de los luchadores en el ring y les recreaba las peleas, cómo había sido cada combate, quién había perdido la máscara y quién la cabellera, igual que una comentarista de la televisión. Hasta hacía la voz diferente. Estoy segura de que si no se hubiera ido por la senda del mal, hubiera podido ganarse la vida narrando las luchas, pues conocía la terminología, las reglas y los distintos tipos de llaves. Pero el “hubiera” no existe… Chana también les traía regalos a sus hijos de sus viajes: máscaras, pósteres de los luchadores firmados, y ellos se ponían felices. Las paredes de la casa estaban tapizadas con las imágenes de sus ídolos. Yo sé que lo que más le duele a Chana, ahora que está en la cárcel, es no poder ver cómo crecen sus hijos.

 

Hay otra anécdota que pinta de cuerpo entero a Chana Barrera, y que deja claro que su amor por la lucha libre rivalizaba con el de sus hijos. Hubo una época en la que ya no podía luchar por su lesión en la espalda, pero no quiso alejarse del ring. Entonces ideó un plan para mantenerse cerca de su lugar favorito: se dedicó a vender palomitas afuera de la Arena Coliseo. Así podía ganarse un dinerito, y al mismo tiempo escuchar el rugido del público en las gradas, respirar el ambiente, ver el colorido de los aficionados y las máscaras que portaban para apoyar a sus ídolos. Pronto se dio cuenta de que no era un buen negocio, ganaba poco y no le alcanzaba para mantener a sus hijos; sin embargo, alargó todo lo que pudo esa etapa. Para ella, estar al lado de la Arena Coliseo era como estar al lado de sus sueños, no dejar que se alejaran; estar cerca de lo que simbolizó el mejor momento de su vida, que fue cuando se ponía el atuendo de la Mariposa del Silencio. Una época que, Chana Barrera lo sabía muy bien, no regresaría jamás. Fue como si intuyera que si se alejaba de allí, de ese mundo, su vida terminaría por deslizarse hacia el precipicio. Me gusta imaginarla, sentada en su banquito, al lado de su carrito con bolsitas medio llenas de palomitas rancias, espantando a las moscas e intentando atraer clientes, llamándolos con gestos y frases que de nada servían, estoica y feliz porque, a pesar de que cada vez ganaba menos, se sentía como pez en el agua. Estaba cerca del lugar al que pertenecía; sin duda, los últimos momentos en que realmente fue ella, Chana Barrera o la Mariposa del Silencio, ocurrieron allí, ofertando sus palomitas a los aficionados. Después de eso se borró, cruzó una línea que no tenía retorno, para comenzar la leyenda de la Mataviejitas.

 

De todo esto que les estoy contando, hay una cosa que me conmueve por encima de las demás. Es el episodio que, parecería, marca el final de la vida amorosa de Chana Barrera. Y hablo del final porque ella está enferma. Anda en silla de ruedas, apenas se puede mover. Pero antes de eso, se dio el lujo de enamorarse una vez más, y de casarse. Porque como les mencioné antes, Chana se casó en prisión. Conoció a otro reo, de alta peligrosidad, en el penal de Santa Martha. Se llama Pedro Quijano, es de Veracruz, y está acusado de homicidio doloso. Cuando se conocieron, ella tenía cincuenta y siete años y él cuarenta, para que vean que Chana aún tenía con qué. ¡Se ligó a un hombre diecisiete años menor que ella! Ahora sí que los dejé con la boca abierta…

 

¿Que cómo se conocieron? Por medio de cartas: los reos no pueden salir a pasear y a echar novio en el parque. Tuvieron una larga correspondencia en la que se contaron sus vidas y sus anhelos. Los presos tienen sueños, si no, ¿cómo van a soportar ese encierro? De las cartas pasaron a las llamadas telefónicas. Ellos dicen que al oír sus voces, terminaron de enamorarse. ¿A poco ustedes no se han enamorado de alguien de sólo escuchar su voz? Imaginen, además, que están encerrados y no pueden ver a casi nadie. En esas circunstancias el sonido de una voz juega un papel importante. Los reos perciben la vida en fragmentos. Así que una carta, una fotografía, una llamada telefónica, significa muchísimo para ellos.

 

No fue algo fácil. Al principio, las autoridades del penal les negaron el permiso de las visitas mutuas. Para poder hacerlo, tenían que casarse. Así que lo pensaron un tiempo y finalmente decidieron dar el gran paso. Su matrimonio tuvo lugar dentro del penal, en una boda colectiva. Tenía que ser así: en la cárcel no existen las bodas individuales. En Santa Martha hay un programa que se llama Lazos en Reclusión y que organiza las bodas entre los reos. Gracias a eso, Chana y Pedro sellaron su amor. Después de la ceremonia colectiva, hubo música, comida y pastel. Ellos bailaron mucho. Los testigos dicen que parecían muy enamorados. Pero como todo lo bueno en esta vida, tarde o temprano se acaba. Y a Chana ese amor, tal vez el último de su vida, le duró sólo un año. Si hasta salió en las noticias: “La Mataviejitas se divorcia”. Ya saben cómo nos encanta el argüende a los medios de comunicación. Me extraña que no haya imágenes de la boda, porque eso hubiera llamado la atención de la gente, que es morbosa, y más si se trata de una historia que mezcla el crimen con el romance.

 

De hecho, cuando aún estaban casados, les hicieron una entrevista. La he visto muchas veces. Chana se veía sonriente. Hasta un beso le dio a Pedro frente a las cámaras. Fue ocurrente y dijo cosas chistosas, como que le había puesto reglas a su marido. Por ejemplo, le prohibió que hablara mal de la lucha libre. Y luego el entrevistador le preguntó a Pedro si le tenía miedo, ¡imagínense! Él respondió algo increíble: “Miedo no, respeto”. ¿A quién se le ocurre casarse con una asesina serial?

 

La respuesta es lógica: pues a otro asesino. La pareja perfecta, ¿no? Pedro habla bien de ella en la entrevista, como haciéndole la barba. Y eso me hace pensar que en realidad él se juntó con ella nomás por su fama. Después de que se divorció, Chana hizo algunas declaraciones que confirman mi teoría…

 

En otra entrevista, en la que se veía dolida por su ruptura, mencionó que Pedro le pedía dinero. “No me hable de matrimonio”, le dijo al entrevistador. Y agregó: “Hay hombres buenos y malos. Entregar el corazón no sirve de nada, no se gana nada. Con el tiempo, los hombres nos abandonan”. A pesar de eso, Chana conservaba su sentido del humor. En algún momento le dijo al entrevistador: “No quiero compromisos. Pedro no me servía como hombre. Por eso ahora me voy a buscar un negrote: o me compongo o me descompongo”.

 

Si me preguntan, considero que no es justo lo que le pasó. Me refiero a toda su vida. Tanto abuso y falta de amor para acabar sola en la cárcel. No, Chana Barrera no es un monstruo; es un producto de esta sociedad machista. Jamás justificaré sus crímenes, pero la entiendo. Eso es lo que le hizo falta a lo largo de su tormentosa existencia: que alguien la comprendiera. Su madre no lo hizo, y mucho menos los hombres que pasaron por su vida. Todas las mujeres en este país tenemos algo de Chana Barrera dentro de nosotras. No me refiero al instinto asesino: me refiero a que los hombres no nos entienden. Y como no nos entienden, o nos pegan o nos matan. Si bien nos va, nomás nos abandonan… Bueno, mejor aquí le paro, porque ya me tengo que ir a trabajar. La televisión no puede esperar. Hay miles de personas aguardando por otra buena historia. Un drama que los distraiga de su propia miseria. Otro día, si quieren, les cuento de las tragedias de Chana Barrera, pero con unos tequilas, para que no me ponga a llorar, ¿de acuerdo?

 

FOTO: Portada del libro Asesina íntima/ Crédito: Almadía

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